Ayuso y la libertad educativa
«Un escenario donde el Estado destina fondos a ayudar a quienes no lo necesitan, mientras miles de familias la precisan, es inasumible para el sentido común»
El gobierno de la Comunidad de Madrid ha flexibilizado los criterios de renta para acceder a las becas educativas para las etapas no obligatorias (Educación Infantil, Bachillerato y Formación Profesional). Ahora podrán optar parejas que ingresen hasta 107.739 euros, si tienen un solo hijo, 143.652 si tienen dos y 179.565 si tienen tres. A primera vista la medida me generó enormes dudas, y las explicaciones de la presidenta Isabel Díaz Ayuso hicieron poco por despejarlas.
En primer lugar, manifestó su asombro ante las reacciones con un argumento, digamos, frágil: «Veo sorprendente que puedas cambiar de sexo o abortar al margen de tus padres y que, sin embargo, no puedas optar a becas si tus padres tienen un nivel adquisitivo u otro». Al día siguiente, defendió la medida aludiendo a la necesidad de ayudar a las clases medias. Pero el salario medio en Madrid es de 29.000 euros, por lo que este segundo argumento tampoco parece muy sólido.
«La premisa implícita de estas medidas es que, con la asignación de becas, la Administración no está dando dinero a estas familias sino devolviéndoles aquello que les pertenece»
El enroque definitivo se ha producido en torno a un argumento de principio: «Se trata de una medida encaminada a favorecer la libertad de elección educativa». Este es un viejo mantra del ala más liberal del Partido Popular, según el cual cada familia es soberana para decidir a dónde se destina el dinero público; es irrelevante que las familias sean ricas o pobres, porque todas tienen derecho a «la libertad de elección» que garantiza la beca. Pero un escenario donde el Estado destina fondos a ayudar a quienes no lo necesitan, mientras miles de familias sigue necesitando ayuda, es inasumible para el sentido común. No tiene libertad quien no tiene elección.
El problema es especialmente grave en la Educación Infantil, donde las plazas públicas son obscenamente insuficientes y los «alumnos» plenamente dependientes. Si una familia no consigue plaza en la escuela pública, solo tiene dos opciones: o bien uno de los padres abandona su trabajo para cuidar del bebé o bien lo matriculan en una escuela privada; las becas existen para ayudar a las familias que no pueden permitirse no trabajar, ni pagar los cuatrocientos euros al mes que cuestan estas escuelas; no para que una familia perteneciente al 5% más privilegiado de la población ahorre un dinero.
La premisa implícita de estas medidas es que, con la asignación de becas, la Administración no está dando dinero a estas familias sino devolviéndoles aquello que les pertenece. Se desliza la idea de que el contribuyente tiene algún tipo de derecho o prerrogativa sobre sus ingresos antes de impuestos. De acuerdo al credo más liberal, las familias ricas son las que más contribuyen y por tanto tienen derecho a que ese dinero regrese a sus bolsillos.
La pedagogía sobre el principio de progresividad es más urgente que nunca. Y es una pena que los selfies en Times Square dificulten una conversación tan necesaria sobre la moralidad de pagar impuestos.