'Stranger Things' y los últimos nostálgicos
«Mi generación se aferra a otra nostalgia de la que somos los últimos guardianes: la que se alimenta de recuerdos borrosos»
Ayer terminé de ver Stranger Things, una serie que disfruto porque me disuelve en el universo cinematográfico de la infancia. Todas las temporadas son un retorno a Los Goonies, E.T., Alien, Exploradores, Cuenta conmigo, con apariciones veladas de Terminator o Freddy Krueger. Pero no me interesan las metaficciones cinéfilas, sino las personales. Stranger Things es un producto más en la creciente industria de la nostalgia, un negocio que vive de una generación que no termina de asumir que hace tiempo cambió la edad de merecer por la edad de cotizar.
La tecnología ha cambiado el modo en que nos relacionamos con el pasado. Hubo un tiempo en que la detonación de la nostalgia era cosa del azar, pero ese tiempo pasó. La nostalgia ya no depende de que nos crucemos con aquella chica, suene esa canción en la radio o echen aquella peli en la tele. Netflix, Spotify, Instagram, incluso LinkedIn, son proveedores de nostalgia a la carta. No cabe fantasear ni preguntarse dónde estará ella, qué hará o cómo la habrán tratado los años. Todo está a un clic de distancia: su rostro, la peli que no visteis y la banda sonora de tu Erasmus.
Desahuciada la nostalgia espontánea, mi generación se aferra a otra nostalgia de la que somos los últimos guardianes: la que se alimenta de recuerdos borrosos. Claro que las generaciones posteriores sufrirán la añoranza sentimental de los tiempos pasados, pero la nostalgia como proceso creativo tiene poco espacio en un mundo donde se toman más de tres millones de fotos por minuto. De aquel cumpleaños de 1993 que recordamos a través de seis o siete imágenes y un par de anécdotas hoy habría cientos de fotos, vídeos de alta calidad y mensajes de texto y voz glosando la jornada.
«La nostalgia es jugar con esa incertidumbre, dudar de si el recuerdo es vivencia o espectro, pero sabiendo que está perdido y no queda registro»
El archivo infinito es un obstáculo para el olvido, pero también para el recuerdo. Porque el recuerdo no es el grabado de la realidad, sino su reconstrucción imperfecta y sesgada por la memoria y el deseo. Todo atlas sentimental necesita completar vacíos, unir los puntos con trayectos inciertos que terminen por revelar una imagen cálida de un pasado inaprensible. La nostalgia es pura imprecisión; reconstruye momentos, épocas y ambientes de los que no existen retratos, a veces ni siquiera testigos.
Igual que todas las discusiones se zanjaron el día que uno apareció con una enciclopedia en el bolsillo (hubo un tiempo en que las horas se iban discutiendo cuál era la capital de tal país o el pichichi de hace dos ligas), se zanjarán las discrepancias sobre qué hicimos aquel día, quién faltó, que llevabas puesto o a qué hora terminamos. La nostalgia es jugar con esa incertidumbre, dudar de si el recuerdo es vivencia o espectro, pero sabiendo que está perdido y no queda registro.
Solo conservo tres o cuatro fotos de mis últimos dos años de instituto. Lo que ocurrió entonces existe solo en la memoria y las conversaciones de quienes tuvimos la fortuna de vivirlo. Cuando no estemos habrá desaparecido; somos todavía una generación sin backup, y la nostalgia también es el miedo a perderlo todo. Un miedo que nuestros menores no tendrán. Por eso podemos decir que somos los últimos nostálgicos.