Viaje al pasado
«Zweig nos hace recordar que, por su condición íntima, la memoria es parcial y, sobre todo, emocional»
Las estaciones de trenes son sitios de paso, puntos efímeros para quienes llegan y parten. Son lugares de memorias intensas, sin duda, pero hechas de sucesos fugaces. Acaso sea ese el motivo que llevó a Stefan Zweig a elegir la estación central de Fráncfort como escenario para las primeras páginas de su Viaje al Pasado: es allí donde se reencuentra una pareja cuyo amor no se ha consumado por culpa de la eclosión de la Gran Guerra. Un amor sin anclaje, precario, reducido a una memoria ardiente por culpa de los caprichos violentos del mundo.
Los personajes se habían conocido años antes. Louis Ludwig se mudó de mala gana a la casa de su empleador para servir como secretario privado. En un primer momento, rechazó tajantemente la propuesta por pundonor herido: juró a sí mismo que jamás volvería a compartir espacio con los ricos antes de ser uno de ellos. Una vez persuadido, encontró en su nueva residencia a la esposa de su jefe, de quien se enamora locamente. El cariño de la dueña de la casa fue suficiente para superar el efecto nocivo de «los pingües y untuosos efluvios de la riqueza que ahí se amasaba».
Tras haber confesado su amor y saberse correspondido, es enviado a México para ocuparse de la gestión de un importante yacimiento de minerales. La estancia de dos años se convierte en nueve por culpa de la guerra. Volver a Alemania es entonces obsesión incondicional: solo así el pasado se hará presente y, como le había prometido la dueña de la casa, solo así el amor dejará de ser casto.
Por fin regresado, Louis se cita con su amada en Fráncfort para coger un tren hacia Heidelberg, donde pasarán su primera noche juntos. El reencuentro oscila entre el optimismo temeroso y el miedo del futuro. Aunque exacerbado por el tiempo transcurrido, el deseo de intimidad se atempera con inseguridades mutuas, dilemas emocionales usados por Zweig para preguntar al lector si el pasado puede ser resucitado.
La respuesta parece ser que la memoria resiste mal al presente: «¿Acaso no eran ellos mismos esas sombras que buscaban su pasado dirigiendo absurdas preguntas a un entonces que ya no era real? Sombras, sombras que querían convertirse en algo vivo y que no lo lograban». Eran las mismas personas, el amor se mantuvo encendido, pero el mundo no paró de girar en sus ejes – y ellos tampoco –. La memoria hizo del pasado algo inmaterial y evanescente, no por eso menos intenso. Dicho de otro modo, la sacralización de la memoria reprimió el presente.
Zweig nos hace recordar que, por su condición íntima, la memoria es parcial y, sobre todo, emocional. Resulta de una curaduría de elementos que uno quiere preservar, o bien olvidar. Puede existir con independencia de la realidad de los hechos, porque los idealiza, sin mirar a las circunstancias presentes. En el fondo, la memoria enferma a menudo de vicio de nostalgia. Asimismo, por muy mal que se adapten a la realidad o por muy sesgadas que sean, todas las memorias son legítimas, ya que advienen de vivencias personales. Cada uno las recuerda como quiera. Pero ninguna memoria tiene un valor absoluto, general e intemporal, ya que carece del rigor y del pluralismo que son propios de la labor de la Historia.
Al pasar de la esfera afectiva para el campo social, a estos problemas se añaden otros: además de la dificultad en recuperar el pasado con un mínimo de honestidad, están también los peligros que resultan de su utilización. Como señala el intelectual búlgaro Tzevan Todorov, «lo que reprochamos a los verdugos hitlerianos y estalinistas no es que retengan ciertos elementos del pasado antes que otros (…) sino que se arroguen el derecho de controlar la selección de elementos que deben ser conservados» y pugnen para hacer de ese relato una verdad universal.
«Hacer del pasado la raíz de legitimidades y de derechos presentes – y de ambiciones futuras – compromete los principios de participación y consenso que fundan las democracias modernas»
No se me interprete mal: las memorias son parte de nuestra identidad individual; y el pasado dice mucho sobre nuestras características colectivas como pueblos. Hechos acaecidos pueden incluso ser instrumentos al servicio de la justicia – aunque sin nunca confundirse con ella –. Pero hacer del pasado la raíz de legitimidades y de derechos presentes – y de ambiciones futuras – compromete los principios de participación y consenso que fundan las democracias modernas.
Los recuerdos cojean y su uso partidista desemboca en abusos bien conocidos. Como tal, en democracia ninguna institución del Estado se debería aventurar a definir memorias oficiales. Los individuos y los grupos tienen derecho a conocer y dar a conocer su propia Historia, no correspondiendo al poder central prohibírselo o permitírselo, ni tampoco definir los términos en que se hacen. Estos tiempos de sobreexcitación emocional, proclives a relatos tan empáticos como maniqueos, facilitan que esta prudencia se olvide más rápido que el pasado.
La apropiación de la memoria por vía oficial crea rehenes de aguas pasadas. Hila el ayer y el hoy, urdiendo culpas que atraviesan generaciones, manteniendo vivas pasiones anacrónicas. Porque el objetivo no es tanto recuperar la verdad de tiempos idos, sino usarlos para fines presentes, la falta de respeto por la verdad es la norma. Luego, entréguese la Historia a los historiadores, ya que entregársela al Estado o a cualquier grupo social con motivaciones políticas comporta riesgos elevados.
Que lo digan Louis Ludwig y su amada: en Heidelberg, su noche de intimidad es arruinada por una marcha nazi animada por memorias de resentimiento. Una jauría inebriada por las ganas de corregir el pasado para controlar el presente y definir el futuro. Otra vez la fragua de la venganza. «¡Que locura! ¿Qué quieren? ¿Otra guerra?», preguntó Louis. Así era y así fue. Es cierto que ni todos los abusos de la memoria son totalitarios o violentos. Pero ninguno es democrático. Y, al desear imponer relatos parciales con fuerza de ley, el resultado será invariablemente nefasto.