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Esperanza Aguirre

Ayuso acierta

«La presidenta madrileña expresa el sentir de los ciudadanos, que quieren ser tratados como adultos, al rebelarse contra las ocurrencias del Gobierno»

Opinión
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Ayuso acierta

Isabel Díaz Ayuso. | Reuters

Somos muchos los que pensamos que las crisis son siempre oportunidades. El razonamiento es bien sencillo: si algo entra en crisis es porque algo se ha hecho mal, así que, cuando estalla la crisis, lo que hay que hacer es reconocer qué se ha hecho mal y solucionarlo.

La guerra de Ucrania, mejor sería decir la siniestra invasión de Ucrania, ha puesto de manifiesto los inmensos errores de la política energética de los países de la Unión Europea. Resulta enternecedor, si no fuera ridículo, escuchar a ministros del Gobierno de España que Rusia está utilizando el gas como un arma de guerra, ¿qué se creían, que no lo iba a utilizar? Y, probablemente, lo va a utilizar cada vez más, hasta conseguir sus objetivos en Ucrania, entre los que está que los países europeos dejen de ayudar militarmente a ese país tan castigado históricamente por sus vecinos, sobre todo por el ruso. Y eso que parece que la España de Sánchez es uno de los países europeos que menos está ayudando.

Lo lógico, y lo que los ciudadanos tienen derecho a esperar de su gobierno, cuando se desata una crisis como esta, es que responda con una serie de medidas serias, eficaces y bien pensadas. No sólo para resolver el puntual problema que ha planteado la guerra de Ucrania, sino para que, en el futuro, podamos disponer de energía abundante, limpia y barata, y no haya que volver al ahorro obligatorio.

«Sánchez ha demostrado que lo que más le gusta es primero, asustar a los ciudadanos y, a continuación, prohibirles cosas»

Pues bien, en este caso, como ocurrió cuando la pandemia, el gobierno Frankenstein ha respondido, haciendo honor a las raíces totalitarias de algunos de sus socios, con improvisadas órdenes de estilo autoritario, con prohibiciones incomprensibles y, al final, con amenazas a los ciudadanos, en el caso de que no las obedezcan. Como entonces, Sánchez ha demostrado que lo que más le gusta es primero, asustar a los ciudadanos y, a continuación, prohibirles cosas e, indirectamente, obligarles a aceptar un determinado credo ideológico y a comportarse, incluso en su vida privada, de acuerdo con ese credo.

En ningún caso ir al fondo del asunto, que es, como cualquiera sabe, la política energética de España, y, por extensión, de los países de la Unión. ¿Cómo es posible que, aunque el Parlamento Europeo haya declarado ecológica la energía nuclear, en España Frankenstein se cierre en banda a considerar el fin de la moratoria nuclear? Sabiendo, además, que nuestros vecinos franceses tienen 56 centrales en funcionamiento y Macron acaba de anunciar que va a impulsar la construcción de 14 más.

Pues es posible porque el actual gobierno de España, aunque muchos no se den cuenta, defiende, con el fanatismo de un inquisidor medieval, el dogma del ecologismo. Eso sí, ellos lo trasgreden constantemente con el Super Puma, el Falcon o los coches oficiales. Y una parte fundamental del dogma ecologista es la negativa a considerar la opción nuclear, que podría proporcionar esa energía abundante, limpia y barata a toda Europa. Y, digan lo que digan los europarlamentarios o Macron, aquí, en España no vamos a utilizar la energía más limpia y barata y la que permitiría bajar los precios de la electricidad para todos. Porque lo dice uno de los dogmas de la religión, laica, pero más represiva que ninguna, de Sánchez y los suyos.

«Si la corbata da tanto calor que no se puede soportar en verano, Sánchez la hará obligatoria en invierno para luchar contra el frío y así no tener que encender la calefacción»

A cambio de permanecer fieles a ese dogma, el Gobierno ha tenido una serie de ocurrencias, que, caritativamente, podemos calificar de pintorescas: que los comercios, grandes almacenes, cines, hoteles y edificios públicos limiten a 27 grados el uso del aire acondicionado en verano y a 19 grados la calefacción en invierno, que mantengan sus puertas cerradas para evitar que el frío y el calor se escapen, que los escaparates se apaguen a las diez de la noche, que antes del 30 de septiembre todos los edificios antes citados tengan instalado un sistema de cerrado automático de puertas. A las que se ha añadido la ocurrencia final del presidente, la de acabar con el uso de la corbata, que digo yo que si da tanto calor que no se puede soportar en verano, la hará obligatoria en invierno para luchar contra el frío y así no tener que encender la calefacción.

Cuando estas disposiciones estén vigentes, lo más probable es que las lleven ante el Tribunal Constitucional y allí, como pasó con las medidas coercitivas que Frankenstein nos impuso en la pandemia, serán consideradas anticonstitucionales, aunque, más bien, deberían ser calificadas de totalitarias.

Por todo eso y porque tiene profundamente arraigado su amor a la libertad, Isabel Díaz Ayuso se ha rebelado inmediatamente con la simple frase «Madrid no se apaga». Y también con una reivindicación con la que no se puede estar más de acuerdo: que nos traten como adultos.

No se puede decir mejor. Lo ha dicho tan bien que, inmediatamente, como un solo hombre, los miembros y, sobre todo, miembras del Gobierno han salido en tromba contra ella. Resumo: empezó el presidente llamándola «insolidaria», «unilateral», y «egoísta», y, a continuación, Calviño, Sánchez, Llop, Maroto, Alegría, Robles o Ribera se le han tirado al cuello y han dicho de ella que es: «aliada de Putin», habitante de «una aldea gala», «impresentable», «frívola», «temeraria», «desubicada» y, muchas veces, «insolidaria» y «egoísta». Puede que me deje por ahí olvidada alguna imprecación más.

Una respuesta tan destemplada, unificada y desaforada es, evidentemente, el resultado de una estrategia dirigida por Moncloa. Y responden así porque saben hasta qué punto Ayuso acierta, expresa el sentir de la calle y de los ciudadanos, que quieren que se les trate como adultos, que se les deje usar su libertad y, por encima de todo, que su gobierno piense en ellos y no en el cumplimiento ciego de un mandamiento de la Ley de un Dios laico que dice que no se puede usar la energía nuclear.

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