Europa no puede ni debe ceder
«Si no hay unión en Occidente y, en nuestro caso, en Europa, estamos perdidos. Porque eso es exactamente a lo que Putin aspira; a dividirnos»
La crisis energética, la inflación en dos dígitos y la posibilidad de volver a entrar en recesión están poniendo a prueba la voluntad de los gobiernos europeos de mantener su apoyo a Ucrania. Un apoyo que hasta ahora se ha mantenido fuerte, como demuestran las seis rondas de sanciones acordadas para castigar a Rusia desde la invasión el pasado mes de febrero y el reciente plan de contingencia pactado entre los 27 para repartirse el impacto de la escasez energética que ya afecta al continente y que se agravará con la llegada del invierno. Ante tamaño desafío no es de extrañar que la ciudadanía se mofe de la última ocurrencia de Pedro Sánchez: quítense la corbata, ahorren energía. ¿Qué culpa tendrá esa pobre banda de tela que desde hace unos cuantos años parece estar en peligro de extinción?
Así que un Sánchez descorbatao presentó el plan de ahorro y eficiencia energética aprobado en el último Consejo de Ministros previo a las vacaciones de verano. Tras la negativa inicial a solidarizarse con los socios europeos más dependientes del gas y petróleo rusos, el Gobierno dio marcha atrás y aceptó aplicar un ahorro del 7% (no el 15% que la Comisión proponía) en su demanda de gas hasta marzo de 2023. Bienvenida sea esa rectificación. Porque por muy lejos que la guerra se libre a 3.000 kilómetros de la Península Ibérica, el reparto de los costes energéticos de la invasión rusa es un gesto de solidaridad y de unidad que puede acallar las voces contrarias a mantener el apoyo a Ucrania.
Pero de nuevo la soberbia le ha traicionado a Sánchez. Sin consultar a las comunidades autónomas ni a las patronales ni sindicatos, el Ejecutivo ha decidido de forma unilateral un plan de ajuste energético que ya ha sido contestado por los sectores más afectados y algunos gobiernos autonómicos. Primero fue Madrid, cuya presidenta, Isabel Díaz Ayuso, en un gesto populista e irresponsable dijo eso de `Madrid no se apaga’, alejada de la línea marcada por el presidente de su partido, Núñez Feijóo, partidario de economizar la energía. Luego vino la negativa del PNV, al que Sánchez tiene quemado por elevar a Bildu, su principal rival electoral en casa, como socio preferencial en el Parlamento nacional. Aunque el lehendakari Urkullu se ha avenido a cumplir ahora las medidas le ha reprochado al Ejecutivo su falta de diálogo. Las protestas de unos y otros, especialmente de los sectores más directamente afectados, han obligado al Gobierno a modificar algunos aspectos de la Ley apenas días después de su aprobación. Todo un despropósito.
La inseguridad jurídica y el desprecio a buscar acuerdos van en la dirección contraria de lo que necesita el país para enfrentarse al difícil invierno que se avecina y dificulta el apoyo social necesario para concienciar a la ciudadanía de la necesidad de sacrificar un poco y de forma transitoria su bienestar. Hace apenas un año y medio demostramos que por proteger la salud pública y la vida de nuestros mayores fuimos capaces de renunciar a nuestras libertades y encajamos el duro golpe económico que supusieron los confinamientos. Porque hoy subir la temperatura del aire acondicionado a 27 grados y bajar la de la calefacción en invierno a 19 grados, fomentar el uso del transporte público o restringir el gasto en la iluminación de los escaparates y de las luces de las grandes ciudades y concienciar a los ciudadanos de que ahorren energía son los gestos que desde sus respectivos países los ciudadanos europeos pueden hacer para combatir a Putin.
¿Cuánto tiempo tardará Europa en sustituir el suministro de petróleo y gas rusos? ¿Un año? ¿Dos? Ese es el mayor desafío al que se enfrenta la UE hoy. La carrera hacia energías verdes se ha visto propulsada por la guerra, pero lleva su tiempo y la escasez de materiales fruto de la pandemia no ayuda. El chantaje constante de Moscú con su suministro de gas, del que Alemania, la principal economía europea, depende en un 45% para su consumo energético, ha disparado las alarmas y revolucionado las prioridades energéticas del continente.
En esa transición, Berlín, en cuyo gobierno están los Verdes, ha aceptado recuperar el uso del carbón y, en un vuelco insospechado de la opinión pública alemana, interrumpir los planes de cierre de las centrales nucleares en 2022 para prolongar su vida. El último dato es que el 82% de los alemanes apoya la medida. Y el primer ministro socialdemócrata Olaf Scholz ya ha anunciado su intención de revisar el calendario de los cierres de las centrales nucleares para ampliar las fuentes de suministro energético. España, cuya dependencia energética del exterior es del 68%, sigue con su plan de desmantelamiento de sus infraestructuras nucleares y se resiste a tomar nota. ¿Hasta cuándo mantendrá esa inconsistencia en estos tiempos de necesidad?
«Quizás venga bien recordar cuánto se ha beneficiado España de la solidaridad de los países del Norte y Centro Europa más expuestos hoy a la crisis energética, como Alemania»
Para quien no entienda por qué España, que goza de una mayor independencia del suministro de combustible ruso, tiene ahora que sacrificarse, quizás le venga bien recordar cuánto se ha beneficiado España de la solidaridad de los países del Norte y Centro Europa más expuestos hoy a la crisis energética, como Alemania. Ya sea a través de los fondos de reconstrucción NextGen asignados a España para superar los efectos de la pandemia (140.000 millones de euros, la mitad a fondo perdido). O de los fondos estructurales y de cohesión que desde la integración española en la Comunidad Europea en 1986 han servido para financiar nuestro desarrollo con un importe que ha oscilado entre el 0,8% y el 1,6% del PIB anual. El austericidio fue el gran error cometido en la Gran Recesión de 2008-13 que en esta última crisis los países acreedores han querido enmendar. Reconozcámoslo. Y, sobre todo, si Alemania entra en una prolongada recesión, ¿cómo se verán afectadas nuestras perspectivas de crecimiento? Perdemos todos.
Al escéptico puede que también le ayude conocer cuáles son las voces partidarias de que Ucrania ceda ante Moscú para atajar el coste económico de la guerra. Personajes poco amigos de las democracias liberales como Donald Trump, Marine Le Pen o, en España, el sagaz Pablo Echenique, a los que se han unido los populistas de la extrema derecha que hoy son alternativa de Gobierno en Italia tras forzar la dimisión de Mario Draghi. Una dimisión que no se descarta haya podido ser orquestada por Moscú con la colaboración de un Berlusconi impenitente y afín a Putin. Que los líderes más anti-atlantistas y euroescépticos se pongan de acuerdo debe ser razón suficiente para resistir.
El racionamiento energético es una apuesta impopular pero necesaria para la supervivencia de nuestras sociedades abiertas en este nuevo y confuso orden mundial que se abre paso tras el desafío planteado por Rusia al invadir Ucrania. De la respuesta de Occidente depende todo, incluido el pulso que mantiene China con Taiwan, tensionado esta semana a raíz de la visita Nancy Pelosi, presidenta de la Cámara de Representantes estadounidense, al país cuya soberanía e independencia Pekín no reconoce. Si no hay unión en Occidente y, en nuestro caso, en Europa, estamos perdidos. Porque eso es exactamente a lo que Putin aspira; a dividirnos. A provocar con la escasez energética tal descontento social que los gobiernos europeos fuercen a Ucrania a claudicar. Pero también maneja otro frente para conseguir esa rendición: el hambre a la que va a condenar a una gran parte de los países de Oriente Medio, Asia y África con la ausencia de grano para producir harina, su alimento básico. El malestar social fruto de esa privación incrementará la presión migratoria. Es otra de sus siniestras armas de guerra. La mayor después de la muerte y el sufrimiento que está infligiendo en el pueblo ucraniano. Europa no puede ni debe ceder.