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Pablo de Lora

Chile en su laberinto

«Quienes creen en una nación de ciudadanos libres e iguales recelan ante la controvertida Constitución que será votada en referéndum el 4 de septiembre»

Opinión
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Chile en su laberinto

El presidente chileno, Gabriel Boric. | Reuters.

El próximo 4 de septiembre la ciudadanía chilena tiene ante sí una fenomenal papeleta política: aprobar o rechazar el proyecto de Constitución que culmina un proceso constituyente iniciado en 2020 como manera de
resolver la violenta contestación social que hubo en el país a finales del 2019 – más de 30 muertos tras la mecha que prendió, nunca mejor dicho, en las estaciones de metro de Santiago- y de colmar anhelos ciertos en muchos
sectores sociales de superar los «candados» constitucionales que impuso el régimen pinochetista con la Constitución de 1980, cerrojos que habrían impedido la construcción de un auténtico Estado social en Chile.

En España hemos tenido noticia eventual del desarrollo de las sesiones de la Asamblea que culminaron el pasado mes de julio, más por las excentricidades, algunas grotescas, que por las cuestiones sustantivas que han ocupado el debate. Sin duda ha habido ocasión de comprobar que la demanda de pintoresquismo populista es bastante elástica – se han defendido posiciones políticas cantando con una guitarra desde la tribuna y no han faltado los que han acudido a la Convención disfrazados de Picachu y de dinosaurio.

A día de hoy las expectativas del «apruebo» no son halagüeñas de acuerdo con las últimas encuestas. Hasta el punto de que los partidarios de la aprobación del texto han hecho campaña bajo la promesa de que, de ser aprobada la Constitución, será inmediatamente reformada en aquellos aspectos que están alimentando la opción por el «rechazo». Se trata de una reveladora paradoja, una inaudita novedad en el constitucionalismo comparado, hasta donde mis noticias llegan. Algo así como: «Mi amor, cásate conmigo y así cambiaré esos rasgos de mi carácter que repudias». De hecho en la eficaz propaganda del «rechazo» que circula por las redes se dice: «Voy a rechazar porque será el triunfo del amor». Como ha destacado el fino analista John Müller, magnífico conocedor de la realidad política chilena, es, paradójicamente, el triunfo del «rechazo» lo que hará mucho más sencillo cambiar la denostada Constitución pinochetista de 1980 (Un minuto para pensar, Pauta, 16 de agosto de 2022).  

Pero, más allá de la propaganda, ¿qué hay de rechazable en este proyecto de Constitución?

«Un prolijo texto constitucional de 388 artículos y 57 disposiciones transitorias»

Por supuesto, una vez más, el plebiscito constitucional chileno del 4 de septiembre demostrará cómo las carga el diablo de la democracia directa. Y es que muchos de los que rechacen o aprueben lo harán como forma de censurar o celebrar el modo en el que se ha conducido el proceso mismo o de castigar o premiar al presidente Boric y su Gobierno. Buena parte de los que voten, como en tantos otros referéndums en tantos lugares y momentos históricos, no habrán tenido noticia cabal de un prolijo texto constitucional – 388 artículos y 57 disposiciones transitorias- , un exceso reglamentista más del mal llamado «nuevo constitucionalismo latinoamericano». Otros votarán por compensación entre irritaciones y entusiasmos por algunas de las incorporaciones al texto constitucional, un proyecto que, como viene señalando el constitucionalista argentino Roberto Gargarella a propósito de otras constituciones semejantes, ha operado por «acumulación», una amalgama de principios, derechos, valores o instituciones, lo cual no hace fácil la adhesión robusta.   

A ojos de este humilde analista no son pocas las previsiones constitucionales problemáticas. Espigando con algún detenimiento en el texto uno se encuentra con contradicciones (los «disidentes de género» no pueden ser discriminados, pero la Constitución establece cuotas y paridad en favor de «las mujeres» por doquier), redundancias en la proclamación de principios, valores y derechos (el catálogo es exuberante como manda la ya tradición e incluye a la «naturaleza» entre los sujetos de derechos) y declaraciones perfectamente banales. ¿Creen ustedes necesario indicar en una Constitución que «Las personas y los pueblos son interdependientes con la naturaleza y forman con ella un conjunto inseparable…» como hace el artículo 8? Y no faltan los guiños lingüísticos a la parroquia de la izquierda hegemónica en la eucaristía de la corrección política: entre otros botones de muestra, hay derechos sexuales y reproductivos de mujeres y «personas gestantes» (artículo 30.3) y «El Estado chileno reconoce la neurodiversidad y garantiza a las personas neurodivergentes su derecho a una vida autónoma, a desarrollar libremente su personalidad e identidad…»”. 

Pero quizá sea el tratamiento de la cuestión «indígena», el reconocimiento constitucional de la identidad y de los agravios a los «pueblos originarios» que hará de Chile un Estado plurinacional, lo que ha levantado más ampollas. «Juan Pérez, antes indio, ahora ciudadano» se leía en los censos que se realizaron en México al rebufo de la Constitución de Cádiz. «Juan Pérez, antes ciudadano chileno ahora aymara» es lo que consagra el proyecto de Constitución, podrían decir hoy algunos partidarios del «rechazo», habida cuenta del peso que se otorga a la cuestión identitaria. Los «Juan Pérez», además, serán miembros del pueblo o nación aymara, mapuche o diaguita mediante «auto-identificación», en una suerte de abrazo queer al indigenismo que no parece de digestión fácil. 

«Los pueblos indígenas deberán ser consultados previamente a la adopción de cualquier medida que les afecte

Los pueblos originarios verán colmada su demanda por disponer de un sistema de justicia propio cuyos detalles están por determinar legislativamente (en lo que hace a la resolución de conflictos entre sistemas, y la identificación de costumbres y estándares indígenas con valor jurídico) aunque tendrán en todo caso a los derechos humanos como barrera infranqueable. Los pueblos y «naciones indígenas preexistentes» – se mencionan 11 de ellos pero se deja abierta  la posibilidad de «reconocer legislativamente otros»– deberán ser consultados previamente a la adopción de cualquier medida administrativa o legislativa que les afecte, y además consentir en aquellas materias o asuntos que les afecten en sus derechos reconocidos en la Constitución. Quienes albergan un compromiso con una nación «liberal», de ciudadanos libres e iguales sin distingos, levantan una ceja con razón. 

Este «nuevo constitucionalismo» chileno, el último eslabón, hasta el momento, del Nuevo Constitucionalismo Latinoamericano rompe aguas bajo la promesa de superar la «trampa pinochetista». Uno de sus más conspicuos constituyentes, el reputado filósofo del Derecho, Fernando Atria, recordaba en su libro La constitución tramposa (2013) lo que al respecto de la Constitución de 1980 afirmaba su redactor, Jaime Guzmán: se trataba de que si llegaban a gobernar los adversarios, se vieran «… constreñidos a seguir una acción no tan distinta a la que uno mismo anhelaría, porque- valga la metáfora- el margen de alternativas que la cancha imponga de hecho a quienes juegan en ella sea lo suficientemente reducido para ser extremadamente difícil lo contrario». 

¿Es suficientemente amplia la cancha de juego que dejará la Constitución chilena a los futuros jugadores caso de aprobarse? Si uno atiende a muchos de sus preceptos así parece, dada su textura abierta. Si observa el detalle de los mecanismos de control judicial de constitucionalidad, con la exigencia de una mayoría reforzada para que la Corte Constitucional pueda declarar la inconstitucionalidad de un precepto legal, hay una loable pretensión de morigerar los mecanismos contramayoritarios típicos del constitucionalismo democrático al uso. 

Pero hay un aspecto, en cambio, en el que no cabe decir lo mismo: el procedimiento de reforma de la Constitución, especialmente cuando se trate de un reemplazo total de la misma, pues se dispone no sólo que la Asamblea Constituyente sea paritaria y cuente con escaños reservados a los pueblos y naciones indígenas, sino que su duración no podrá ser inferior a 18 meses (artículo 387). Aprobar el proyecto de texto constitucional chileno conlleva por tanto negar la posibilidad de que el constituyente futuro, «el pueblo de la posteridad», no necesite tanto tiempo, pero, sobre todo, quiera recuperar la nación de ciudadanos sin apellidos; libres e iguales cualquiera sea su condición étnica. ¿No es demasiada arrogancia constituyente presumir o forzar a que no pueda ser así? 

Es ya tópico comparar el pre-compromiso colectivo que supone una Constitución con la imagen homérica de Ulises y las sirenas (la Constitución ata las manos a la generación futura para evitar que caiga en las tentaciones en las que racionalmente no quiere caer). La Constitución chilena no sólo ataría a Ulises a un mástil mediante la imposición de controles al poder y el otorgamiento de derechos, sino que también le instruiría sobre quién y cómo se atará de nuevo y cuán largas habrán de ser las cuerdas en ese caso.

 No deja de ser paradójico que el proyecto constitucional chileno, en su modo de abordar el poder constituyente futuro y la reforma, sea fiel a Guzmán y así traidor a su original espíritu constituyente.

Pero quizá al pueblo chileno le compense pese a todo. Lo comprobaremos pronto. 

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