THE OBJECTIVE
Pablo de Lora

¿Inmatricular inmigrantes irregulares?

«¿Acaso alguien está dispuesto en serio a blindar las fronteras para que sean inexpugnables, a electrificar la valla de Melilla con voltaje mortal?»

Opinión
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¿Inmatricular inmigrantes irregulares?

Ilustración de Alejandra Svriz

Imaginen por un momento que la Iniciativa Legislativa Popular (ILP) cuya tramitación fue aprobada esta semana en el Congreso no consistiera en la regularización extraordinaria de entre 390.000 y 470.000 personas que residen irregularmente en España, sino en la admisión en España y ulterior concesión de la residencia a entre 390.000 y 470.000 personas que residen en el extranjero. ¿Habría obtenido esta iniciativa la firma de más de 600.000 personas? ¿Habría concitado el aplauso y celebración de los sindicatos mayoritarios, la Iglesia oficial, el Sóviet de Getafe, tertulianos radiofónicos, académicos y opinantes de toda laya, excepción hecha de ustedes-ya-saben-quiénes? Y, technicalities sobre los impedimentos constitucionales de la iniciativa legislativa popular aparte, ¿habría aunado el apoyo de todos los partidos políticos salvo ustedes-ya-saben-cuál?

La forma en la que pensamos y nos pronunciamos públicamente sobre la inmigración, tanto la mayoría de los ciudadanos como nuestros representantes políticos, es radicalmente esquizofrénica y no se me ocurre mejor manera de evidenciarlo que recurrir a lo que en la Comisión de Trabajo, Economía Social, Inclusión, Seguridad Social y Migraciones del pasado 12 de marzo dijo Gonzalo Fanjul, representante de la Fundación porCausa, una de las ONGs que están tras la ILP. Respondiendo a la diputada de Vox, Rocío de Meer, decía Fanjul: «Ustedes –refiriéndose a Vox- dicen determinadas cosas, pero son el Partido Socialista y el Partido Popular quienes las aplican».

En efecto, no es ocioso recordar que de Melilla fueron masivamente devueltos cientos de menores marroquíes por orden del ministro Marlaska con absoluto quebranto de la legislación española, según ha sentenciado el Tribunal Supremo, y que ha sido bajo un Gobierno progresista, sostenible, feminista (y sobre todo resiliente), cuando se produjo la más cruenta evitación del cruce, por parte de cientos de emigrantes, de una frontera española – la de la valla de Melilla- con el resultado de 23 muertos. Una devolución en caliente –quizá también ya en frío, pues alguno de los fallecidos pudieron haberlo sido ya en territorio español- que deja comparativamente en una fiesta de cumpleaños infantil el famoso episodio del uso de pelotas de goma contra los inmigrantes que nadaban para alcanzar la costa ceutí allá por 2014 gobernando Rajoy. Unos cardan la lana y otros se llevan la fama. 

Se refería Fanjul al pacto europeo en materia de migración y asilo, una iniciativa que se ha traducido en la aprobación en el Parlamento Europeo de diez textos legislativos con los que se reforma la política europea en esa materia y que, en opinión de aquél, el Comité Español de Ayuda al Refugiado (CEAR), y otros muchos, supone «cruzar líneas rojas de manera sistemática… impermeabilizar a cualquier costa (sic) las fronteras exteriores de la Unión Europea». Cuando la comisaria europea de Interior, Ylva Johansson, afirma que el dicho pacto supone «quitar argumentos a la extrema derecha», es legítimo pensar que lo hace asumiéndolos. 

Un compromiso básico con ciertos ideales que condensamos en la noción de derechos humanos hace muy difícil, si no imposible, la existencia de fronteras, es decir, de restricciones a la libertad de movimientos de las personas a lo largo y ancho del planeta. Si nos tomamos en serio la universalidad de esos derechos y repudiamos, como debemos, que la circunstancia azarosa de haber nacido en Bamako o en Ámsterdam no puede determinar tan severamente el destino de un ser humano; si aspiramos a hacer cierto el mensaje, bien cristiano por lo demás, de nuestra radical condición igual como seres humanos, va de suyo que debemos aspirar a que las fronteras caigan. 

«¿Qué razones justifican las cortapisas a poder desplazarse y asentarse allí donde uno piensa que su vida será más venturosa?»

Pero esto es, como diría John Rawls, la dimensión ideal de la teoría de la justicia, o, quizá de la doctrina cristiana. ¿Qué hacer cuando pasamos al teatro de la cruda realidad fronteriza? Dada la existencia de un mundo en el que la soberanía está troceada en Estados-nación, ¿qué razones atendibles justifican las cortapisas a poder desplazarse y asentarse allí donde uno piensa que su vida, y la de los suyos, serán más venturosas?

Algunas de las justificaciones son instrumentales, es decir, no son esgrimidas en el beneficio o interés mismo del inmigrante sino del nuestro. También lo hace la ILP y con alta probabilidad dan en la diana: basta con comprobar el envejecimiento en la Unión Europea, el panorama más que sombrío de todas las especificaciones de nuestro Estado de bienestar, singularmente las pensiones futuras. Y ello no significa necesariamente usar la inmigración, la fuerza de trabajo que esos inmigrantes aportan en nuestras sociedades, como pura mercadería, ni que detrás de ese afán se hallen los oscuros poderes económicos. ¿O es que las llamadas a la repoblación de la denominada «España vacía» suponen tratar como «números» a los españoles a los que se invita a seguir los pasos del hípster de Daniel Gascón y mudarse a la sierra del Maestrazgo? ¿Es que acaso el lamento de la baja fertilidad de las españolas y las políticas públicas que se diseñan o proponen para que tengan más hijos son una forma de conejizar a las mujeres?

Dijo la representante de Vox en la Comisión, y días después en el pleno, que no quería que España sea Nigeria o Senegal, que los españoles tenemos derecho a evitar ese grand reemplacement. A muchos sobrecoge ese nacionalismo ramplón que presupone tratar el espacio geográfico y a la población que se asienta en él como si fuera una clase natural de la que cabe predicar un conjunto exhaustivo y distintivo de propiedades, pero, en el fondo, algo muy semejante late tras esas proclamas llorosas frente a la «turistificación» y «gentrificación» de nuestros barrios, esas llamadas a evitar que –estos sí se pueden nombrar por su nacionalidad sin miedo- rusos, chinos o venezolanos reemplacen el presunto pintoresquismo del barrio gótico en Barcelona o de Malasaña en Madrid. Algo de ello hay tras la anunciada retirada de la llamada Golden Visa, que bien puede implicar también el tipo de beneficios económicos para España a los que apelan los promotores de la ILP. Que se lo pregunten a los empleados y proveedores del restaurante Andala, en Marbella, propiedad del estadounidense Jeffrey Merrihue.  

Así que el repudio al «gran reemplazo» o las razones para regularizar basadas en el beneficio económico que brinda la emigración va por barrios, nunca mejor dicho. Así y todo, si uno lo piensa con toda la limpieza de la que sea capaz, dado el statu quo fronterizo, el hecho, difícilmente rebatible, de que no hay Estado, y menos si se es miembro de la Unión Europea, que pueda convertirse en tierra de promisión por sí solo, la emigración tiene que ser «ordenada». El propio Fanjul así lo admitió en la Comisión. Si cuando, subrepticiamente, se quiere decir «mafiosos» al apuntar burdamente a que la provincia de Málaga se está llenando de «rusos»; si cuando torpemente se habla de «ser nigeriano» queriendo decir «yihadista» (la misma y falaz torpeza que implica hablar de «machistas» o «violentos» como propiedad ínsita a todos los hombres), entonces, pero solo entonces, es razonable reclamar del poder público que evite la entrada de esos inmigrantes, y que, dado el caso, lejos de regularizarlos, los expulse.

«¿Y cómo no mantener el derecho universal, innegociable, a acoger a quienes huyen de guerras y tragedias humanitarias?»

Y es igualmente razonable querer convivir con personas que respetan los presupuestos básicos de la democracia constitucional y mantener esos fundamentos sobre los que hay consenso. Y también, claro, estar dispuesto a aceptar que de resultas de esos movimientos y nuevos asentamientos alguno de los rasgos que dibujaron el perfil promedio, incluso muy mayoritario, de los habitantes de esos territorios muten. Si así de no-nacionalistas nos pensamos y de resultas de ello así se lo espetamos a la representante de Aliança Catalana, Sílvia Orriols, cuando alude a la existencia de una «etnia catalana» diferenciada, así debemos recordárnoslo también a nosotros mismos: no necesariamente deja de ser vasco quien ya no habla euskera, y puede que en el futuro la lengua de los españoles sea el chino, o quizá cualquier lengua si el Google translate está siempre, e instantáneamente, disponible. Se puede ser española y mucho española apellidándose De Meer y no así García, el apellido más común de los que viven en Cataluña, o sea, de los catalanes, aunque solo haya cuatro representantes que así se apellidan en todo el Parlamento de Cataluña (Martínez, el segundo más común, no hay ni uno). 

¿Y cómo no mantener el derecho universal, innegociable, a acoger a quienes huyen de guerras y tragedias humanitarias? Ordenadamente, sin duda; sin cargar excesivamente a unos frente a otros con ese deber básico de justicia, cierto y recordando que el derecho a salir del país bajo esas circunstancias implica el deber de algún Estado de acoger, no necesariamente de asentarse en el Estado de preferencia del asilado o refugiado. 

En definitiva: ¿acaso alguien está dispuesto en serio a blindar las fronteras para que sean verdaderamente inexpugnables? Y no, no es que no puedan serlo material o físicamente. Claro que lo pueden ser. ¿Alguien se anima a electrificar la valla de Melilla con voltaje mortal? ¿A disponer en los aeropuertos de aeronaves para la expulsión inmediata de quienes aterrizan sin papeles? ¿A desplazar al Ejército para que dispare contra quien pretenda acercarse sospechosamente a la frontera sur, o a los barcos cargados de inmigrantes ilegales? ¿No sería eso el mucho más efectivo antídoto frente al «efecto llamada»? Si fuera cierto que hay una «invasión de inmigrantes» análoga a las invasiones bárbaras, la lógica y consecuente respuesta es el uso de la fuerza militar. Dígase. 

En esta misma semana ha hecho fortuna un recordatorio muy pedagógico del procedimiento de inmatriculación de bienes inmuebles en el Registro de la Propiedad. Se hacía en respuesta a la nueva acometida contra el supuesto expolio que estaría cometiendo la Iglesia Católica con los lugares de culto, por ejemplo la mezquita de Córdoba, que es evidente –decía el diputado comunista Enrique Santiago- no la construyó la Iglesia Católica, y, por tanto, mediante su inmatriculación se la ha apropiado ilegítimamente. Y se recordaba cómo ese procedimiento de inscribir en el Registro el bien que viene siendo pacíficamente usado y poseído desde tiempos pretéritos, aunque no haya título de transmisión, es un expediente bien sensato.

«No se puede pretender expulsar del territorio a medio millón de personas»

El tiempo y el pacífico goce de lo que venimos poseyendo sin contestación o disputa conocida, puede hacernos propietarios legítimos –por usucapión o prescripción adquisitiva, que dicen los civilistas y romanistas-. Por razones que no pueden escapar a nadie que lo piense, no hay otra manera de «regularizar» bienes inmuebles que en algún momento histórico remoto, alguien, por primera vez y sin «título previamente inscrito», empezó a ocupar y usar como propio. Conviene recordar que el Registro de la Propiedad es de 1861. ¿Se imaginan que ahora tuviéramos que deshacer el tracto de la propiedad de la Catedral de Córdoba? ¿Hasta dónde nos remontamos? ¿Acaso no es evidente que allí donde se construyó la mezquita de Córdoba hubo antes algo usado construido por alguien? ¿Quizá un edificio cristiano? ¿Y antes?

Así pues la inmatriculación, sea en beneficio de la Iglesia Católica o de cualquiera, es el expediente sabio y pragmático –no automático y descontrolado, por supuesto- para resolver una situación de hecho que no cabe razonablemente desanudar de otra forma. «Inmatrículense», por tanto, los residentes irregulares -salvando la obvia distancia de que hablamos de seres humanos y no así de inmuebles-, si es que no se puede pretender expulsar del territorio a medio millón de personas, la inmensa mayoría de las cuales vienen gozando de un uso pacífico, productivo y bien integrado, del suelo que les ha dado asiento seguro. Aunque, de momento, no haya sido el asiento registral.

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