THE OBJECTIVE
Pablo de Lora

Dani Alves y el precio de la libertad

«¿Existe la más mínima posibilidad hoy en España de que los políticos puedan discutir sobre las instituciones y sus reglas con algún afán de imparcialidad?»

Opinión
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Dani Alves y el precio de la libertad

El futbolista Dani Alves ante el juez

En alguna ocasión escuché o leí la historia del patricio romano que, sabedor de que abofetear a otro llevaba aparejada la multa de 30 sestercios, se paseaba por el foro, acompañado de su esclavo que portaba una bolsa con una buena cantidad de sestercios con los que pagaba por cada bofetada que se le ocurría propinar a quien se cruzara con él. Los juristas acostumbran a utilizar el cuento para ilustrar la diferencia moral que hay entre el «precio» o la «tasa» y el «castigo», aunque sea en forma de multa pecuniaria: en puridad, las consecuencias dinerarias que tiene la comisión de una infracción de tráfico tienen el propósito de que se respeten los límites de velocidad, y quienes tienen capacidad económica no pagan un precio por conducir rápido cuando satisfacen las multas que les son impuestas. O tal vez sí, como diría más de un economista: en la escuela infantil donde se les ocurrió instalar un sistema de multas a los padres que llegaban tarde a la recogida de sus hijos, pronto descubrieron que aumentaba el número de los que llegaban tarde. La razón era que habían pensado esa multa como el precio a pagar para que los empleados de la escuela prolongaran su jornada. 

Me he acordado de la historia del patricio y de la guardería a propósito de la atenuación de la condena por agresión sexual de Dani Alves por haber consignado una cantidad de dinero con la que reparar a la víctima –en aplicación del artículo 21.5 del Código Penal-, y, posteriormente, por la concesión de la libertad provisional en su favor, en aplicación de la legislación procesal vigente, a la espera de que se resuelva definitivamente su recurso imponiendo la medida de depositar una fianza de un millón de euros –fijada en función de su capacidad económica-, prohibirle salir de España, serle retirados los dos pasaportes y obligarle a comparecer semanalmente ante la Audiencia de Barcelona. 

Ya pueden intuir la síntesis populista: el dinero compra la felicidad, la libertad y también la agresión sexual, o al menos, la atempera enormemente. No exagero: «Los hombres poderosos pueden comprar su libertad. Éste es un peligroso mensaje de desprotección para todas las mujeres. Necesitamos que la justicia sea feminista e igual para todos», ha dicho Irene Montero en la red X. En esa misma red, el partido político Sumar afirma: «Dani Alves puede esperar en su casa a la sentencia definitiva de una violación porque tiene un millón de euros. La justicia es patriarcal y clasista. Ya basta». Hay bastantes más en parecido sentido. 

¿Existe la más mínima posibilidad hoy en España de que, incluso a la luz de los casos mediáticos, los representantes de los partidos políticos o quienes de algún modo ejercen de voces autorizadas puedan discutir sobre principios, las instituciones y sus reglas con algún afán de generalidad e imparcialidad, y, sí, justicia?

Que una persona con mayor capacidad económica pueda consignar una mayor cantidad de dinero para así atenuar su pena sin que necesite evidenciar arrepentimiento, puede sin duda introducir una desigualdad lacerante entre los procesados que están a la espera de juicio oral, como ha destacado prudentemente Gregorio María Callejo. ¿Qué hacemos entonces? ¿Exigimos algo más? ¿El qué? El Pacto de Estado contra la Violencia de Género –también firmado por el PP, aunque la actual ministra de Igualdad considere que se trata de un partido negacionista del machismo y por tanto cómplice de la violencia de género- aboga por la supresión de la atenuante de reparación del daño en los casos de violencia de género. ¿Debemos entonces ampliar esa medida a la violencia sexual? ¿Sólo cuando la víctima es mujer y el autor un varón? ¿Por qué? ¿Y por qué no a todos los delitos? ¿Es que acaso la «perspectiva de género» consiste, en definitiva, en la consolidación de esa desigualdad entre víctimas? Dígase sin ambages.

«¿Bajo qué condiciones es aceptable que un condenado pueda no seguir en prisión a la espera de la resolución de su recurso?»

Cabría ciertamente fijar un baremo objetivo como el de la indemnización por accidentes de trabajo o circulación, quizá ajustado a la capacidad económica del procesado, pero entonces, ¿cómo evitaríamos la impresión general, no solo para el caso Alves, de que los individuos, todos, pueden comprar rebajas de condena? ¿Podrían suscribir una póliza de seguro de «atenuación de pena»? O podríamos, quizá, exigir contrición católica. ¿De rodillas en una plaza pública? No es fácil tampoco universalizar semejante propuesta a pocos días de que Puigdemont vuelva de rositas tras haberse ido de rositas. 

Y hablando de rositas, y excepción hecha de nuestros patricios romanos (verbigracia: quienes se dan a la fuga tras la comisión de gravísimos delitos y luego pueden regresar amnistiados toda vez que cuentan con el número de escaños que permite que un individuo de nombre Pedro Sánchez pueda ser investido presidente del Gobierno): ¿bajo qué condiciones es aceptable que un condenado a la pena X pueda no seguir en prisión a la espera de la resolución de su recurso? Puesto que parece que el depósito de una fianza más la retirada del pasaporte puede minimizar extraordinariamente el riesgo de fuga, esas medidas se antojan razonables.

Pero, de nuevo, imaginen ahora que el legislador hubiera establecido con carácter general una suerte de baremación fija como caución por la probable fuga, un tanto alzado que no depende de la capacidad de pago. Imaginen que la fianza fuera la misma para la poderosa mujer empresaria que ha incurrido en un gravísimo delito económico que ha causado enormes perjuicios a miles de familias, que para ese pobre ladrón de bicicletas del clásico de Vittorio de Sica. Sería injusto y, sí, clasista, profundamente desigualitario. Bajo esa consideración, el millón de euros a Alves parece una medida justa por proporcionada. ¿O es que acaso de lo que se trata es de instaurar una «justicia revolucionaria» de acuerdo con la cual a partir de cierta capacidad económica no se deben conceder medidas como la libertad provisional? Dígase ya sin circunloquios y propóngase el umbral. 

¿Y qué hacemos, finalmente, si resultase que los condenados, los Alves, sus porqueros o sus porqueras, que han pasado un buen tiempo, años incluso, en prisión provisional a la espera de juicio y de una condena firme, son finalmente absueltos? No hay Estado, por garantista que sea o buena dotación de recursos para la administración de justicia disponga, que pueda prescindir de una medida que es, en el fondo, odiosa: privar a alguien de su libertad sin que todavía se haya demostrado su culpabilidad. Pero hay buenas razones, prudenciales, para hacerlo: el riesgo de fuga, la destrucción de pruebas, entre otras.

«Los derechos de libertad no son gratis, como nada en la vida» 

En una sociedad política bien ordenada –la española ha dejado de serlo- podemos dar buenas razones a cualquiera que no sea obtuso de la pertinencia de disponer de dicha institución. Y ello quiere decir que el ciudadano mismo tendrá que aceptar ingresar eventualmente en una prisión con carácter preventivo. Lo que cualquier ciudadano razonable exigirá entonces es que la administración de justicia tenga medios suficientes para que los plazos de prisión provisional se reduzcan al mínimo, y que, además, haya una compensación en caso de error, o si finalmente se revelase que no debió ingresar en prisión en primer lugar.

Verse privado de libertad puede ser tan irreparable económicamente como sufrir un ataque a la libertad sexual o cualesquiera otros bienes, pero en todos los casos, menos da una piedra. Y ese que podemos llamar «precio de la seguridad» –recursos para que la policía y los jueces puedan investigar fácilmente y juzgar ágilmente y para compensar el sacrificio de los privados de libertad- deberá ser socializado, es decir, sufragado por todos vía impuestos, mediante un sistema de recaudación que tenga también en cuenta la capacidad económica de cada cual. Los derechos de libertad no son gratis, como nada en la vida. 

Hubo un tiempo en el que las anteriores consideraciones estaban presididas por el principio del favor libertatis, por la sospecha y recelo frente al punitivismo, una bandera característicamente enarbolada por la izquierda. Pero cada vez más me parece que ese es el mundo de ayer. Y que la dizque izquierda, sumida en el carro de la justicia dizque feminista, o que abraza una perspectiva particular, identitaria o desnudamente ad hoc por el puro afán de mantener el poder, es hoy una izquierda reaccionaria y regresiva. Y los caracterizados representantes de la derecha cuando claman porque los «violadores están saliendo a la calle» por las rebajas de condena también. ¿O es que acaso no debieran salir nunca? Dígase sin rodeos. 

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