Rushdie en Euskadi
«Salman Rushdie y los transterrados vascos se parecen: ambos fueron víctimas del acoso de Jomeini y ETA a las libertades individuales básicas y al pluralismo»
Los exiliados son a menudo sombras de fracasos colectivos. Resultan con frecuencia de violencias ejercidas desde posiciones de poder, coacciones físicas y morales que, por acción y omisión, gozaron de aquiescencia social. En las escasísimas ocasiones en que ocurren en contexto democrático, los exilios señalan también las dificultades del Estado para ejercer sus funciones de soberanía, en particular las de justicia y seguridad. Es decir, muchos tienen que fallar para que algunos se vean forzados a desterrarse.
De hecho, transterrados será la palabra más apropiada para estos casos, ya que implica la coacción por motivos políticos. Es el término elegido por Antonio Rivera Blanco y Eduardo Mateo Santamaría para titular uno de los primeros trabajos de investigación sobre la expulsión de individuos del País Vasco a raíz de las diferentes formas de violencia ejercidas por ETA y sus epígonos. En querella interpuesta recientemente ante la Audiencia Nacional, la asociación Dignidad y Justicia sitúa el número de vascos obligados a huir entre los 60.000 y 200.000. Son cifras discutibles, ya que es imposible apurarlas con rigor, aunque el orden de magnitud de la realidad no andará lejos.
Hablamos de víctimas de la llamada violencia de persecución, definida por Gesto por la Paz como la «utilización sistemática de la violencia callejera, el acoso, la amenaza, la agresión u otros medios, incluido el asesinato, para señalar, perseguir, hostigar y aislar a determinadas personas por el hecho de defender públicamente sus planteamientos ideológicos, por su condición de representantes de los ciudadanos o por el libre ejercicio de su profesión».
«Una suerte de fetua nacionalista que se abatió no sobre un individuo, sino sobre un conjunto plural de ciudadanos»
Una suerte de fetua nacionalista que se abatió no sobre un individuo, sino sobre un conjunto plural de ciudadanos compuesto por intelectuales, periodistas, profesores, empresarios y una multitud de gente normal y corriente cuyo proyecto de vida en libertad constituía una forma de blasfemia según los dictámenes del totalitarismo abertzale. El éxito parcial de la perfidia es deudor del entramado de asociaciones, partidos, sindicatos, medios de comunicación y restantes grupos urdidos por ETA a su alrededor. La ocupación efectiva que hicieron del espacio público vasco impregnó la vida cotidiana de coacción.
Más que un epifenómeno o una ocurrencia momentánea, tuvo carácter estratégico, implementado con método y diligencia a lo largo de los años, sobre todo con el inicio de la infame «socialización del sufrimiento»: la ponencia Oldartzen (arremetiendo, en euskera), presentada por Herri Batasuna en 1994, metió en la diana amplios sectores de la sociedad vasca –entendámonos: todos los que no seguían la pauta abertzale–. El objetivo era claro, bien al estilo totalitario: purificar la comunidad nacional, lo que en lenguaje democrático se traduce por fabricar una patria coherente y homogénea, cuyo perímetro se formaría con las doctrinas del nacionalismo radical. Por lo tanto, una nación de sumisos.
El caso Rushdie y el de los transterrados vascos tienen sus especificidades, desde luego las que sobrevienen del contraste entre lo individual y lo colectivo. Sin embargo, se parecen mucho en el ostracismo. Y en las importantes áreas de solapamiento entre las narrativas de ETA y la del ayatolá Ruhollah Jomeini: ambos arremetieron contra un supuesto colonialismo en aras de legitimar mecanismos de acoso; ambos se arrogaron el derecho de hablar en nombre de toda una comunidad, denegando libertades individuales básicas para eliminar toda y cualquier forma de pluralismo real; y ambos se han envuelto en una manta de victimismo y superioridad moral para consustanciar el odio político.
Pero al contrario de lo que sucedió con Rushdie, presente en la agenda mediática desde la proclamación de la fetua, las expulsiones en Euskadi fueron soterradas en silencio. Como bien explican Antonio Rivera Blanco y Eduardo Mateo Santamaría en Transterrados. Dejar Euskadi por el terrorismo (Catarata, 2022), estamos ante un colectivo que nunca ha dado pasos en la dirección de organizarse, desde luego porque muchos de quienes lo integran ni siquiera son conscientes de las múltiples dimensiones de su victimización. Añaden los autores que es igualmente silenciosa porque no responde a una relación causa-efecto, sino que deriva de un ambiente de opresión tan ubicuo que se hizo intangible, facilitando la inversión de la carga probatoria: si han partido es porque así lo han deseado o, peor, porque algo habrán hecho. Se les imputó a las víctimas la responsabilidad por su condición.
«Esta depuración social explica una parte relevante del actual mapa electoral de Euskadi»
Me atrevo a decir que sus efectos son también más profundos y duraderos que la clandestinidad impuesta a Rushdie por la República Islámica de Irán. Y es que la violencia de persecución sirvió para imprimir un cambio estructural en la sociedad. En Euskadi se violaron la autonomía y la libertad individuales en lo más fundamental, forzando el éxodo de los insumisos, para después pervertir los fundamentos de la democracia con llamadas al «derecho a decidir». Como Putin piensa hacer en el sur de Ucrania – e hizo ya en Crimea, Donetsk y Lugansk en 2014 – primero se da forma deseada al cuerpo electoral y luego se ponen las urnas.
Los coordinadores del libro Transterrados clasifican los destierros como «el mayor éxito del terrorismo, tanto en términos de logro como de cantidad de individuos vencidos, apartados de la comunidad al no someterse al proceso de homogenización nacionalista». Esta depuración social ya explica una parte relevante del actual mapa electoral en Euskadi. Las administraciones no han sabido reaccionar, la ley de 2008 del Parlamento Vasco para el reconocimiento y reparación de las víctimas del terrorismo no es aceptada por la izquierda abertzale –sin la cual el ostracismo no tendría el alcance que tuvo–, y los transterrados siguen ausentes de la legislación protectora de las víctimas. Nunca merecieron la atención dispensada por PNV y EH Bildu a la diáspora vasca, símbolo espurio de la ensoñación nacionalista.
ETA ya no existe, es cierto, pero su legado sigue vivo en una cultura de odio que no desapareció, y principalmente en las fronteras demográficas dibujadas por la banda a lo largo de décadas. Aceptar esas fronteras significa darle una victoria electoral póstuma al terrorismo. Además, Rushdie ha podido reivindicar su libertad de expresión, suscitando amplias y merecidas muestras de apoyo, y superó la falta de solidaridad y de compromiso por parte de varios Estados e intelectuales que sufrió en los primeros años de la fetua; sin embargo, los transterrados permanecen como sombras de una ruina moral y política.