THE OBJECTIVE
Carlos Mayoral

Me gusta ver bailar a Sanna Marin

«Me recuerda que es la vida tal y como la conocemos en Occidente, esas mismas risas, esas mismas amistades, lo que está en juego»

Opinión
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Me gusta ver bailar a Sanna Marin

Sanna Marin. | Zuma Press

Me gusta ver bailar a Sanna Marin. Por muchos motivos. Para empezar, me gusta ese contoneo arrítmico, porque yo mismo lo practiqué cuando la noche era un romanticismo fugaz conjugado en subjuntivo, y en la madrugada creíamos que el amor eterno duraba hasta el amanecer. Sanna baila como bailan los inmortales, y como quiera que todos lo fuimos antes de que los gigantes fuesen molinos, es de justicia dejar que los chicos camelen. Ojeo el vídeo y veo que, a su lado, un tipo brinda con la cámara, otra eleva la vista como si el infinito pudiese tocarse. Es la fiesta, es el locus amoenus de una juventud que a todos nos pertenece, que vimos crecer y morir en nuestros brazos como la Virgen a Cristo en La Piedad de Miguel Ángel. Dejen bailar a Sanna porque todos fuimos Sanna.

También me gusta ver bailar a la primera ministra finlandesa porque la humaniza. Nos hace palpar al hombre detrás del traje gris de político. Miro el vídeo y me digo: esa joven es la encargada de taponar el ego del tirano que avanza y, fíjense: es capaz de reír y llorar y bailar y divertirse. Joder, es como nosotros. Porque a nosotros y no a otros nos atañe esto que ocurre. Me gusta ver bailar a Sanna Marin porque me recuerda que es la vida tal y como la conocemos en Occidente, esas mismas risas, esas mismas amistades, lo que está en juego. Dejen bailar a Sanna porque todos somos Sanna y necesitamos seguir siéndolo.

«Ya habrá tiempo de llorar cuando los mismos que ahora protestan desde el salón de su casa vean que las amenazas que se aúllan por televisión ya suenan a pocos metros de casa»

Así que me gusta verla bailar porque con cada gambeteo me deja claro que está tranquila: Finlandia se unirá al Tratado Atlántico, y lejos de achantarse, de encerrarse en el baño, ahí la tienes, unas cuantas copas de vino y tres o cuatro canciones de Bad Bunny. Si el tapón de los países limítrofes se ha basado en la confianza y el miedo, hecha pedazos la primera en Ucrania, ¿qué hacemos con el segundo? Pues eso: deglutan el canguelo en vaso de tubo, con hielo y rodaja de limón, al paso de Shakira, hips don’t lie, control antidrogas para satisfacer a los puritanos y a chapar el garito. Dejen bailar a Sanna, peor será cuando deje de hacerlo.

Por tanto, baila Sanna Marin, porque así baila Occidente, baila la Unión, y por supuesto baila la OTAN, su única garante. Dirán que es una guerra, que nadie gana y nadie pierde. Que se cierne sobre el país de la que se menea con garbo una amenaza nuclear, y que los vecinos no están para verbenas. A mí me gustaría contestar que, en esta guerra, en Ucrania, en Finlandia y más allá, sí hay ganadores y perdedores, apostándose, ni más ni menos, que democracias liberales y Estados de derecho, conceptos que no por imperfectos dejan de ser los mejores, en términos de organización política, que conocemos.

No se hable más, que Sanna siga bailando. Baile, baile. Que ya habrá tiempo de llorar cuando los mismos que ahora protestan desde el salón de su casa, bien ajustadas las pantuflas, bien mullido el sofá, vean que las amenazas que se aúllan por televisión ya suenan a pocos metros de casa. Será entonces cuando haya que confiar en tipos como la muchacha que baila, y esperemos que tengan como mínimo el mismo arrojo que la que con mano de hierro igualmente desoye las amenazas de la potencia vecina. Por mucho que ese hierro se convierta en seda cuando las luces del bar se apaguen, y el humano se haga carne entonces, y la sonrisa de la juventud se dilate hasta que la mañana asome.

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