THE OBJECTIVE
Antonio Elorza

Gorbachov: la reforma imposible

«La estrategia de Gorbachov se había inspirado en la visión mítica de Lenin, como verdadero comunista que en sus últimos escritos había denunciado el fracaso del sistema»

Opinión
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Gorbachov: la reforma imposible

El expresidente de la URSS, Mijaíl Gorbachov. | Sergei Karpukhin (Reuters)

Visité Moscú y Leningrado en la primavera de 1991 con un grupo de profesores, en su mayoría de la Complutense, para discutir con unos colegas soviéticos sobre la cuestión de las nacionalidades en los respectivos países. La perestroika de Gorbachov había tocado fondo con una inflación galopante y graves problemas de abastecimiento. En los gastronom, versión soviética de los supermercados, los estantes ofrecían únicamente hileras interminables de pepinos. La población estaba irritada. Lo comprobé al suscitar involuntariamente un problema en una larga cola para comprar cerveza y sobre todo en un vagón de metro de la actual San Petersburgo, cuando unos cuantos profesores empezamos a hablar de la situación rusa y mencionamos el nombre de Gorbachov, sin quererlo entre sonrisas. La reacción de un grupo en torno a nosotros fue fulminante. El resto de viajeros permaneció en silencio. Nos dimos cuenta de que para muchos rusos Gorbachov se había convertido en un nombre maldito.

Había pocas razones para que los soviéticos, en sus diferentes categorías, vieran con satisfacción el experimento del presidente de la URSS. El fin de la guerra de Afganistán había sido saludado con alegría, pero la degradación de la economía se llevó por delante todo, mientras se sucedían los problemas sin salida. Una cierta libertad de expresión y de iniciativa política había hecho posible la resurrección de las nacionalidades, pero sin que existiera una pócima mágica que impidiese su conversión inmediata en fuente de inestabilidad. Al unísono, las repúblicas bálticas expresaron su voluntad de recuperar la independencia perdida en 1939, con grandes movilizaciones de masas que tropezaron con la represión policial. En el Cáucaso, la crisis ofreció otro aspecto: entre Armenia y Azerbaiyán existía un contencioso secular por un enclave de mayoría armenia en territorio azerí, Nagorno-Karabaj, y el conflicto degeneró en matanzas de residentes armenios en Bakú. Presidido por Gorbachov, el Politburó del PCUS, el partido comunista soviético, se mostró impotente, salvo para constar la barbarie. Entraban en movimiento Georgia y Chechenia. Vale la pena leer un libro poco conocido, la Histoire du pouvoir, de Rudolf G. Pikhoia para apreciar la confusión ante el caos en curso del órgano directivo de la URSS.

Stalin había diseñado un puzzle donde las identidades nacionales eran confirmadas, pero con frecuentes inserciones territoriales de unos grupos nacionales en el territorio de otros -como la Transnistria rusa, en la Moldavia rumana-, para dificultar la proyección política de cada uno, y además el equilibrio estaba entonces garantizado por el monopolio político-administrativo del PCUS. Ahora en repúblicas como Armenia, Georgia o Azerbaiyán, los partidos nacionales rompían la dependencia del centro y asumían un carácter estrictamente nacional. Tal inclinación se extendía a las repúblicas asiáticas, en un inminente sálvese quien pueda del hundimiento económico de la URSS. Aunque en definitiva fueron las grandes repúblicas, Ucrania y Bielorrusia, más moderadas antes, con el respaldo de la Federación Rusa presidida por Yeltsin quienes protagonizaron finalmente en diciembre de 1991, la implosión de la Unión Soviética.

Tampoco el PCUS sometido a las reformas, tenía mucho que celebrar. La estrategia de Gorbachov se había inspirado en la visión mítica de Lenin, como verdadero comunista que en sus últimos escritos había denunciado el fracaso del sistema, atacó en su testamento abiertamente a Stalin, y sobre todo había conseguido la supervivencia de la Revolución mediante la rectificación de la NEP, la nueva política económica. Es la imagen del verdadero y del falso comunismo que todavía preside los muros de una supuesta Praga en la película de Costa-Gavras y Jorge Semprún, La confesión, mostrando la falsificación del invasor Brezhnev a la luz del santo fundador: «Lenin, perdónalos, que no saben lo que hacen». Lo que no se sabía entonces, con los archivos aún cerrados, y que Richard Pipes analizó muy bien, es que desde noviembre de 1917 a su enfermedad final, Lenin impulsó una represión brutal de todo lo que encarnaba el Antiguo Régimen, frente a las clases contrarrevolucionarias, mencheviques incluidos. La única excepción: Lenin respetó a los disconformes en el PCUS, Stalin los exterminó.

«Unos cuantos profesores empezamos a hablar de la situación rusa y mencionamos el nombre de Gorbachov, sin quererlo entre sonrisas. La reacción de un grupo en torno a nosotros fue fulminante. El resto de viajeros permaneció en silencio. Nos dimos cuenta de que para muchos rusos Gorbachov se había convertido en un nombre maldito»

Cuando Gorbachov llega al poder, la represión al viejo estilo de Stalin, había vuelto bajo el liderazgo de Andropov. Duró poco, por su muerte, pero el tiempo de Andropov en el poder probó que la estructura formal y mental del partido no había cambiado. De ahí que el intento reformador de Gorbachov tuviese como blancos las normas esclerotizadas que regían el funcionamiento del Partido, y con él inevitablemente del Estado. Se trataba de eliminar un legado del zarismo todavía presente tras la Revolución, según Lenin. ¿Instrumentos? la glasnost, la transparencia frente a la opacidad burocrática, cuya rigidez solo quien visitara la URSS podía percibir, y la perestroika, el cambio general del sistema. Siempre esta en la expectativa de Gorbachov una transformación sin destrucción, del tipo «que todo cambie, pero que la esencia del sistema permanezca».

El problema residía en que la democratización formaba parte de ese cambio, y que las jerarquías del PCUS, aún abiertas en principio a reformas, no estaban dispuestas a ceder fácilmente a un traspaso de poderes a contestatarios como Yeltsin, y menos a otras fuerzas políticas. Respondía a esta actitud el propio vicepresidente bajo Gorbachov, Genadio Yanáyev, quien le sustituyó durante los tres días del golpe de Estado de agosto de 1991. El pretexto para el golpe fue evitar la firma de un nuevo Tratado de la Unión que convertía a la URSS en una confederación de repúblicas unidas para la relaciones exteriores y el ejército. Gorbachov vaciló aquí, ya que la nueva estructura contradecía el sí dado en marzo en un referéndum a la conservación de la URSS, y vaciló de nuevo al no unirse a los golpistas, aunque su tibio rechazo fue inmediatamente superado por la denuncia de Yeltsin, y su prohibición del Partido Comunista. La Federación Rusa era ya el verdadero centro de poder y Gorbachov una reliquia hasta que el 25 de diciembre de 1991 anunció en un discurso televisado, en calidad de último presidente, que la URSS había dejado de existir.

A partir del siglo XVIII, la historia de Rusia había seguido una trayectoria sometida a la oscilación pendular entre el occidentalismO que profesaron Lenin y Gorbachov y el ex oriente lux de Stalin y de Putin. El fracaso interior de Gorbachov fue total, aunque dejó en política exterior el magnífico legado de su proyecto de una Casa Europa, desde el Atlántico a los Urales, también de la puesta en marcha de un desarme que alejó entonces la pesadilla de una guerra nuclear y de la exigencia para Rusia de una plena integración en un marco cultural y económico europeo. Solo así podría alcanzar una auténtica modernización, liberada de una vez por todas del fantasma de Iván el Terrible, de las pesadillas de Stalin y de Putin.

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