A favor de las opiniones tristes
«No puedo encontrar ninguna ventaja a restringir la libertad de expresión ni a justificar que se haga, ni en nombre de las más justa de las causas»
Nos hemos acostumbrado los lectores de prensa a que la sección de cartas al director se llene de textos complacientes que nos hagan sentir buenísimas personas mientras nos tomamos el café: una señora mayor que extraña a sus nietos (ya podían ir a verla esos desalmados leche tibia por favor), un viudo que llora y nadie le ha preguntado qué le pasa (oh inhumanos dos de azúcar gracias), uno convencido de que necesitamos más cariño (paz amor buen rollo otra magdalena). Las cartas al director son hoy en día el Instagram en texto de los cursis con lecturas. No es de extrañar que, de publicarse una carta en la que un señor, con su nombre y sus apellidos, expresa unas ideas que repugnan a una dama con croissant y suscripción al ABC, se arme la de las Navas de Tolosa. Si las ideas expuestas ofenden o desagradan a una mayoría (o a una minoría muy ruidosa), ya arden las redes, que diría Soto Ivars.
La carta en sí no es lo importante y no es necesario haberla leído para seguir el hilo de esta historia. No vengo a la tecla a hablar de ella, ni a defenderla ni a denostarla. Que yo no estoy aquí para hacer amigos ni para caerle bien a nadie, mucho menos para demostrar o exhibir probidad. No quiero, pues, ni andarme con vayapordelantismos ni poner el foco en la opinión, personal e íntima, de una persona en concreto y reflexionar desde ese marco. Me parece más acertado hablar de ello si cada uno piensa en el contenido de esa carta como el más irritante y desagradable que pueda imaginar. Aquel que comprometa y enfrente sus más firmes convicciones. ¿Debe ser publicada una carta así, con esas características, en un medio? Pues lo decidirá el propio medio basándose en los criterios habituales para tal fin. No todas las cartas enviadas se publican y no es así por los más diversos motivos. No se trata de censura sino de selección. Pero una vez publicada la carta, ya sea por error o por elección, es lógico que provoque ciertas reacciones en el público. Y es muy lícito manifestarlas en voz alta, incluso las más discrepantes y desabridas. La crítica es legítima y, el disenso, aceptable. Más preocupante es que la crítica se dirija hacia el medio en lugar de a la idea, dando por sentado que el hecho de publicarla implica que se comparte, o que se exija expresamente silenciar ciertas manifestaciones. Ese abogar por una censura que calla al que disiente, por muy bienintencionada que sea, me parece mucho más perversa y preocupante que la opinión de una sola persona, siendo esa opinión la más repugnante que se me pueda ocurrir.
Legitimar hoy que la libertad de expresión no debe existir para las malas ideas implica emitir un juicio moral subjetivo, abriendo la puerta a que mañana sean otros los que puedan hacer lo mismo con nuestras ideas, juzgándolas como malas y censurables, por idénticos motivos y la misma potestad. Por esa egoísta razón creo que es tan necesario defender en estos momentos la libertad de expresión. Porque quiero que exista para mí y para ello es imprescindible que exista para los demás. No solo para los que me gusta escuchar y con los que comparto ideas, también y sobre todo para los que piensan diferente. Para los que creo que se equivocan, para los que me parecen perversos, o desinformados, o estúpidos, o fabuladores, o maleducados. Ya decidiré yo luego si quiero prestarles atención, que su libertad de expresión no implica obligatoriedad de escucha activa por mi parte.
«Defender el derecho a expresar ideas perniciosas no significa defender esas ideas ni estar de acuerdo con ellas»
Por eso me parece tan alarmante que el director de un periódico se disculpe por la publicación de la carta de un lector apelando a los límites de la libertad de expresión, porque no es otra cosa que admitir que en ese medio no tienen cabida las ideas que se salen de lo dictado por un juicio moral subjetivísimo (que puede ser acertado pero también equivocado). Considerar que el hecho de que algunas ideas nocivas puedan ser expresadas en voz alta es un fallo de un derecho fundamental es no haber entendido que precisamente las ideas más polémicas son las que necesitan protección. Las amables y conciliadoras no corren peligro. Defender el derecho a expresar ideas perniciosas no significa defender esas ideas ni estar de acuerdo con ellas.
No puedo encontrar ninguna ventaja a restringir la libertad de expresión ni a justificar que se haga, ni en nombre de las más justa de las causas. Más allá del discurso performativo violento, de la llamada directa a infligir un daño a alguien, no se me ocurre un solo caso en el que no deba uno ser libre de expresarse. Porque no se me ocurre tampoco mejor método para avanzar en el conocimiento o resolver conflictos que confrontar argumentos, ni mejor modo de combatir a las malas ideas que con ideas mejores. Ni manera más eficaz de minar los principios de una democracia que convencernos a nosotros mismos de que es positivo y necesario limitar nuestra propia libertad de expresión.