THE OBJECTIVE
Andreu Jaume

La cámara en el matadero

«Una humanidad exclusivamente biológica puede devenir al final superflua, exterminable, en virtud de un reconocimiento a lo animal que oculta una cesión»

Opinión
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La cámara en el matadero

Austin Santaniello (Unsplash)

La reciente aprobación del decreto que obliga a instalar cámaras en los mataderos para vigilar el comportamiento de los ganaderos en los procesos de la industria cárnica invita a formularse de nuevo la pregunta sobre la relación entre el hombre y el animal, cuyos supuestos hace mucho tiempo que se han puesto en duda. Como casi todo en nuestros días, el debate está sujeto a pasiones y a arrebatos de fervor religioso, en uno y otro extremo, que a menudo impiden discurrir sobre el asunto con un mínimo de templanza y lucidez. Del lado de los que han intentado cambiar el paradigma y convencernos de que la excepción humana ha terminado, ha habido reflexiones serias y hondas, como por ejemplo la de J. M. Coetzee a través de su personaje Elizabeth Costello, una vieja escritora cascarrabias, vegetariana, feminista y animalista que en todas las ficciones en las que aparece se enfrenta con osadía y propiedad a la tradición literaria y filosófica de Occidente.

Para crear a Costello, Coetzee se basó, de forma muy libre, en Mary Midgley, una filósofa británica que murió centenaria hace poco, compañera en la universidad de Iris Murdoch y autora de un ensayo pionero en la materia, Beast and Man. The Roots of Human Nature (1978). Hay que notar, de todos modos, que tanto Midgley como Costello reivindican la importancia de las humanidades como herramienta para revertir el paradigma. Midgley se doctoró en clásicas en Oxford. Su discurso, aunque crítico con el privilegio de la máquina antropológica, no se compadece en absoluto con el infantilismo preadánico que anima muchas veces la actual militancia animalista. Ya dijo Ferlosio que Walt Disney había sido el gran corruptor de menores.

«Puesto que el hombre es la única criatura capaz de reconocer lo existente como tal, diferenciándose con ello de la bestia, también él es el único que puede proteger esa misma existencia»

Midgley y Coetzee coinciden, por ejemplo, en reprochar a Hannah Arendt que sitúe al hombre por encima de los animales por su actividad política basada en la palabra y la acción, olvidando todo lo que nos une biológicamente a ellos. A mediados del siglo XX, en plena Segunda Guerra Mundial, Martin Heidegger dictó un seminario sobre Parménides en el que aprovechó para discutir con Rilke acerca del concepto de «lo abierto» (das Offene). En su prodigiosa e inagotable octava elegía, el poeta afirmaba que los animales, a diferencia de los hombres, ven lo abierto, puesto que nuestros ojos «están como invertidos, dispuestos / como trampas en torno a su libre salida.

La bestia, en cambio, lleva «su final atrás / y ante sí a Dios y cuando anda, va / por la eternidad como las fuentes». Heidegger no soporta que Rilke conceda el privilegio de lo abierto a los animales. Para el filósofo, el hombre es la única criatura consciente del ser que se manifiesta en todo lo existente y por tanto sólo él puede erigirse en custodio de esa apertura: «Una piedra (al igual que un avión) no puede nunca elevarse jubilosa hacia el sol y moverse como la alondra y, sin embargo, tampoco la alondra ve lo abierto». Al disparar contra la alondra, Heidegger destierra al símbolo poético por antonomasia del reino de la verdad y condena a Rilke al ámbito del biologismo. 

« Una humanidad exclusivamente biológica puede devenir al final superflua, exterminable»

Heidegger fue el último filósofo en reivindicar el privilegio de la máquina antropológica, pero curiosamente su concepción del hombre como «pastor del ser»–opuesta a la idea del hombre como señor de lo ente, es decir, como amo de la naturaleza–le llevó a formular la necesidad, derivada de esa excepción, de «dejar ser» (Gelassenheit). Puesto que el hombre es la única criatura capaz de reconocer lo existente como tal, diferenciándose con ello de la bestia, también él es el único que puede proteger esa misma existencia. Su discurso radical le llevó incluso a decir, en plena posguerra, que la Shoah era una consecuencia del abandono del hombre al dominio técnico de la industria, una afirmación que fue muy controvertida y que puede resultar repugnante pero que coincide exactamente con las convicciones más radicales encarnadas por Elizabeth Costello, que por otra parte polemiza en alguna de sus conferencias con la concepción de Heidegger de lo abierto.

Uno y otro extremo, como se ve, terminan por confluir porque sencillamente no podemos salir de lo humano. Como observó Heidegger a propósito de Nietzsche: «Si a la interpretación del mundo le es inherente de modo ineludible la humanización, todo intento de deshumanizar esa humanización es estéril, ya que el intento de deshumanización es nuevamente un intento del hombre, o sea, finalmente una humanización elevada a la potencia».

En una entrevista reciente, a propósito de la tauromaquia, el filósofo Víctor Gómez Pin comentaba lo siguiente:

«Creo que en estos momentos a los taurinos nos dan por vencidos. Los fanáticos de cambiar el imperativo moral de la sociedad han cambiado de objetivo, y esto es ya un problema de civilización. En estos momentos, ese imperativo moral kantiano que consistía en que no se puede instrumentalizar al ser de razón, al ser humano, se está convirtiendo en «no instrumentalizarás al ser vivo». […] Si se sustituye este imperativo kantiano pasa una cosa: por un lado está la prohibición de la caza, por otro el que EEUU prohíba el aborto con un argumento muy parecido. Si el imperativo final es la defensa de la vida, no del ser lingüístico que somos nosotros, vamos hacia una modalidad de civilización en la cual la intolerancia va a ser clave».

«Tal vez lo que empiecen a registrar las cámaras en los mataderos sea mucho más inquietante que el posible maltrato animal. O más esperanzador que el alivio de la bestia»

Gómez Pin habla del ser humano como «ser lingüístico», probablemente pensando en el ánthropon lógon éjon de Aristóteles, el hombre dotado de razón y palabra. Hannah Arendt ya advirtió, en la década de 1950, que la progresiva invasión del discurso biológico en el ámbito político –el espacio de la palabra y la acción cuya superioridad pusieron en duda Midgley y Coetzee– entrañaba el peligro de provocar una indiferenciación en la humanidad, que quedaría reducida a su mera labor corporal. Y una humanidad exclusivamente biológica puede devenir al final superflua, exterminable, en virtud de un reconocimiento a lo animal que en realidad oculta una cesión, en el fondo tan condescendiente como el dominio que pretende impugnar.

Debido a esa anulación del privilegio lingüístico, como apunta Gómez Pin, el aborto, los toros, la caza o la eutanasia abandonan su especificidad ética y se diluyen en una preconceptualidad arbitraria de origen irracional y caprichoso. ¿Está la máquina antropológica, como cree Giorgio Agamben, girando en el vacío? ¿Está la humanidad, como aventuró Walter Benjamin, al principio de su evolución como especie después de haber culminado el ánthropos su andadura evolutiva? No lo sabemos, pero con esas preguntas en la cabeza, tal vez lo que empiecen a registrar las cámaras en los mataderos sea mucho más inquietante que el posible maltrato animal. O más esperanzador que el alivio de la bestia. 

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