THE OBJECTIVE
Miguel Ángel Quintana Paz

Qué nos salió mal tras los años 90

«Era bonito ser joven en los años 90. Pero ya no volveremos nunca a serlo; pues ni siquiera los jóvenes de hoy en día pueden disfrutar de aquella hermosa juventud»

Opinión
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Qué nos salió mal tras los años 90

Untitled (Crap) (2007) de David Shrigley.

Era bonito ser joven en la década de los 90. Conviene recordarlo ahora, recién fallecido Mijaíl Gorbachov, el antiguo dirigente soviético que terminaría haciendo anuncios de televisión para Pizza Hut, eso sí, bajo la estricta condición que impuso de no aparecer en ellos ingiriendo pizza alguna: como en su perestroika, Mijaíl prefería incoar cosas cuyos últimos cabos (comer en la pizzería, extinguir la URSS) culminasen los demás.

¿Qué tenía de hermosa la juventud en los 90? En primer lugar, había terminado ya la Guerra Fría, esa con la que nos habían aterrorizado a los niños un poco como ahora se los aterroriza con el cambio climático. Películas, televisión, libros (era la época en que los niños aún leían) nos habían estado advirtiendo de que en cualquier momento podía caernos la bomba atómica. Así que al finalizar aquello todos sentimos un poco como si nos hubiesen quitado un misil de encima. (Muchos años después, al visitar Moscú por vez primera, hube aún de ponerme la canción Wind of change en el mp3, mientras seguía el Moscova hasta el Parque Gorki; los miedos infantiles nunca desaparecen del todo).

Pero había más motivos que hacían oportuno ser joven en los 90. Para comprenderlos, permítaseme señalar una distinción habitual entre los antropólogos, y que divide las sociedades humanas en tres prototipos según tres emociones bien conocidas: miedo, vergüenza y culpa. Pues se podría decir también que en los 90 habíamos abandonado el miedo y la vergüenza, y creímos poder librarnos de toda culpa también. ¿Qué significa esto? Veámoslo paso a paso.

Creo que es fácil captar lo que implica vivir en una sociedad del miedo. Las normas se siguen sobre todo por el temor que inspiran los fuertes castigos que las acompañan. A los líderes se les obedece para evitar las sanciones de mostrárseles reticentes. Cuando hago algo mal, no me siento en especial avergonzado ni culpable, sino tembloroso: las consecuencias que se avecinan merecen tal prevención.

«Las sociedades del miedo habían sido o pequeñas o autoritarias: en los años 90 parecían ya lejanas»

Las sociedades del miedo habían sido o pequeñas o autoritarias: en los años 90 parecían ya lejanas. Fukuyama nos aseguraba que ya solo quedaba la libertad como ideología; habían caído las dictaduras del oeste y este de Europa; nos desplazábamos de un lugar a otro para estudiar inglés, hacer Erasmus o empezar las prácticas laborales. Aquel lema con que el papa Juan Pablo II había iniciado su pontificado, «¡No tengáis miedo!», parecía más cerca de cumplirse que nunca.

Pero también parecían superados los tiempos de una segunda clase de sociedades: aquellas en las que Mead, Benedict o Dodd habían destacado la vergüenza como la emoción que mejor sirve para mantener el orden. Es decir, aquellos pueblos donde lo que más importa es lo que piensen los demás de ti.

Se trata de culturas donde si pierdes el honor, si de algún modo queda mancillada tu honra, si los demás pueden avergonzarte porque has fracasado en cumplir esta o aquella exigencia (ser tan valiente como Aquiles, ser tan casta como Justina mártir, ser tan leal como debiera todo fijodalgo), entonces una mancha casi indeleble cae sobre ti. No será un castigo directo, como en las sociedades del miedo, pero sí algo peor acaso. Pues de una azotaina o un período en prisión se sale. Mas representar una vergüenza pública a menudo durará el resto de tu vida.

Por eso, en las sociedades que mejor representan este tipo (Japón, según Benedict; la Grecia antigua, según Dodds), suicidarte cuando te han pillado culpable de alguna causa de oprobio no resulta infrecuente. Quizá el caso más cómico de estas culturas de la vergüenza sea el del griego Metrocles: aquel al que, según nos cuenta Diógenes Laercio, «asistiendo un día como alumno a clases de filosofía, se le escapó una ventosidad involuntaria. Tanto fue el rubor y pena que de ello le sobrevino, que se cerró en un cuarto con ánimo de dejarse morir de hambre». (La solución que halló el filósofo Crates para disuadirlo de tan exagerado propósito es todo un anticipo de la pedagogía participativa, pues tras intentar sin éxito convencerlo con razonamientos, «soltó él también una ventosidad ante Metrocles, y así lo sacó con los hechos de su resolución»).

Volviendo desde la imaginativa docencia griega del siglo IV a.C. hasta los recientes años 90, resulta patente que ellos también nos estábamos alejando raudos de toda sociedad de la vergüenza; que cada vez avergonzar a otros resultaba más inútil como método para controlarlos. Los tabúes sexuales habían ido desfalleciendo desde Mayo del 68, aminorados por la píldora anticonceptiva; la homosexualidad se borró del listado de enfermedades de la OMS en 1990; la serie de TV Murphy Brown nos mostraba a una orgullosa madre soltera; en la serie Friends, Phoebe se prestaba generosa a la gestación subrogada de tres mellizos para su hermano. Parecía cumplirse el lema que Alaska y Dinarama habían lanzado la década anterior: «La gente me señala, me apuntan con el dedo, susurra a mis espaldas y a mí me importa un bledo». «¿A quién le importa lo que yo haga? ¿A quién le importa lo que yo diga? Yo soy así, y así seguiré, nunca cambiaré».

¿Cuál es el tercer método de control social que restaba, de entre los que los antropólogos nos habían enseñado? Quedaba la culpa, típica de sociedades judeocristianas. Aunque ya en los 90 muchos hablaban también contra ella (y avancemos que ese fue nuestro error, intentar librarnos de toda culpa también), lo cierto es que la culpa tiene evidentes ventajas sobre la sociedad del miedo o de la vergüenza.

Para empezar, la culpa es siempre algo distinto al que la comete: San Agustín, a quien debemos muchas de nuestras ideas sobre ella, se apresuró en una de sus cartas a matizar que esto permitía «odiar el pecado (la culpa), pero no al culpable, el pecador». Por eso la culpa, a diferencia de la vergüenza, nunca te deja entre judeocristianos una mancha indeleble. Cuando soy culpable de algo, siempre puedo pagar por ello; quizá el pago sea incluso algo tan sencillo como pedir perdón, arreglar los daños y comprometerme a no hacerlo nunca más. Mientras que ya vimos que, cuando uno hace algo vergonzoso, cuando uno pierde la honra o el honor o la buena fama, a menudo será para siempre: el plato roto no se puede desromper.

Esto es así por un segundo rasgo importante de las sociedades de la culpa: en ellas, a diferencia de las sociedades de la vergüenza, la clave de la buena acción moral no está en la opinión que consigas ante los demás, en tu fama o el respeto que te atribuyan. La clave en tales sociedades de la culpa está, por el contrario, en un código moral objetivo, independiente de los demás y de mí mismo. Por eso los demás pueden denostarme de modo unánime y, aun así, permanecer yo del todo irreprochable, inocente. En el Antiguo Testamento tenemos la figura de Job, censurado por sus amigos, pero convencido de su pureza (y Dios, al final, le da toda la razón). En el Nuevo Testamento el ejemplo es aún más excelso: Dios mismo, Cristo mismo, es calumniado, juzgado, condenado y ejecutado; pero nada de ello borra un ápice su santidad.

Las sociedades de la culpa resultan, pues, de lo más liberadoras: en última instancia, si haces lo correcto, lo que opinen los demás debe importante tanto como a Alaska y Dinarama. «Yo sé que me critican, me consta que me odian, la envidia les corroe, mi vida les agobia». Pero «yo soy así, y así seguiré, nunca cambiaré».

«Son así los 90 también la edad del relativismo, la edad del nada importa demasiado, una edad un tanto tontorrona e imberbe: empezamos diciéndolo, fueron años maravillosos para ser joven»

¿Qué ocurrió en los años 90? Libres como estábamos, cada vez más, del miedo y de la vergüenza, a algunos se les ocurrió que también sería posible librarnos de toda culpa. Es decir, de todo código moral objetivo. ¿No sería bonito vivir así, en libertad absoluta, en una sociedad que no tuviera en absoluto ningún tipo de control? ¿No estaba al alcance de la mano ya la libertad más grande?

Son así los 90 también la edad del relativismo, la edad del nada importa demasiado, una edad un tanto tontorrona e imberbe: empezamos diciéndolo, fueron años maravillosos para ser joven.

Algún viejo cascarrabias nos advertía ya de que aquello no era posible; un cardenal, por ejemplo, de nombre Joseph Ratzinger, nos advirtió de la «dictadura del relativismo». Pero no se le hizo mucho caso, ni siquiera en su propia Iglesia.

¿Cómo acabó todo? Unos veinte años más tarde, ¿vivimos en esa sociedad de la libertad absoluta, en que nadie trata de avergonzar a nadie, en que no hay culpa ya ni miedo alguno? Cualquiera de nosotros sabría contestar rápido a tan sencillas preguntas. Pero me gustaría fijarme en una mujer, Justine Sacco, que aprendió ya en 2013, y en sus propias carnes, la respuesta.

Justine viajaba de Nueva York a Sudáfrica para pasar las Navidades en familia. Treintañera, aburrida durante la escala en Londres, tuiteó antes de embarcar una broma a sus escasos 170 seguidores: «Yendo a África. Espero no coger el sida. Es broma: ¡soy blanca!». Apagó el móvil y se dispuso a pasar 11 horas de vuelo. En aquel momento no lo sabía, pero serían las 11 horas más decisivas de su vida.

Mientras ella dormía o miraba por la ventanilla o soportaba el menú aéreo, su tuit se convertía en la tendencia número uno mundial. Y no para encomiar su humor. Racista, necia, merecedora de un despido fulminante: estos eran los calificativos menos ofensivos que cientos de miles de usuarios se habían puesto a lanzar. Entre ellos, su empleador. El hecho, además, de que ella anduviese ajena a la tormenta desatada resultó abundante objeto de mofa: la etiqueta #HasJustineLandedYet (¿ha aterrizado ya Justine?) llegó a tendencia. Y hubo quien acudió al aeropuerto de El Cabo para fotografiar (y difundir) el momento en que salió por la puerta de «Llegadas».

La vida de Sacco se convirtió desde ese preciso instante en una tortura. Ningún hotel en Sudáfrica la aceptó como huésped (los empleados amenazaron con hacer huelga si aparecía). Sus parientes allí la repudiaron: «has manchado la familia», le espetó su tía. Decidió acortar sus vacaciones, pero en cierto modo estas se prolongaron: su empresa la despidió. Incapaz de encontrar otro empleo, acabaría de voluntaria en Etiopía. Pero al volver un mes más tarde a casa, seguiría con idéntico problema que al marcharse: nadie quería concertar cita alguna con ella, amorosa o laboral, apenas se identificaba. Inconvenientes anejos a haberse convertido en la encarnación del Mal.

«Ha vuelto la sociedad de la vergüenza, y reforzada: ya no es solo ante nuestra familia o vecinos, sino que es ante un país entero ¡o el orbe completo! que se nos puede, redes sociales mediante, avergonzar»

Lo que vivió Sacco lo hemos vivido un poco todos: sabemos que estamos lejos de aquella sociedad libérrima que los años 90 nos habían prometido. En primer lugar, ha vuelto la sociedad de la vergüenza, y reforzada: ya no es solo ante nuestra familia o vecinos, sino que es ante un país entero ¡o el orbe completo! que se nos puede, redes sociales mediante, avergonzar. De hecho, toda la mentalidad woke se basa justo en eso: en un dispositivo enorme para avergonzar a todo el que diga algo «ofensivo» sobre cualquier minoría «oprimida». Y, como un samurái que haya perdido su honor o un hidalgo que haya perdido su honra, sin posibilidad alguna de perdón.

Mas, en segundo lugar, también ha vuelto la sociedad del miedo: covid-19, ultimátums del cambio climático, restricciones energéticas, inflación galopante… incluso la vieja amenaza nuclear de los 80 ha resucitado durante la guerra ucraniana. De hecho, se diría que el único modo de alejarnos de un miedo es ya obsesionarnos con otro distinto: hemos dejado de comprar mascarillas covidianas para empezar a adquirir abanicos que aminoren el gasto eléctrico del ventilador.

Era bonito ser joven en los años 90. Pero ya no volveremos nunca a serlo; pues ni siquiera los jóvenes de hoy en día pueden disfrutar de aquella hermosa juventud.

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