El instante
«Si no hay Alejandro sin Bucéfalo ni Cid sin Babieca, tampoco habría Calígula sin su senador Incitatus, ni Pancho Villa sin su aguerrido appaloosa Siete Leguas»
La arena flota en el aire y las orejas del caballo alazán se yerguen; volando a dos metros del suelo, media tonelada de músculos tan tensos que hacen brillar la piel. Empuñando las riendas, con las botitas de piel clavadas sobre los estribos y las piernas flexionadas, una niña de doce años. Todo lo que sucede en Antes del salto (Libros del asteroide), la primera novela de Marta San Miguel (Santander, 1981), se condena en este preciso instante.
El instante clave, el crítico, es la piedra de toque de todo el pasado. Un desgarrón, un destejimiento de la urdimbre que da continuidad al presente; el equívoco -Kierkegaard dixit– en que tiempo e intensidad se tocan. Detiene el goteo de la clepsidra y el minuteo de los contadores. Mi amigo Manolo Marqués sintió que el tiempo se congelaba durante un trincherazo de Curro Romero. ¿Es casualidad que llamasen a este «el torero que paraba los relojes»?
Quien se apropia del recuerdo, «cuando relampaguea el instante de peligro», en expresión de Walter Benjamin, logra que el fulgor del relámpago ilumine las zonas en sombra, revelando el contorno de aquello que pasaba inadvertido; aparecen, por un momento, siluetas inesperadas, y pareciera que el mundo entero se pone de relieve.
«Claro que en la hípica no se ejecuta una técnica, sino que, como un músico ante la partitura, se interpreta»
¿Qué es la literatura sino la tentativa de romper con el nunc fluens, el ahora huidizo -la «rabiosa actualidad»- que todo añeja y todo corrompe, y afianzarse en el sustrato firme del nunc stans, que es el presente eterno de los dioses y los niños? Pues eso es Antes del salto: una niña a caballo que detiene el tiempo. Claro que en la hípica no se ejecuta una técnica, sino que, como un músico ante la partitura, se interpreta. Y, al hacerlo, experimentamos cómo el flujo del tiempo cambia de textura, languideciendo cual reloj daliniano.
Como ha escrito recientemente Sergio del Molino, las grandes novelas no precisan de intrigas ni artificios. En Antes del salto, libro inolvidable escrito con una prosa espléndida, no hay cliffhangers, ni macguffins, ni socaliñas de esa laya; todo se sintetiza en una foto. Durante la eternidad en que la niña queda suspendida en el aire, el lector, que devora las páginas con avidez, no se plantea si terminará pegándose un castañazo. En el instante, que es momento sin duración, uno no puede morir. Si por eternidad entendemos intemporalidad, dice Wittgenstein en el Tractatus, vive eternamente quien vive en el presente.
«La historia se escribe a lomos de caballo»
Fértil es la unión de equinos y literatura. Desconozco en cuántas grandes obras, de Virgilio a Twain, aparecen los caballos. Mis páginas favoritas de Thomas Hardy y James Joyce, por poner dos ejemplos, están protagonizadas por ellos. Nunca voló tan alto Curzio Malaparte como en las líneas que dedicó, en su novela Kaputt, al ominoso retablo que las tropas alemanas encontraron en el frente oriental en 1941: sobre la superficie helada del lago Ladoga sobresalían las cabezas de cientos de equinos que habían muerto congelados. En su mirada, según Malaparte, la llama del terror seguía viva.
Si no hay Alejandro sin Bucéfalo ni Cid sin Babieca, como dejó escrito Rubén Darío, tampoco habría Calígula sin su senador Incitatus, ni Pancho Villa sin su aguerrido appaloosa Siete Leguas. La historia se escribe a lomos de caballo; o al menos lo hizo hasta que, al socaire del maquinismo, el jinete se apeó de su montura y se compró un motor de explosión. Miles de estatuas ecuestres de militares y conquistades, del imperior romano al imperio napoleónico, confirman el dictum schmittiano de que «cabalgar es gobernar». Mas, como demuestra Antes del salto, cabalgar también es escribir.