Sin español en las escuelas, pero Poncela en el corazón
«Mañana muchos niños dejarán de recibir esa clase en español, y pasado nadie recordará que un día existió esa posibilidad»
Sale el consejero de Educación de la Generalitat de Cataluña, Josep Gonzàlez-Cambray, a la palestra. Ahí pueden verlo: el lazo amarillo cruzgamadesco en primer plano, reluciente, alumbrando con su luz la solapa de la chaqueta de Zara. A su lado cuelga un pin cuyo mensaje, por su tamaño, no podemos distinguir, pero que tampoco importa porque lo mollar está en el dichoso lazo. La camisa sin planchar es casi una anécdota frente a semejante cuadro: despojada la corbata, como mandan los cánones sanchistas, gomina Giorgi para honrar los años noventa como el buen pujolismo merece, creo vislumbrar también una de esas pulseras dignas de un cupero de tronío. Todo en él encaja con lo burlesco del asunto: a través de esa sonrisa orquestada hay un guiño del destino. Pestañea el futuro risueño, recordándonos el albur al que nos somete esta gente.
Hay algo en sus ojos que bebe del viejo quevedismo, del sátiro don Pablos que bufoneaba en Segovia. Pretende desmarcarse de lo español, pero sus zancas valleinclanescas le delatan, es tan español como cualquier personaje de El Ruedo Ibérico. No puede despojarse nuestro consejero de ese movimiento extraído de una representación de Gómez de la Serna en El Retiro; podrá renegar, pero nunca negar que desciende del antiguo y digno linaje que honraron los Muñozes Seca, los Jardieles Poncela. Al verlo salir ahí, con ese aire grotesco, recuerdo aquello que le leí a Josep Pla – ¿fue a él? -: la política catalana es gallinácea, parece que va a volar, pero en el último momento se estampa. Nadie duda de que nuestro consejero quiere volar, pero no volará nunca. Qué importa la frase detrás de la conjunción adversativa, si aparentar lo es todo hoy.
«Oigo a este hombre hablar de jueces y leyes y me imagino al detective aquel de Eduardo Mendoza que confundía a la policía con el peluquero de su barrio»
Así que el tipo comunica que los colegios catalanes no podrán acogerse a la ley, es decir, que tendrán que dejar de dar el 25% de horas lectivas en idioma español que la preceptiva exige. Ni siquiera las escuelas que sí quieran impartir esas horas en castellano podrán hacerlo. También habla de injerencias judiciales, a sabiendas de que para él y tantos otros de su cuerda la Constitución es papel para el trasero. Es decir, que oigo a este hombre hablar de jueces y leyes y me imagino al detective aquel de Eduardo Mendoza que confundía a la policía con el peluquero de su barrio. Me falta Gurb travestido en Marta Sánchez, exijo un final esperpéntico para semejante sainete.
Pero no, no lo hay. El esperpento se queda ahí, en ese personaje deformado por el callejón del Gato. Más allá nos espera un interludio dramático, una pausa para que los de siempre saquen tajada, y un desapego institucional completo hacia una de las dos lenguas del territorio. Mañana muchos niños dejarán de recibir esa clase en español, y pasado nadie recordará que un día existió esa posibilidad. Detrás de todo personaje grotesco hay un punto trágico, y este caballero lo ejemplifica perfectamente. Triste destino el de un pueblo que ya no sabe diferenciar lo ridículo de la realidad. Deformemos la expresión en el mismo espejo que deforma la vida miserable de España, dijo uno que sí sabía. En fin, que nos cojan confesados.