THE OBJECTIVE
Pablo de Lora

18-S: por una escuela de tots

«Así como no ser torturado es un derecho universal y por tanto humano, estudiar en la lengua materna no lo es»

Opinión
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18-S: por una escuela de tots

Varios niños en una clase. | Freepik

En su comunicación de 1 de septiembre dirigida a los directores de los centros educativos de Cataluña, el consejero de Educación, el señor González-Cambray, anuncia como grandes novedades en el inicio de curso que no habrá ya medidas contra el COVID-19 y que se ha evitado la «imposición judicial» de impartir un 25% de las materias en castellano. Y ello «… gracias a una respuesta de país». 

Poder estudiar en la lengua oficial de un país, es decir, que esa lengua sea el vehículo de la enseñanza y el aprendizaje es un derecho fundamental de los ciudadanos. Así como no ser torturado es un derecho universal y por tanto humano, estudiar en la lengua materna no lo es (los niños ucranianos que hemos acogido en España no pueden reclamar seguir sus enseñanzas en ucraniano). En el año 1978 una conocida dirigente del PSC y pedagoga catalana, Marta Mata, defendió lo contrario en el Congreso de los Diputados (sesión de 21 de junio de 1978) a propósito de la necesidad de que tanto castellanohablantes como catalanohablantes pudieran ser educados en sus lenguas maternas. También el señor Trías Fargas diputado de Minoría Catalana. Así, la primera afirmaba: «Todo niño tiene derecho, y aun necesidad, de conocer las lenguas habladas en su ambiente para poder vivir en él en condiciones de igualdad y fraternidad». 

El poder público, empero, no puede garantizar a todos los niños que recibirán enseñanza en su lengua materna, pero, como señalaba, al respecto de las lenguas oficiales la vehicularidad sí parece un derecho fundamental, como así ha declarado reiteradamente el Tribunal Constitucional; un derecho de todos los ciudadanos españoles que tiene como correlato una prestación del Estado, una obligación de garantizar los recursos (profesores, materiales didácticos, etc.) para que tal pretensión sea satisfecha. No nos bastaría decir, como forma de garantizar ese derecho, que los niños en España, si quieren estudiar en español, siempre pueden acudir a una institución privada para ejercer su derecho. ¿Conocen ustedes muchos países donde en su escuela pública la lengua común y oficial no sea en la que se imparten las materias educativas? 

La oficialidad de una lengua no es más – ni menos- que la consagración institucional de un «hecho», una convención que ha emergido por avatares diversos, moralmente arbitrarios, y que se ha estabilizado porque resulta instrumentalmente exitosa; las lenguas no tiene valor intrínseco, no tienen «derechos» – no procuramos «generar hablantes para que no se «extingan lenguas»; pero sí los tienen los hablantes, un derecho genérico a poder interactuar lingüísticamente en su entorno, como bien destacaba la diputada Marta Mata. 

En Cataluña existen dos lenguas oficiales, siendo la mayoritariamente hablada el castellano, de acuerdo con las últimas estadísticas oficiales que conocemos (en ese sentido, y por mucho que las leyes digan otra cosa, lenguas propias, las mayoritarias de quienes viven en Cataluña son ambas, no sólo el catalán). Ello hace, por las razones antedichas, que los escolares que viven en Cataluña tengan derecho a recibir educación en, al menos, ambas lenguas oficiales. ¿En qué proporción? Esta es la intrincada cuestión a la que nos enfrentamos desde que allá por 1983 se decidió implantar el modelo llamado de «inmersión» lingüística: en Cataluña, donde el uso del catalán es minoritario y está «amenazado» por la hegemonía del castellano en el resto del país, sólo el catalán sería la lengua vehicular en la escuela.

El objetivo, se dice, es no sólo contribuir a preservar mejor el catalán, sino evitar la segregación de la población por lenguas y hacer que quienes no la tienen como propia la adquieran de manera más «natural» y con una competencia que les permita situarse mejor en el ascensor social de Cataluña. Se trata de un modelo que no tiene apenas parangón en el mundo y cuyo éxito, en lo que hace a la promesa de la competencia lingüística en castellano, es ignoto, por la sencilla razón de que no hay métrica confiable que permita determinar si ese logro se alcanza. Debemos sospechar que así sea por una razón de sentido común: en Cataluña se obraría el milagro pedagógico de que a estudiantes cuya lengua materna no es el castellano ni lo tienen como lengua «propia», que han pasado por la escuela y el instituto sin tener al castellano como vehículo lingüístico, les habría bastado rozarse con un ecosistema circundante en castellano – la cultura audiovisual, las ocasionales lecturas, el uso social esporádico, alguna que otra interacción- para tener la competencia lingüística en castellano de quienes, pongamos, se educan en Logroño. ¿En serio? 

«Las añagazas del actual Gobierno en Cataluña y en España han propiciado un cambio legislativo de última hora con el que se frustra definitivamente la aplicación de una sentencia firme»

Otros costes de la inmersión sí los conocemos bien, algunos con un cómputo preciso: el 29 de agosto de 1985 la Generalidad de Cataluña comunicó a 12.000 maestros que no habían superado las prueba de catalán que disponían de un plazo de 5 días para pedir destino fuera de Cataluña. El ostracismo cierto, la exclusión, es más difícil de medir, pero no carecemos de referencias y testimonios: lean, para empezar, el libro de uno de esos profesores «resistentes», Iván Teruel («¿Somos el fracaso de Cataluña?: la voz de los desarraigados», 2021) o las contribuciones de Sonia Sierra, también docente y colaboradora de este medio. Y recuerden las represalias a quienes se opusieron en la primera hora, señaladamente Federico Jiménez Losantos quien fue secuestrado y tiroteado. 

Un rosario de impugnaciones particulares a ese modelo, de padres y madres «coraje» en Balaguer, Canet de Mar y tantos otros sitios, que buscaban un mayor equilibrio entre las lenguas, hostigados y acosados, desasistidos por los poderes públicos y con la sola ayuda de organizaciones cívicas como la Asamblea por una Escuela Bilingüe, del inaudito altruismo a enorme coste personal de Ana Losada, José Domingo, Rafael Arenas y muchos otros, han logrado que se establezca una firme doctrina jurisprudencial de acuerdo con la cual al menos un 25% de la enseñanza en la escuela catalana debe impartirse en castellano. Es el mínimum minimorum, la más elocuente expresión de una pretensión genuinamente «bilingüe», de una escuela para tots, en la que el castellano no sea tenido como la lengua extranjera, el objetivo confeso del nacionalismo-etnicista que anida tras la inmersión. 

Como seguramente sepan, las añagazas del actual Gobierno en Cataluña y en España, con la cooperación necesaria del PSC, han propiciado un cambio legislativo de última hora con el que se frustra definitivamente la aplicación de una sentencia firme que reiteraba la obligación del 25% en todos los centros educativos en Cataluña. El Gobierno de España, el de todos, se opuso a la ejecución forzosa de dicha sentencia en sus propios términos antes de que entrara en vigor la norma del Parlamento de Cataluña con la que se enterraba dicho criterio, y ha dejado pasar el plazo para interponer un recurso de inconstitucionalidad frente a dicha norma, que es, de manera indiciariamente robusta, flagrantemente contraria a la Constitución en la interpretación que de la misma ha hecho el Tribunal Constitucional. Jueces y ciudadanos inermes frente a toda una «sala de máquinas» (en los términos que gusta emplear al constitucionalista argentino Roberto Gargarella) que ha arrollado el ideal del imperio de la ley y de la protección de los derechos de los ciudadanos en España. 

Muchos de ustedes, si me han acompañado hasta aquí, podrán preguntarse dos cosas: Y a mí, viviendo tan cómodo en Trujillo, Cádiz o Nueva de Llanes ¿qué me va en esta contienda? Y ulteriormente: ¿quiénes son los jueces para decidir qué y cómo se estudia en la escuela, catalana o la que sea? 

Con respecto a lo primero, señor, señora lectora, le va mucho. Le va vivir en un país en el que los ciudadanos y sus familias encuentran un espacio común en el que desarrollar sus planes de vida, en el que una barrera lingüística no impedirá que se anime usted a desplazarse a Cataluña – o a las Islas Baleares- en busca de mejores oportunidades, un país en el que ninguno, en ninguna parte del territorio, somos vistos como extranjeros. Y no, no se piense usted que habitan invocaciones a las «esencias españolistas» o «unidades de destino en lo universal» tras esta justa reclamación. Hay una preocupación compartible por gentes de todo el espectro ideológico; particularmente quienes aún mantienen un pulso de izquierdas. ¿Por qué los hijos de la burguesía catalana, de la mayoría de los representantes públicos en Cataluña, imponen lo que no quieren para sus propios hijos a los que llevan a escuelas bilingües o trilingües donde efectivamente adquirirán la competencia lingüística en castellano que les permitirá trabajar y desarrollarse por todo el país? 

En relación a lo segundo, permítanme que me sirva del siguiente ejemplo, una analogía que ahuyenta el recelo frente la «intromisión judicial» que supone el 25%. Como antes he señalado, reclamar la vehicularidad efectiva de la lengua oficial del país en la escuela es un derecho de todos que tiene una prestación pública como correlato. Es discutible, insisto, cuánta vehicularidad es debida en supuestos en los que hay co-oficialidad lingüística, y así como los jueces no son quienes para dictaminar el número de horas que se dedica a la trigonometría, no deberían serlo en relación al español como vehículo lingüístico. Pero es que el 25% resulta el mínimo que da un contenido significativo a ese derecho, y, en ese sentido, no hay invasión judicial, togados frente a la voluntad de la mayoría. A no ser, claro, que lo que estemos queriendo es sencillamente anular todo derecho a la educación en la lengua oficial.  

Voy con la analogía. La Constitución establece el derecho a la asistencia sanitaria de todos los españoles. Ello implica que la prestación sanitaria sólo atiende a la necesidad del paciente y no a su capacidad de pago. Podemos discutir si la cartera de servicios, con la que se garantiza el dicho derecho, ha de incluir la prostatectomía con láser, por ejemplo, pero no es discutible que la vacunación infantil contra la polio corra a cargo del sistema sanitario público. Aceptamos que esa inmunización pueda tener calendarios diversos en las CCAA, pero si se afirma que existe un derecho a la vacuna contra la polio como desiderátum del derecho de todos a la asistencia sanitaria, los jueces deben controlar que se garantice esa prestación. ¿O no? Pongamos que Isabel Díaz Ayuso representa una «voluntad de país» antivacunas y que, bajo un modelo de «inmersión patógena», con amplio respaldo político, en la Comunidad de Madrid no se vacuna efectivamente contra la polio y se confía en otros remedios. Un grupo de familias, por muy minoría que constituyan en la CAM, harían bien en reclamar ante los tribunales que todos los niños reciban la vacuna – la inmunización es efectiva cuando es generalizada- porque es su «derecho fundamental». Los jueces no habrán de determinar qué laboratorio farmacéutico ha de suministrarla, o en qué calendario, pero ejercen su indispensable función – insisto, si nos tomamos en serio los derechos- cuando obligan a la administración a la satisfacción «suficiente» del derecho: quizá en este ejemplo imaginario, como en el real del 25%, si impusiera la vacunación de las primeras dosis y no así del «refuerzo». 

Si me han acompañado hasta aquí tal vez les haya logrado convencer de que necesitamos «una respuesta de (todo el) país» frente a la injusta imposición de la inmersión lingüística en Cataluña. Y si es así le animo e invito a que me acompañe también el próximo 18 de septiembre, sábado, a partir de las 12:30 en el Arco del Triunfo en Barcelona, a la manifestación convocada por la plataforma «Escuela de Todos» en defensa del bilingüismo en la educación en Cataluña. También en defensa de un país, España, de ciudadanos libres e iguales, en el que ese «todo», esa unidad política forjada por mil azares, es de todos y para todos.  

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