Barrendero Real
«No está de más reconocer el éxito de la monarquía inglesa: de imagen global, de cohesión en la angloesfera y, sobre todo, de fervor en su nación»
Lejos —muy lejos— de mí ejercer de fervoroso monárquico inglés. Nunca lo fui y, si lo hubiese sido, una anécdota político-familiar me hubiese arrancado la venda de los ojos. La abuela de mi mujer cumplía noventa espléndidos años y, para celebrarlo, nos reunió a todos. Unas primas muy emprendedoras, sabiendo de la idealizada anglofilia de nuestra abuela (política en mi caso), tuvieron una idea. Escribieron a la reina Isabel II pidiéndole una felicitación, porque nada podría hacer más ilusión —explicaron— a nuestra abuela. Su padre se había educado en Inglaterra y ella, en las monjas irlandesas de Gibraltar, interna. La familia comía de lo que bebían los británicos, porque vendían vinos a los ingleses y botas (barricas) a los escoceses.
El día del cumpleaños, sin que nadie más supiese nada, las primas en el postre pusieron la música de Pompa y circunstancia y, desfilando solemnemente, llevaron en una bandeja de plata el sobre sellado, con su escudo y todo, que habían recibido puntualmente de Buckingham. Nuestra abuela lo abrió con manos temblorosas (de la ilusión, no por la edad, ya que mantenía un pulso firme gracias a su diaria copita de jerez, precisamente). Leyó en alto la carta, que venía a decir: «Soy Peter Smith y le informo de que la Reina sólo felicita a ciudadanos británicos y exclusivamente cuando cumplen cien años. Buenas tardes».
El planchazo fue mayúsculo. Cesó la música. Yo podía haberme dedicado a la galantería y recordar que el escollo principal había sido la juventud de la abuela, pero me pudo el patriotismo y recordaba a todos que nuestro Rey habría mandado, feliz, una felicitación, con su foto firmada, como no cabe duda, y sin mirarle el pasaporte a nadie ni la fecha en el DNI a nadie, qué ordinariez.
Lo valiente, sin embargo, no quita lo cortés; y reconociendo que nuestra Casa Real tiene sus propios encantos, además de ser la nuestra, no está de más reconocer el éxito de la monarquía inglesa: de imagen global, de cohesión en la angloesfera y, sobre todo, de fervor en su nación, como estamos viendo. Ya saben lo de los cinco reyes del siglo XXI, de los que los otros cuatro son los de la baraja. Ante este hecho, lo que nosotros podríamos hacer es barrer para adentro. Como nos aconseja la inteligencia en todos los casos, aprender de la comparación cuáles son nuestros puntos fuertes (como contestar a las cartas), y dónde les podemos copiar algunos tics provechosos.
Voy a ejercer, pues, de Barrendero Real de la Casa y voy a señalar siete puntos que podemos extraer o sustraer de los Windsor y especialmente de Isabel II. El de barrendero no es un oficio delicado y quizá en algunos consejos peque de rudeza. No importa, porque lo importante aquí es limpiar, fijar y dar esplendor. Vamos.
Primero, el sentido del humor. Padecerlo. Los ingleses se ríen de su Familia Real a mandíbula batiente. Es difícil, luego, no amar lo que nos ha hecho reír cuando tan pocos motivos nos da la vida. Los españoles, como dignos herederos de los hidalgos del XVII, andamos un poco envarados y no concebimos más bromas con el Rey que las hirientes de la revista Jueves. La susceptibilidad monárquica no hace ningún bien.
Ese humor daría mucho más margen a la seriedad de los ritos, que en España brillan por su ausencia. La monarquía inglesa ha creado una especie de calendario litúrgico laico con sus carreras de Ascot, su apertura del Parlamento, sus vacaciones escocesas, etc., que, de alguna manera, domestica al tiempo. Unos reyes empeñados en ser buenos y discretos burgueses resultan desconcertantes. Lo que se pierde de magia no se gana de encanto. Para burgueses, ya tenemos a nuestros vecinos. Gastar corona, armiño, cetro y toda la pesca acerca al pueblo soberano. La solemnidad es un detalle de delicadeza con el público, no nos engañemos.
De lo laico a lo sacro. En el fervor por la reina Isabel II jugaba un papel esencial (léanse los obituarios) su fe y su práctica religiosa. Es verdad que, siendo la cabeza de su iglesia, va de suyo. En España, nuestros reyes no son cabeza de nuestra Iglesia, que es romana, afortunadamente, y eso da una autonomía magnífica para ambas partes. Pero hay algo intrínsecamente sacro en la institución. No se puede desacralizar sin secar sus raíces. Quitar el «Por la gracia de Dios» de las monedas fue un movimiento desgraciado.
En el Reino Unido manejan los ennoblecimientos con una soltura envidiable. Nombran Damas y Caballeros hasta con espadazo a los ciudadanos que se han destacado en cualquier actividad, desde el rock hasta la filosofía analítica. De ese modo, el Rey se convierte en la autoridad que certifica la excelencia social. En un mundo cada vez más mediocre y homogéneo, ese papel colorido, un tanto novelesco y fantasioso, de dar títulos y honores tiene más importancia de la que parece.
La reina de Inglaterra daba mucho juego a sus veraneos. Ir a Escocia sin faltar un verano es una gran idea. Quizá el veraneo de nuestros reyes en Mallorca, que me parece estupendo, no tenga tanta punta política. Yo creo que deberían tener más meses de vacaciones e ir todos los años a pasar otro mes a San Sebastián, y darse una vuelta por la Costa Brava, además de venir al Puerto de Santa María, al palco Real de la Plaza Real de toros, como mínimo una vez al año. La Semana Santa en Sevilla o en Valladolid también sería un destino inmejorable. ¡Muchas más vacaciones, por favor!
Y entre vacación y vacación, viaje a Hispanoamérica. Incluso instituir una estancia ritual en algún lugar al que les inviten, que no faltarían.
En séptimo lugar, estaría muy bien mudarse al Palacio Real. Por el edificio, por vivir en el centro, y para que se note el poderío.
Así —tras, tras, tras— con la escoba, barriendo para dentro, podré parecer impertinente, pero ya se sabe que un barrendero no es un diplomático y que de todo tiene que haber en la Corte del señor. Son pocos consejos. En lo demás, que no cambie el Rey, que lo hace muy bien, con mucho cariño a las abuelas —políticas o no—, que es esencial.