Una advertencia sobre la manifestación del 18-S
«Ni la manifestación, ni ninguna estrategia de adhesión será jamás exitosa por un motivo elemental: nadie se atreve a arriesgar el bienestar de sus hijos»
La manifestación convocada por Escuela de todos para mañana en Barcelona pinchará. Y el fracaso no será reflejo de la inexistencia de un problema, como repetirán los altavoces nacionalistas, sino de su honda gravedad. Los partidos nacionalistas y quienes les apoyan en su cruzada contra la escuela bilingüe (Podemos y PSC), repetirán que el pinchazo se explica porque «no hay ningún problema con la lengua en Cataluña». Repetirán que el apoyo a la inmersión lingüística es casi unánime, y que los cuatro crispadores que rompen esa unanimidad deberían esforzarse más por integrarse.
Por eso el domingo, tras la probable decepción, es importante que quienes salieran a defender lo evidente -que el español, lengua cooficial y mayoritaria en Cataluña, sea vehicular en la enseñanza- no pierdan aliento. Además de insistir en que en materia de derechos civiles el número de demandantes es irrelevante, deben explicar que son pocos, sobre todo, porque el coste de la discrepancia es inaccesible.
Ni la manifestación, ni ninguna estrategia de adhesión será jamás exitosa por un motivo elemental: nadie se atreve a arriesgar el bienestar de sus hijos. En la batalla por los derechos lingüísticos de los escolares, los niños son rehenes del nacionalismo. Cualquier familia sabe que solicitar las horas de español que dicta la ley abre la puerta a una campaña de hostigamiento y acoso. Empieza con insultos en el chat de padres, sigue con la anulación de invitaciones a los cumpleaños y culmina con concentraciones encabezadas por cargos electos. Es una forma de bullying institucionalizado que permea desde la Consejería de educación a los mandos intermedios, de ahí a los directores de los colegios y los comisarios lingüísticos, y termina en los padres que ejercen de guerrilleros de la causa.
El poder público debería servir para proteger a esas familias contra el despotismo. Pero en España hemos asumido dos anomalías que desangran nuestra democracia: un gobierno regional instalado en el incumplimiento de la ley (Josep González-Cambray, consejero de educación, presumía de ello hace unos días), y un Gobierno central instalado en la omisión de socorro. Como ha escrito Daniel Gascón, parece que para ser reconocido como interlocutor «es más eficaz romper la ley que reclamar su cumplimiento». Ante la pasividad del Gobierno central, quienes se oponen a la inmersión tienen tres opciones: la escuela privada, la sumisión o el ostracismo.
Uno pierde la cuenta de cuántos hechos diferenciales concurren en Cataluña al mismo tiempo. Los fanáticos son quienes se manifiestan porque se cumpla la ley. Los adalides de la pluralidad son quienes defienden la sociedad monolingüe. Los enemigos del pueblo son quienes se manifiestan por el derecho del pueblo a educarse en su lengua mayoritaria. Y los progresistas son quienes desamparan a aquellos que, a diferencia del consejero González-Cambray, no tienen recursos para huir de un modelo injusto y limitante.