Una democracia censitaria
«Es lógico tener dudas sobre la democracia y el parlamentarismo que se está practicando ante nuestros ojos, porque en realidad no hay un Estado democrático en sentido propio»
El sufragio censitario, que reconoce el derecho a voto solo a algunos y no a todos, ya no está vigente en ninguna parte, que yo sepa, pero la forma en que se comportan las democracias, la española sin ir más lejos, a la hora de articular la relación entre el poder político y la sociedad está muy inspirada en ese modelo excluyente: los electores votan, pero solo deciden muy pocos.
Que el poder se concentre en muy pocos es algo inevitable, pero una democracia puede considerarse censitaria no porque el poder esté en manos de unos pocos, sino porque esos pocos acaban decidiendo, por sí y ante sí, lo que debiera quedar en manos de los electores, porque el poder se comporta en forma despótica. Las tecnologías de la desinformación acaban ayudando al maniqueísmo ideológico, lo que hagan los míos siempre estará bien, para que cualquier ejemplo de «donde dije digo, digo Diego» se olvide con bastante rapidez.
Vayamos al caso, y empezando por España que es dónde más nos duele. La Constitución establece que en el legislativo reside la soberanía popular, el poder último, pero lo que observamos es que ese poder está del todo controlado por los partidos de forma que ni los ciudadanos pueden elegir a quienes quisieran, sino a quienes los partidos designan como elegibles, ni los diputados tiene ninguna capacidad de controlar al Gobierno porque su pertenencia al Parlamento depende de manera exclusiva de que se limiten a hacer lo que se les ordene por parte de sus jefes políticos, de forma que apenas son dos o tres las personas que deciden lo que el Parlamento vaya a aprobar.
En consecuencia, en el Parlamento las votaciones son por completo formularias, solo un lelo o un despistado votaría algo distinto a lo que le ordenase su jefe político, de forma que cualquier clase de debate se limita a zaherir al adversario y a glorificar las ocurrencias del líder propio, sean las que fueren. Jamás se habla, por tanto, para buscar un entendimiento, salvo, claro está, que el acuerdo se haya apañado por fuera y sea necesario representarlo en las cámaras para sostener la ficción. En algunos asuntos se llega a una auténtica burla del Parlamento como ocurre, por ejemplo, en la elección de jueces para el Consejo General del Poder Judicial que se negocia, o se paraliza, de forma descarada entre el gobierno y el resto de los partidos que se apropian así de una función que la Constitución atribuye de manera expresa al Parlamento.
Son muchas las situaciones en las que el valor del voto se ve anulado de forma bastante grosera, puesto que ni se puede elegir a los parlamentarios por sus méritos políticos, hay que elegir entre marcas, nunca a personas, ni se puede confiar en la libertad de criterio de los parlamentarios para defender ideas que se hayan usado como reclamo en las campañas electorales porque todo se subordina a lo que diga el que de verdad manda, quien tenga el poder ejecutivo.
Como dice Alejandro Nieto en El mundo visto a los noventa años, un libro imprescindible para entender cómo se ha llegado a esto, es lógico tener muchas dudas sobre la bondad de la democracia y del parlamentarismo que se está practicando ante nuestros ojos, porque en realidad no hay un Estado democrático en sentido propio, con sus balances y equilibrios entre poderes distintos, sino una estructura pública ocupada por los partidos, unas extrañas entidades en cuyo seno pueden ocurrir cualesquiera cosas mucho más propias de un régimen autoritario que de cualquier forma de democracia.
Este escamoteo del voto popular en manos de los partidos ha conseguido corromper la independencia de organismos e instituciones que son formalmente independientes
Este escamoteo del voto popular en manos de los partidos ha conseguido corromper la independencia de organismos e instituciones que son formalmente independientes, a base de evitar que las personas que las encarnan puedan serlo. Como Nieto hace notar, estamos viviendo una esquizofrenia entre dos Constituciones paralelas, la formal y la real.
Los jueces de los más altos tribunales están siempre expuestos a no conseguir la prórroga de sus mandatos o a no alcanzar un destino posterior digno de su carrera y se pueden dejar llevar por la tentación de ser obsequiosos con los partidos a los que deben la designación o, más en general, con quien esté en el Gobierno y les pueda garantizar un retiro digno al fin del plazo de su designación.
Cuando se ve a los partidos discutir sobre la elección de jueces del Consejo General del Poder Judicial o del Tribunal Constitucional es fácil caer en la cuenta de que no están pensando en fortalecer la independencia de la justicia, sino que tratan de dominar, por detrás del escenario, el funcionamiento de los tribunales para maximizar sus intereses y eludir cualquier clase de riesgos y controles. Este problema está bastante bien evitado en el Tribunal Supremo de los EEUU por la simple razón de que, con independencia del proceso de elección de jueces, estos lo son hasta su muerte, algo que facilita mucho el que se dejen guiar en exclusiva por su sentido de la justicia.
Ninguno de estos problemas tiene solución fácil ni indiscutible, pero a todos debiera interesar que el proceso de convertir nuestras democracias en sistemas controlados por muy pocos, en democracias censitarias, no avance hasta llegar a situaciones irreversibles.
En el mundo entero se asiste a procesos de sobrelegitimación del poder ejecutivo que, una vez obtenido el voto popular y la investidura, tiende a extralimitarse en sus funciones y no duda en apoyar normas que sobrepasen de manera clara el límite de las leyes vigentes y de los derechos ciudadanos. Quienes están en el ejecutivo tienden a pensar que están por encima de la ley, que cualquier obstáculo legal que se interponga en sus planes, puede y debe ser aplastado, porque lo único que importa es imponer su voluntad.
El poder político tiende a pensar que, puesto que en su origen hay una elección popular, pese a que haya pasado por un buen número de filtros, el gobierno representa el poder soberano del pueblo y tiene derecho a comportarse como un poder ilimitado, y así permiten actuar, por ejemplo, con entera libertad a la Agencia Tributaria que suele tratar a los ciudadanos como si todos fuésemos delincuentes y supone que ellos jamás se equivocan a la hora de reclamarnos más dinero.
Cualquier democracia que descuide los controles, las garantías y que se acostumbre a pasar por encima de los límites legales es de hecho una democracia censitaria
La concentración de cualquier tipo de poder en pocas manos con ausencia de controles externos es el caldo de cultivo ideal para que progrese una corrupción sistémica que no solo consiste en que algunos roben, sino en gastar el dinero público para hacer favores o invertirlo en proyectos sin otro beneficio que el que puedan obtener de manera particular los concesionarios de la obra pública, los que puedan estar más cercanos o atentos para lucrarse del gasto.
Cualquier democracia que descuide los controles, las garantías y que se acostumbre a pasar por encima de los límites legales es de hecho una democracia censitaria, un falseamiento del ideal que reconoce en el conjunto de los ciudadanos el origen del poder y de la legitimidad de las decisiones. Nada hay más fácil que intentar engañar a todo el mundo con controles aparentes, con garantías ficticias, con transparencias inexistentes. Los burócratas se acaban especializando siempre en esta clase de tramoyas porque, seguros como se sienten de estar ejecutando mandatos populares, quieren evitar que nadie les moleste con impertinencias y preguntas tontas. Todo conduce, si no hay una oposición ciudadana que consiga evitarlo, a que el pueblo deje de ser quien controla y censure al Gobierno y ocurra lo contrario, que el Gobierno someta y controle al pueblo, no a la democracia republicana de Madison sino a cualquier forma más o menos disimulada de tiranía.