La obsesión identitaria de la derecha y la izquierda
«Las posturas identitarias se han vuelto cada vez más agresivas y zafias, maximalistas e intolerantes»
Basta con tener un poco de memoria para comprobar que en los últimos veinte años ciertas innovaciones teóricas, radicalismos y activismos de la izquierda han acabado sirviendo a sus enemigos de la derecha. Quien recuerde la furia antiglobalizadora que somatizó el izquierdismo más activo de finales de los años noventa, sabrá reconocer elementos muy parecidos, casi un retintín familiar, en el nuevo discurso de la derecha radical que está llegando a los parlamentos y a las presidencias o gobiernos de varios países, entre ellos Italia. Esa vieja matriz nativista y soberanista que encumbraba la particularidad de los pueblos, su idiosincrasia, su emancipación y hasta el pintoresquismo como un activo que hacía del mundo un lugar diverso y entretenido se ha adaptado a las mil maravillas al discurso de la derecha más recalcitrante.
Si antes eran los izquierdistas quienes temían como la peor de sus pesadillas a la mcdonalización del mundo, a la tiranía de las multinacionales y a la pérdida de soberanía y particularidad, hoy son políticos como Giorgia Meloni quienes despotrican contra la finanzas internacionales y la pérdida de identidad a la que aspiran los especuladores y mercachifles y en general todos aquellos que quieren hacer de nosotros simples consumidores desarraigados y expuestos al vaivén de las modas comerciales. Desconectados de la savia nacional, piensan, perdemos toda voluntad y raciocinio, porque la voluntad y la autodeterminación son un asunto nacional, no individual.
Esa obsesión, esa tara identitaria ha estado en la agenda de la derecha, primero, luego en la de la izquierda y ahora en la de los dos. Mientras unos hablan de identidad de género, de identidad sexual, de identidad racial, a los otros les basta y les sobra con hablar de identidad nacional. La izquierda sustenta sus demandas y reclamos en el color de la piel, en las opciones sexuales, en los traumas y en la victimización de los excluidos, y también en las identidades periféricas que quieren emanciparse de gobiernos centrales que supuestamente aplastan sus peculiaridades e idiosincrasias. La derecha que encarna Meloni se conforma más bien con la terna clásica del pensamiento fascista, Dios, patria y familia, los mismos valores que están en auge dentro de los círculos mas derechistas y que también defiende otro presidente de dudosa ascendencia extremista, el brasileño Jair Bolsonaro.
Es por eso, justamente, que la nueva líder de Italia y el viejo presidente de Brasil combaten de forma airada cualquier otra identidad que fragmente esa visión territorial y tradicional. Ni a Meloni ni a Bolsonaro, tampoco a Macarena Olona o a Santiago Abascal, les interesa que esa identidad italiana, brasileña o española que defienden se atomice en identidades raciales, sexuales o periféricas. De alguna forma se está reeditando una vieja pelea. Si los fascistas defendían la integridad de la nación y combatían, por considerarla disolvente, la identidad de clase que patrocinaba el comunismo, hoy la derecha populista defiende las tradiciones nacionales, la religión y la civilización occidental, mientras la izquierda populista reniega de todos esto: es antitaurina, siente curiosidad por cualquier forma de espiritualidad menos la católica, abomina de los símbolos patrios y reivindica y protege y fomenta cualquier identidad que se autoproclame víctima de algo, bien sea el heretopatriarcado, el colonialismo, el neoliberalismo, la globalización, el canon occidental, la violencia sistémica, la Transición española o los molinos de viento.
Y de ahí lo irritante e irrespirable que se está haciendo el clima de las sociedades occidentales. Como en los años veinte y treinta del siglo pasado, las posturas identitarias se han vuelto cada vez más agresivas y zafias, maximalistas e intolerantes. Las de los unos y las de los otros comparten ese mismo elemento: aborrecen el cosmopolitismo, la pluralidad y la tolerancia; desconfían de quienes, como proponía Amartya Sen, entienden la identidad de forma mucho más abierta, desacralizada, sin una estructura rígida y pura que la determine. En últimas, lo que defienden es una trinchera: la de los míos, la de quienes comparten la misma jerarquía de valores y ven como una amenaza a quienes defienden otras virtudes. Son dos formas de comunitarismo, uno ligada a la idea pública de nación, la otra ligada a la idea privada de sentimiento identitario. Lo que las iguala es el tono trascendente, la grandilocuencia y la beligerancia; la falta de autoironía y de sentido del humor; también la forma estrepitosa en que pisotean la discusión pública. Aunque, por encima de cualquier otra cosa, ambas son una cantaleta altisonante y un coñazo inaguantable.