El octubre que vivimos peligrosamente
«La enseñanza más valiosa y triste del ‘procés’ es que nadie supo parar a tiempo un asalto al orden constitucional que venía anunciándose desde tiempo atrás»
Haciendo honor a su denominación oficiosa, el procés separatista va desgranando estos días su efeméride —cinco años ya— sin que podamos detenernos por mucho tiempo en ninguno de sus hitos particulares: enseguida se nos echa otro encima. Aunque sus contornos terminarán por desdibujarse, aquel octubre peligroso permanece en nuestra memoria. Y no es para menos.
Este pasado fin de semana tocaba evocar la jornada deprimente del referéndum ilegal, cuya celebración trataron de frenar los agentes desplegados por el Estado ante la pasividad culpable de la policía autonómica; como es sabido, el uso proporcionado de la fuerza legítima del poder público suscitó un escándalo del que algunos todavía no se han recuperado. Pero ya han pasado dos días: hoy hace cinco años del discurso de Felipe VI en defensa del orden constitucional, culminación de una jornada marcada por aquella «huelga de país» que llenó algunas calles de manifestantes, ruido y furia. Por cierto, en algunos círculos también sigue causando estupor que el Rey expresase de manera inequívoca su adhesión a la monarquía parlamentaria cuya Jefatura de Estado ostenta, sin hacer guiño alguno —ese tipo de palabras hemos llegado a usar— a quienes buscaban hacerlo saltar por los aires.
«La enseñanza más valiosa y triste del procés es que nadie supo parar a tiempo un asalto al orden constitucional que venía anunciándose desde tiempo atrás»
Queda cuerda para rato: habrá que recordar el acoso a los hoteles donde se alojaban los agentes policiales por parte de las turbas independentistas; el traslado a otras regiones de España de los grandes bancos catalanes, que habían venido mirando hacia otro lado como si el procés pudiera salirles gratis; la manifestación del 8 de octubre contra la secesión, que sacó a la calle a muchos catalanes que habían permanecido en silencio y aglutinó —quizá por última vez— a los partidos que solíamos llamar «constitucionalistas»; la aparente declaración de independencia y su aparente suspensión, seguida por el delirante intercambio de cartas entre Puigdemont y Rajoy acerca del sentido de lo proclamado por el primero desde un balcón; así como las primeras detenciones y las huidas al extranjero que nadie supo impedir. Finalmente, en los últimos días del mes, un Senado con mayoría absoluta del PP —¿qué habría pasado si no la hubiera tenido?— comenzó los trámites para aplicar el 155 que suspendería brevemente la autonomía catalana. Allí terminó el procés.
A estas alturas, las enumeraciones factuales pueden parecer ociosas: ya nos sabemos la película e incluso conocemos su final, a pesar de que haya tramas argumentales —Waterloo— esperando a ser resueltas. Ante los intentos por trivializar u olvidar lo que pasó durante aquellas semanas inverosímiles, sin embargo, conviene recordar que nuestra democracia se asomó al abismo; aunque se tratase de un abismo pintado en la pared. Es posible que el empeño secesionista fuera una «ensoñación», como dictaminó el Tribunal Supremo; el delirio de unos alucinados que fueron demasiado lejos. Pero nadie sabe lo que hubiera pasado si cientos de miles de catalanes se hubieran echado a la calle o Dinamarca hubiese reconocido a Cataluña. Y, en todo caso, allá que nos arrastraron a todos: la enseñanza más valiosa y triste del procés es que nadie supo parar a tiempo un asalto al orden constitucional que venía anunciándose desde tiempo atrás. Tal vez nadie llegó a creer que un anacronismo semejante podía tener lugar en una sociedad que se había vendido a sí misma como paradigma de modernidad en el páramo peninsular. Proclamar por las bravas la independencia de un territorio en el corazón de Europa a la altura de 2017 sin tener siquiera una mayoría social abrumadora en favor de la misma; tal era el propósito de una élite nacionalista incapaz de ver que la secesión funciona mejor como fantasía que como realidad.
«El nacionalismo catalán ha cambiado de estrategia sin cambiar de objetivos»
Por desgracia, el fracaso del procés no es un final del todo feliz para los defensores de la democracia constitucional. Aunque ahora se encuentre dividido tras el final de su aventura, el nacionalismo catalán ha cambiado de estrategia sin cambiar de objetivos; lo mismo puede decirse de un catalanismo que se resiste a aceptar su contribución, a menudo involuntaria, a este insólito desastre colectivo. Y quizá nada resulte más chocante que ver a los protagonistas del procés convertidos en socios preferentes del Gobierno español, con el que siguen negociando —con mayor o menor éxito— traspasos competenciales y amnistías, mientras reclaman leyes de claridad y rehúsan cumplir sentencias judiciales. Así que la flecha de la irrealidad circula en las dos direcciones: si hoy aún nos cuesta creer que viviéramos aquel octubre, aquel octubre se resistiría a creer lo que ha pasado desde entonces.