La crisis de la masculinidad
«Mientras el feminismo reivindica una igualdad necesaria, nos olvidamos de otra desigualdad: la de los hombres apartados del sistema y carentes de futuro»
Mientras la cultura contemporánea prosigue su cruzada feminista, los análisis sociológicos empiezan a ofrecer datos que anuncian una peligrosa crisis de la masculinidad. Este es el argumento central del último artículo de David Brooks en The New York Times, a raíz de la reciente publicación del importante estudio de Richard V. Reeves, Of Boys and Men. La crisis de la masculinidad nos habla de una problemática moral y humana, económica y social que afectaría ya a la mitad de la población norteamericana. Los hombres no sólo fracasan más en la escuela y lo tienen cada vez más difícil en el mercado laboral, sino que también fallecen en mayor número a causa del suicidio o del abuso de drogas. Sin conocer los datos de nuestro país, ya sabemos el papel que juegan los Estados Unidos como indicador adelantado. Difícilmente el desarrollo del capitalismo nacional tomará un rumbo muy diferente al del americano y es probable incluso que incida aquí aún con mayor virulencia, si pensamos en las crisis superpuestas que nos vienen afectando desde hace al menos dos décadas.
El hecho de que los hombres obtengan de media peores resultados académicos resulta ya una obviedad que nos sugiere, por un lado, cierta demora en la maduración durante la infancia, pero que sobre todo nos sitúa ante una problemática de índole social y cultural. Sorprende –como explica Reeves en su estudio– que los niños y los adolescentes sean mucho más sensibles al entorno que las niñas; y ello explicaría que, al nacer en una familia desestructurada o al crecer en un barrio pobre, sean las alumnas las que logren remontar en mayor medida ese punto de partida poco ventajoso. La destrucción de la familia y la pérdida de vínculos religiosos, sociales y culturales afectan con más dureza a los hombres. No sólo hay más chicas que chicos en la universidad, sino que también el paro juvenil y en la primera vida adulta se ceba más en ellos que en ellas.
«Con dificultades en el estudio y sin trabajo de calidad, la desmoralización se convierte en una constante cuyos efectos inciden en la política»
Brooks y Reeves hablan de los Estados Unidos, pero se podría plantear un debate similar centrado en España. Quizás la tendencia más evidente es la que observamos en escuelas y universidades; pero no sólo en estos dos ámbitos: hay que pensar también en la reducción de determinados trabajos muy asociados a los varones –en ciertos sectores industriales, por ejemplo– que, debido a la deslocalización, han dejado de ser tan habituales en nuestra geografía. Con dificultades en el estudio y sin trabajo de calidad, la desmoralización se convierte
en una constante cuyos efectos inciden en la política –¿el voto populista?–, la psicología, la cultura y la sociedad.
Mientras el feminismo reivindica legítimamente una igualdad necesaria, nos olvidamos de que se puede estar incoando otra desigualdad: la de los jóvenes y hombres de mediana edad apartados del sistema y carentes de un futuro prometedor. Y, sin embargo, la pregunta que se suscita de inmediato es: ¿qué podemos hacer? ¿Cómo debería cambiar la política para evitar esta nueva brecha? La ambición se cultiva –sostiene con razón Brooks en su columna– y esta es una idea que debería servirnos de inspiración tanto para las mujeres como para los hombres. La escuela, el trabajo, nuestro entorno social, cultural y familiar deberían llamarnos a la ambición en su sentido más noble. En lugar de dividirnos o de educarnos en el rencor hacia la diferencia o hacia la excelencia, hay que incentivar la fe en el porvenir y ensanchar los horizontes con una cultura del esfuerzo que haga de la dificultad una plataforma necesaria para la mejora. Necesitamos horizontes de esperanza, auténticos semilleros de futuro para hombres y mujeres.