THE OBJECTIVE
Javier Benegas

Populistas y tecnócratas, díganle al público la verdad

«¿Hasta dónde puede crecer una Europa cada vez más envejecida, menos competitiva e influyente y en la que, para colmo, la libre iniciativa es reprimida?»

Opinión
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Populistas y tecnócratas, díganle al público la verdad

Banderas de la Unión Europea ondean en un edificio de Bruselas. | Reuters

Nada de lo que sucede hoy puede entenderse sin poner el foco en la acción de los políticos, intelectuales y expertos durante las últimas décadas: su intromisión en la vida privada de las personas, su empeño por legislar en función de lo que ellos mismos denominaron derechos colectivos y, por encima de todo, su determinación para llevar a cabo un proceso de ingeniería social incremental, sustentado en una serie de dogmas bastante discutibles que han acabado comprometiendo la libertad, la igualdad ante la ley, el pensamiento crítico y el bienestar económico. De aquellos polvos vienen estos lodos.

Desgraciadamente, también quienes se postulan para arreglar el desaguisado no parecen estar muy dispuestos a contarle al público toda la verdad, quizá por ignorancia o por ceguera, o quizá por pura conveniencia, porque hacerlo acarrearía el desafecto de una población que durante décadas se ha considerado el ombligo del mundo. Y no está en condiciones, ni psicológicas ni materiales, de aceptar que Europa ya no es el centro de nada, que hay que cambiar el chip y que hacerlo exigirá sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor.

Si analizamos Europa desde la perspectiva de su pasado reciente, descubriremos claves importantes que, en buena parte, explicarían la zozobra actual. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta hoy, el horror de la guerra y la creencia de que la sociedad de masas constituía un peligro, llevó a establecer sistemas democráticos limitados que aseguraran la prevalencia del poder político sobre la sociedad.

Para convencer a los ciudadanos de que la democracia debía ser más limitada, se ofrecieron contrapartidas. Estas contrapartidas se sustanciaron en una: el Estado de bienestar moderno que, a diferencia del proyectado por el sociólogo alemán Lorenz von Stein en el siglo XIX, ya no sería subsidiario sino universal. Una diferencia sustancial, pues incrementaba notablemente las necesidades presupuestarias, la capacidad para generar dependencias y, lo más importante, ampliaba casi sin límite el poder de intervención.

«Para socialistas y democristianos, la sociedad debía ser dirigida por una élite que neutralizara el mal que anidaba en su interior»

Aceptada tácitamente esta transacción, el modelo democrático europeo se asentó durante décadas sobre dos alternancias básicas: los socialdemócratas y los democratacristianos. Ambas, si bien tenían diferencias, compartían una característica fundamental: la idea de que el bien o, si se prefiere, la moral debía proyectarse desde el poder político, y no desde la sociedad; es decir, para ambas, una por socialista y otra por cristiana, la sociedad debía ser dirigida por una élite que neutralizara el mal que anidaba en su interior.  

El largo periodo de paz y prosperidad europeo que siguió a la posguerra permitió que este consenso se asociara a un éxito incontestable. Pero que este éxito fuera mérito del consenso socialdemócrata y democristiano es bastante discutible. Lo cierto es que Europa disfrutó durante décadas un fuerte viento a favor y además contó con un elemento específico que, a la postre, resultaría definitivo para la cohesión social.

El viento a favor consistió, fundamentalmente, en una energía barata y abundante que se percibía casi inagotable; el fácil acceso a las materias primas, que además fue acompañado por un progreso tecnológico que permitió un aprovechamiento cada vez más eficiente; la reconstrucción de un continente arrasado por la guerra, que demandaba abundante mano de obra; y, por supuesto, el boom de la natalidad. A esto hay que añadir el auge económico de los Estados Unidos y la proyección de su financiación sobre el Viejo Continente. Pero todavía faltaría ese elemento singular, la fuerza centrípeta clave de la cohesión europea: la amenaza soviética.

Con todo a su favor, el modelo socialdemócrata y democratacristiano pudo consolidarse. El Estado de bienestar se expandió en todas direcciones. Paralelamente, el cuerpo de políticos y tecnócratas también se incrementó. Este proceso de crecimiento del Estado y de quienes lo proyectaban tuvo consecuencias adversas. Pero como el viento a favor siguió soplando, pasaron desapercibidas.

«La crisis del petróleo de los años 70 supuso un violento despertar»

Pero nada dura eternamente. La crisis del petróleo de los años 70 supuso un violento despertar. De un día para otro el petróleo cuadruplicó su precio. La energía dejó de ser barata y abundante. Las materias primas, igual, con el agravante de que su procesado para producir productos con valor añadido dependía precisamente de la energía barata y abundante. Y en muchos países el desempleo alcanzó cifras desconocidas desde la posguerra. 

La crisis del petróleo no fue especialmente larga, pero tuvo un fuerte y prolongado impacto en las sociedades occidentales. Muchos quizá no lo sepan, pero en los Estados Unidos llegó a haber desabastecimiento de combustible, aunque este desabastecimiento fue en buena medida consecuencia del intento de controlar los precios por parte de la administración Nixon, lo que generó efectos indeseados.

La crisis de los 70 fue un duro despertar. La creencia de que la prosperidad económica sería indefinida y siempre creciente se volatilizó. Y simultáneamente entró en crisis la convención dominante de que el Estado de bienestar podía seguir expandiéndose. De hecho, en el nuevo escenario, el Estado de bienestar universal resultaba una carga demasiado pesada. Había, pues, que replantearse su dimensión. De aquí surgiría el periodo liberal de los años 80, como reacción a los excesos de décadas de viento favorable.

Pero el espejismo liberal de los 80 fue breve y no pudo erradicar la mentalidad fuertemente arraigada en el largo periodo de paz y prosperidad asociado al viejo consenso. De hecho, en la década siguiente se iniciaría una reacción anti liberal que irá de menos a más, hasta que se impuso la convicción de que, para regresar a la edad de oro, había que restituir el viejo statu quo. Sin embargo, el viento a favor hacía tiempo que había dejado de soplar. 

La energía ya no era un bien abundante y barato. Su disponibilidad y precio tendían a fluctuar con violencia y a generar nuevas crisis; la emergencia de nuevas potencias económicas endureció la competencia comercial y también por las materias primas y recursos energéticos; la natalidad se había desplomado; el peso de Europa en el nuevo orden mundial, tanto a nivel demográfico como económico o en política exterior, estaba en franco retroceso; y la gran fuerza centrípeta, la amenaza soviética, había desaparecido.

«Europa se asemeja a un cuerpo deforme, con una cabeza dirigente descomunal que se sostiene sobre un cuerpo social cada vez más disminuido»

Este empeño por restituir el viejo statu quo en un mundo completamente diferente al de los 60 y 70, es lo que ha convertido a Europa en una triste sombra del pasado. Sin embargo, su dirigencia se niega a admitirlo. Al contrario, suma nuevos miembros a este consenso. Y lo hace por millares. Políticos, tecnócratas, politólogos, economistas y expertos de toda clase y condición son eyectados desde las universidades hacia la cima de la pirámide, de tal suerte que Europa se asemeja a un cuerpo deforme, con una cabeza dirigente descomunal que se sostiene sobre un cuerpo social cada vez más disminuido. Esta figura desequilibrada se ha mantenido en pie mediante el endeudamiento a cuenta del crecimiento futuro. Pero ¿hasta dónde puede crecer una Europa incapaz de procrear, cada vez más envejecida, menos competitiva e influyente y en la que, para colmo, la libre iniciativa es reprimida por quienes están determinados a salvaguardar su posición?

Y aquí, en esta encrucijada nos hallamos los europeos, obligados a elegir entre una Europa anacrónicamente grandilocuente, que incluso renuncia al crecimiento económico, como demuestra la disparatada transición energética, o hacer de la necesidad virtud.

La primera opción conduce inevitablemente a lo que el profesor Gunther Stent definió a finales de los 60 como «el camino hacia la Polinesia», es decir el regreso hacia una sociedad rudimentaria, liberada de las obligaciones del crecimiento económico y la modernidad, pero que a cambio promete sencillez, naturalidad y tranquilidad. Lo que llena de sentido la declaración en absoluto baladí «no tendrás nada y serás feliz». 

En cuanto a la segunda opción, por ahora sigue huérfana, porque en esto los populistas parecen ofrecer una alternativa equivalente a la de sus adversarios tecnócratas; concretamente, el regreso a la forma original, a una Europa de naciones ensimismadas, que se proyectan hacia el interior y no hacia el exterior. Sin embargo, la soberanía, que dicen defender, no consiste en prometer la protección del Estado nación, sino en estimular la fortaleza de las personas. Y para ello, el primer paso es contar toda la verdad a los ciudadanos, recuerden: en una época de engaño universal, decir la verdad es un acto revolucionario. Esto es que el mundo ha cambiado, que no hay vuelta atrás y que no hay arcadia que pueda mantenerlos a salvo.

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