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Javier Benegas

El cura y la democracia

«Construirnos un mundo donde nada ni nadie nos ofenda, nos ha convertido paradójicamente en la imagen especular del viejo fundamentalismo religioso»

Opinión
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El cura y la democracia

Agencias

El martes tuvo lugar en Bruselas un monumental escándalo. Emir Kir, alcalde socialista de Saint-Josse-ten-Noode, decidió mandar a la policía para sabotear una convención conservadora arguyendo que la extrema derecha no era bien recibida. La casi nula presencia en los medios de información, y por consiguiente en la opinión pública española, de este suceso, que atenta contra la libertad en el corazón de la Unión Europea, me ha hecho recordar por el llamativo contraste informativo la arrebatada polémica que tuvo lugar en España el pasado mes de febrero, cuando un cura católico hizo público su disgusto en X por la celebración de una boda entre dos hombres en la ermita de una finca privada. 

Como digo, mientras el ataque sin precedentes a la libertad política protagonizado por el alcalde socialista Emir Kir en Bruselas apenas ha merecido atención, ni de los medios, ni de los políticos, ni de la opinión pública española, las declaraciones de un cura católico hicieron sonar con fuerza las alarmas democráticas. 

Los diarios dieron buena cuenta del cura. Más que informar, aprovecharon para dar un escarmiento en cabeza ajena. Algunos incluyeron directamente en el titular de su noticia el calificativo homófobo. Incluso hubo una cabecera que recurrió al juego de palabras para señalar que el cura había perdido el oremus, expresión cuyo sentido original es religioso y se refiere a perder el hilo durante el rezo. Sin embargo, no fueron los únicos en atizar con saña al imprudente reverendo. Demasiados políticos y particulares se sumaron con entusiasmo al linchamiento.  

No voy a entretenerme en el aspecto más obvio de esta polémica. Lo que yo piense de las bodas entre personas del mismo sexo es irrelevante. Me interesa destacar la tendencia no a criticar o debatir opiniones sino a denigrar a las personas. 

No digo nada nuevo si señalo que el progresismo más dogmático, y a veces no tan dogmático, parece considerar la denigración del adversario como una práctica legítima, porque con ella hace prevalecer sus propios mandamientos sin dar lugar a la crítica, disuadiendo al resto para que, si no los comparte, guarde silencio. Lo desconcertante es la actitud de cierto liberalismo que parece tanto o más canónico cuando se trata de exigir el estricto cumplimiento de determinados mandamientos. 

«Ahora tu derecho a abrir la boca termina donde empieza mi sentido de la ofensa»

Me pregunto qué es la sociedad abierta para este extraño liberalismo, ¿aquella en la que se pueden manifestar opiniones libremente, sin temer ser socialmente ajusticiado? ¿O la que alardea de libertad, hasta que en el ejercicio de esa misma libertad alguien manifiesta una opinión que nos disgusta? Diría que el conocido aserto de que tu libertad termina donde empieza la mía ha sido reformado y ahora tu derecho a abrir la boca termina donde empieza mi sentido de la ofensa.

El concepto de libertad religiosa puede resultar confuso, en tanto que antes hay que ponerse de acuerdo en qué es en sí «la religión» y «lo religioso». Sin embargo, este no es el caso de Europa. En nuestro continente existe el consenso de que religión es aquello que ha formado parte de nuestra historia a lo largo de los siglos y que tiene su origen en la tradición judeocristiana. A partir de ahí, el concepto de libertad religiosa, que surge para poner fin a los enfrentamientos dentro del propio cristianismo, ha evolucionado hacia la prevención de cualquier forma de coerción, tanto para salvaguardar a quien profese alguna religión como para quien no profese ninguna.

En España, como en muchos países europeos, se protege la libertad religiosa para que no sea coaccionada ni por el Estado ni por los particulares. Esta libertad, en teoría, da por descontado el derecho a manifestar las convicciones religiosas, lo que llamamos «libertad de culto». Y aunque la definición de libertad religiosa haya adquirido con el tiempo un sentido más amplio, ya sea como libertad ideológica y religiosa o libertad de pensamiento, conciencia y religión, la libertad de culto sigue estando vigente. 

La libertad de culto sin embargo no consiste, como algunos parecen creer, en practicar la religión de puertas adentro; también reconoce el derecho a manifestarla de puertas afuera para sumar feligreses, aunque algunos parezcan empeñados en perderlos por las formas. Esto tiene su lógica, pues no se entendería que quienes profesan una ideología puedan hacer proselitismo y quienes profesan una religión deban abstenerse. Cosa distinta es pretender convertir una religión en obligatoria mediante el poder del Estado. Ahí está la expresión cívica al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios para separar las cosas. Una limitación que, curiosamente, no aplica para determinadas creencias ideológicas que aspiran a ser de obligado cumplimiento para todos.

«La prohibición tácita del derecho a la libertad religiosa y, derivadamente, de la libertad de expresión, no es liberalismo»

Puede que para los no católicos o incluso para muchos que dicen serlo algunos preceptos de esta religión resulten anacrónicos. Pero confundir el anacronismo respecto de las actuales preferencias, usos y costumbres de muchos ciudadanos con la prohibición tácita del derecho a la libertad religiosa y, derivadamente, de la libertad de expresión, no es liberalismo. Es justo lo contrario: es la negación del pluralismo. Que muchos que se tienen a sí mismos por liberales caigan en este error sin darse cuenta resulta bastante preocupante, pero que lo hagan políticos supuestamente católicos y liberales es alarmante. 

Aunque a demasiados políticos católicos les resulte incómodo, una religión no es algo facultativo. Por más que los tiempos cambien una barbaridad, como diría el castizo, toda religión tiene sus preceptos. Por eso somos libres de asumir una u otra o renunciar a todas. Claudio Magris, que no parece demasiado sospechoso de sembrar el odio —Sánchez Dragó le acusó de ser un tibio-, escribió a propósito de esta moda de nuestro tiempo de confeccionarnos religiones a medida: 

«Si uno es cristiano, no es budista, y viceversa, aunque se respeten en ambos casos las elevadas enseñanzas de Cristo y de Buda y se aprenda tanto de su ejemplo. Sólo se respeta una concepción del mundo si se la toma en serio hasta el fondo, si se confronta rigurosamente la verdad que anuncia y la propia capacidad de adherirse o no realmente a ella». 

Y por si su crítica no resultaba suficientemente clara, añadía: 

«El caso es que, guste o no, el catolicismo no acepta el matrimonio entre personas del mismo sexo»

«Lo que una filosofía o una fe propugna es una unidad orgánica, no una ensalada en la que cada ingrediente es optativo […] Ahora, en cambio, todo parece reducirse a optativo, a elemento aceptable o rechazable a capricho, sin que eso comporte la alternativa entre una adhesión o un rechazo completo».

Puede que al cura en cuestión no le animara sólo el amor al prójimo y que detrás de su declaración hubiera sentimientos turbios. Pero eso no lo puedo saber ni yo, ni usted, querido lector, ni nadie, sólo prejuzgarlo. El caso es que, guste o no, el catolicismo no acepta el matrimonio entre personas del mismo sexo. Esto lo sabe cualquiera sin necesidad de estudiar el catecismo. Entonces, ¿a qué se debe tanto escándalo, este estruendoso rasgarse las vestiduras y darse golpes en el pecho? Puesto que asumir esa religión no es una elección forzosa, tampoco deberíamos exigir a quien la practica cabalmente que asuma de forma obligatoria nuestras objeciones al respecto sin que pueda siquiera decir esta boca es mía, porque si lo hace, el cielo, nuestro cielo, se desplomará sobre su cabeza.    

Quizá sea que nuestro deseo de construirnos un mundo a la medida, donde nada ni nadie nos ofenda o contraríe, nos ha convertido paradójicamente en la imagen especular del viejo fundamentalismo religioso. Un mundo donde no ya un cura sino también un intelectual o un político deba ser arrojado a la hoguera y privado de derechos fundamentales como los de reunión, asociación y expresión, tal y como ha sucedido en Bruselas, por manifestar su desacuerdo con las bodas entre dos personas del mismo sexo o la conversión del aborto en un derecho irrestricto. Si estos excesos contra la libertad de culto, opinión o conciencia son compatibles con el pluralismo democrático, que venga Dios y lo vea.

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