THE OBJECTIVE
Javier Benegas

Una nueva oligarquía… peor que la anterior

«Quizá la solución para no tener que elegir entre burócratas o trepas, entre susto o muerte, sea replantearse en qué hemos convertido el mérito»

Opinión
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Una nueva oligarquía… peor que la anterior

Estudiantes se presentan a una oposición

Durante bastante tiempo los abogados del Estado han sido claves en los gobiernos del Partido Popular, primero con José María Aznar y después con Mariano Rajoy. Hoy la tendencia continúa con José Luis Martinez-Almeida, actual alcalde de Madrid. Sin embargo, los tiempos han cambiado. Hemos pasado de que estos altos funcionarios tuvieran un acceso preferente a la política a que la acaparen los Puente, los Bolaños, las Díaz, los Otegi y los Puigdemont. Esta evolución nos lleva a plantear la estrecha disyuntiva de tener que elegir entre un extremo u otro: ¿qué prefieres como político, a un abogado del Estado que ha superado una oposición o a experto trepador? 

Sin embargo, como digo, esta es una estrecha disyuntiva porque la sociedad es mucho más diversa que eso. Y para estar correctamente representada, necesita que se refleje esa diversidad en sus representantes, los políticos. Evidentemente, entre los Óscar Puente y quienes han superado una dura oposición no hay margen para la duda. Pero ese es un planteamiento tramposo. 

La función pública existe precisamente para separar la Administración de la política. Por eso el puesto de funcionario es vitalicio: para que ejerza salvaguardado de las coacciones del poder. Por eso, también, cuando una dura oposición se utiliza como un atajo hacia la política, la función pública se desvirtúa, con el agravante de que el regreso desde la política a una administración plantea serias dudas, porque los dos valores fundamentales de la administración del Estado son la neutralidad y la impersonalidad, algo que quien se significa en política ha sacrificado.  

Lo interesante es que, precisamente, esta costumbre de que los altos funcionarios, como abogados del Estado y jueces, tengan bastante presencia en la política es lo que ha acabado abriendo la puerta al sanchismo, porque en última instancia lo que se ha impuesto en nuestra democracia es la pertenencia al grupo. Y una vez que esta condición se establece, un día es el alto funcionariado el que impera y al siguiente lo es otra oligarquía aún peor. 

De esta dinámica de grupos y su transformación surge precisamente Yolanda Díaz, que nos habla como si tuviéramos siete años. Cualquiera pensará que Díaz es alguien del montón en comparación con las élites de abogados del Estado. Pero no es exactamente así. Yolanda no ha desembarcado en la política porque tuviera una revelación. Es hija de Suso Díaz, militante del Partido Comunista de España y exsecretario general de Comisiones Obreras en Galicia. Su tío Xosé Díaz fue miembro del Partido Comunista de Galicia y diputado en el Parlamento de Galicia por el Bloque Nacionalista Galego entre 1997 y 2005. Es decir, Yolanda forma parte de una saga, de un grupo cerrado; en definitiva, de una oligarquía. Esto sucede en otros muchos políticos que ya no necesitan ser abogados del Estado, pero que sin embargo están amparados por su propia dinastía. 

«Las cosas van de mal en peor porque hemos dejado de emplear la meritocracia para que nos gobiernen los mejores»

Cuando contemplamos la degradación de la política solemos acabar identificando como origen del problema la devaluación de un concepto que creemos comprender con absoluta claridad: el mérito. Las cosas van de mal en peor porque hemos dejado de emplear la meritocracia para que nos gobiernen los mejores. Frente a ese concepto del mérito se imponen ahora la pertenencia al grupo y sus conductas estratégicas que, si bien ayudan a los sujetos alcanzar sus objetivos, dan como resultado una selección adversa. No son los mejores quienes acaban gobernando. Son los que mejor se adaptan a estas condiciones.

Pero volvamos al principio, a ese concepto de mérito que creemos tener claro. Hasta no hace mucho que los sujetos sin estudios alcanzaran éxito y notoriedad no era una rareza sino algo muy habitual. Sin embargo, los títulos se han convertido en el salvoconducto imprescindible para acceder a los puestos más elevados de la Administración, de la empresa o de los negocios, cerrando el paso a aquellos que poseen cualidades excepcionales pero no un título académico. ¿Cómo tuvo lugar esta evolución y cuáles podrían ser sus consecuencias?

Joseph F. Kett, historiador estadounidense, intentó desvelar estas dos incógnitas y para ello desdobló la idea del mérito en dos conceptos diferentes: el «mérito esencial» y el «mérito institucional». El primero, el «mérito esencial», consistiría en el carácter de un sujeto, en sus principios y valores, en una inteligencia singular, en su integridad y calidad como persona. Estas cualidades serían las que definirían la forma en que afrontaría la vida y se reflejarían en logros concretos como, por ejemplo, alcanzar el éxito empresarial partiendo desde cero.

En cambio, el «mérito institucional» no atendería ya a los valores de las personas, ni a una inteligencia difícilmente medible, ni tampoco al carácter ni a los éxitos objetivos, sino que consistiría en la certificación de los conocimientos mediante pruebas estandarizadas. Este mérito se acreditaría mediante un título sellado por instituciones o establecimientos especializados, como por ejemplo una universidad… o el tribunal de una oposición.

«Lo preocupante es que el mérito institucional acabó convirtiéndose en un elemento excluyente»

Parece evidente que la sociedad de masas supuso una revolución para el concepto de mérito. Mientras que en las pequeñas comunidades era relativamente fácil identificar las cualidades de cada sujeto, esto dejó de ser así en comunidades mucho más grandes donde la gente no se conocía. Gradualmente el mérito esencial fue perdiendo vigencia y dando paso a un mérito institucional que tenía su lógica, pues donde las relaciones se establecían entre desconocidos, hacía falta establecer un sistema de acreditación que proporcionara alguna garantía.

El problema no es que se idearan los títulos académicos o que la gente decidiera ir a la universidad. Lo preocupante es que el mérito institucional acabó convirtiéndose en un elemento excluyente. Es cierto que ambos tipos de mérito pueden solaparse. Un sujeto puede tener un carácter admirable, una inteligencia singular, grandes logros y, además, estar acreditado por un título académico. Sin embargo, entre ambos tipos existen diferencias cruciales y sus cualidades no son intercambiables. 

Hoy lo que predomina son los sujetos que sólo tienen uno de los dos tipos de mérito: un título. Esta prevalencia implica un traspaso del poder desde los ciudadanos hacia la burocracia del Estado; es decir, refleja la transformación de una sociedad capitalista competitiva en una sociedad dirigida que ha delegado a los burócratas la potestad de acreditar a las personas.

Cuando el mérito institucional se vuelve excluyente pierde buena parte de sus ventajas. Deja de ser una garantía para convertirse en una barrera de acceso. El ideal meritocrático se devalúa porque se acaba excluyendo a muchas personas válidas. Lo único que cuenta son los certificados, que a lo sumo son una medida imperfecta de la capacidad. El mérito institucional sanciona títulos más que logros; potencialidades para alcanzar un resultado, más que el resultado mismo.

«La masificación abre el camino a la picaresca porque la acreditación burocrática no es garantía para prevenir pésimas conductas»

La imposición del mérito institucional además anima a los sujetos a desarrollar un pensamiento estratégico: si la medida para ascender en la jerarquía social son los títulos, entonces habrá que adquirirlos a toda costa. De ahí la masificación en la educación superior, la inflación de títulos, la devaluación de los mismos y la necesidad de realizar posgrados y carreras académicas inacabables para intentar asomar la cabeza por encima de una multitud acreditada. 

Pero lo peor es que la masificación abre el camino a la picaresca porque la acreditación burocrática no es suficiente garantía para prevenir pésimas conductas. De ahí que en la actualidad existan serias dudas sobre la capacidad intelectual de demasiados políticos y gobernantes que cuentan con la preceptiva acreditación académica, incluso existe la fundada sospecha de que pudieron obtenerla sin la exigencia necesaria, mediante trato de favor o directamente de forma tramposa y fraudulenta.

La devaluación del mérito no es un problema nuevo. Los sistemas meritocráticos tienden a deteriorarse, a degenerar en oligarquía. Siempre existirán fuerzas que empujarán a toda organización social, por muy democrática, representativa y meritocrática que sea, a transformarse en oligarquía porque los que logran situarse arriba se acostumbran al poder y quieren conservarlo aun a costa de perjudicar el progreso de la sociedad. Por eso las sociedades democráticas, tras varias generaciones, tienden a degeneran de nuevo en sociedades estamentales, porque los padres que alcanzan determinadas posiciones tratarán de que sus hijos las hereden. A este fenómeno Daniel Bell lo llamó élites enclavadas.

El resultado es una sociedad donde el mérito individual se valora mucho menos que la pertenencia a un grupo donde la acreditación académica es un mero formulismo. Da igual izquierda o derechas, todos terminan buscando acomodo en el grupo para lograr lo que por méritos propios no podrían conseguir. España es un clarísimo ejemplo de esta peligrosa degradación.

Quizá la solución para no tener que elegir entre burócratas o trepas, entre susto o muerte, sea replantearse en qué hemos convertido el mérito y si no estaremos adorando a una especie de Estado tribal en detrimento de la iniciativa individual. No se trata de eliminar el mérito institucional, que es una invención moderna y necesaria en la sociedad de masas, sino de hacerlo compatible con el mérito esencial. Algo que sólo será posible eliminando tribalismos, corporativismos y barreras que impiden prosperar a demasiadas personas con virtudes y talento… pero que carecen de los correspondientes salvoconductos de una élite de políticos, expertos y burócratas cada vez más degradada. 

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