Eterno 1936
La Guerra Civil española es un auténtico campo de batalla ideológico político en el que la historiografía no ha neutralizado, ni mucho menos, y así se refleja en ella, la dialéctica amigo/enemigo
Decía el gran historiador portugués, Oliveira Martins, en su Historia de la Civilización ibérica, que en la historia no hay enemigos, sino que lo que hay son muertos. Creo que este es un buen criterio para definir el campo de la historia, en efecto, y distinguir cuándo nos encontramos ante un relato histórico (es decir, verdadero, en cuanto que remite a una realidad pasada) o, más bien, nos encontramos ante uno ideológico político, que nos remite a una pugna presente, y que utiliza la Historia como justificación. Sobre todo, si invertimos la frase, me parece un criterio bastante firme para determinar lo que es historia y lo que no. Cuando en el relato, que quiere pasar por histórico, se habla de “enemigos” en lugar de muertos, entonces es que, en efecto, ya no se puede hablar de relato histórico (aunque quien lo construye quiere colarlo por tal).
Cuando, además, aún no ha pasado, respecto a la actualidad presente, el suficiente tiempo como para que la dialéctica amigo/enemigo se diluya, pues entonces, será aún más fácil, habrá mayor tendencia -tendenciosa- a hablar de “enemigos”, y no de muertos.
La Guerra Civil española, de cuyo final no han pasado ni noventa años (con algunos protagonistas de los acontecimientos aún vivos), es un auténtico campo de batalla ideológico político en el que la historiografía no ha neutralizado, ni mucho menos, y así se refleja en ella, la dialéctica amigo/enemigo. Y si la historiografía lo pretendiera, ahí están los parlamentos y los plenos municipales para aprobar leyes o normativa de “memoria histórica” para que la refriega continúe. En ese sentido, la historia de la guerra civil, en buena medida, está por escribir, porque nadie cuenta como víctimas a “muertos”, sino a “enemigos”, ya sea de un bando o del otro.
No sé quién decía que una guerra civil dura, en realidad, cien años (que supongo es el tiempo en el que se produce cierta desconexión generacional -nadie, salvo en familias “nobles”, sabe apenas nada de la línea de sus bisabuelos hacia atrás-), pero la nuestra es una guerra que se prolonga en la historiografía, y no deja de actualizarse políticamente, al identificarse los “hunos” con un bando y los “hotros” con el otro. En “huna” corriente historiográfica, se ven en las izquierdas a los “culpables” (Largo Caballero, Prieto) de la guerra civil que no aceptaron la victoria de “la derecha” en el año 33; en la “hotra” corriente historiográfica, la “culpabilidad” se sitúa en la derecha “fascista”, que puso fin a la “democrática” Segunda República con el “golpe de Estado” del 36. Son corrientes que no hablan de causas, factores, etc, sino de “culpas” y “responsables”. No van a la historia a conocer el pasado, o a analizarlo (cognitio), sino que van a ganar un juicio, el juicio político del presente (convictio), y sacar su rédito electoral.
De este modo, la tendenciosidad en una y otra corriente, que más que historiográficas son prolongación de las corrientes ideológicas actuales, distorsionan completamente la realidad histórica de los acontecimientos asociados a la guerra civil y, por supuesto, también a la Segunda República (como marco político en el que se desarrolló esta guerra).
Últimamente, con el auge de Vox, se ha impuesto en determinados círculos (casi asumida como indiscutible) la versión que fija la responsabilidad (o sea, la culpabilidad) de la guerra en “la izquierda”, suponiendo que este bando, con un proyecto revolucionario en su programa, quería subvertir el orden “democrático” para sacar adelante sus fines, encontrándose tan sólo con una oposición, la de la derecha parlamentaria, siempre pusilánime y timorata (“maricomplejines”, que dice aquel).
Pero es que resulta que “las derechas”, y sus representantes, no eran esas almas cándidas jobianas, según la imagen que de ellas se quiere dar en esa versión, sino que su carácter subversivo (en cuanto al orden establecido) era tan activo como lo era en el otro bando, aunque, naturalmente, la subversión tuviera otra dirección y otro sentido (no es lo mismo conservar cierto orden que transformarlo).
En una revista llamada El Argonauta Español, Eduardo González Calleja (autor todo lo tendencioso que se quiera) publica un artículo, de gran interés, llamado Los discursos catastrofistas de los líderes de la derecha y la difusión del mito del “golpe de Estado comunista” (2016), en el que se recoge una amplia referencia antológica de los discursos de los principales líderes de la derecha (Gil Robles, Calvo Sotelo), cuyo perfil, atendiendo a esos discursos (dados en el parlamento, pero también en mítines, recogidos después por la prensa), encaja muy mal con ese molde angelical (“maricomplejines”) que de ellos se perfila desde aquella otra versión.
Como botón de muestra, vamos a traer aquí un discurso de Gil Robles (septiembre de 1933), quizás el más conocido, pero no desde luego el único (hablando Calvo Sotelo en otras ocasiones en parecidos términos), y que dice así:
“Proyectemos ahora una mirada hacia el porvenir (…). Nuestra generación tiene encomendada una gran misión. Tiene que crear un espíritu nuevo, fundar un nuevo Estado, una Nación nueva; dejar la Patria depurada de masones, de judaizantes… (Grandes aplausos) (…). Hay que ir a un Estado nuevo y para ello se imponen deberes y sacrificios. ¡Qué importa que nos cueste hasta derramar sangre! Para eso nada de contubernios. No necesitamos el Poder con contubernios de nadie. Necesitamos el Poder íntegro y eso es lo que pedimos. Entretanto no iremos al Gobierno en colaboración con nadie. Para realizar este ideal no vamos a detenernos en formas arcaicas. La democracia no es para nosotros un fin, sino un medio para ir a la conquista de un Estado nuevo (Aplausos). Llegado el momento el Parlamento o se somete o le hacemos desaparecer (Aplausos) (…). Llamo, eso sí, a todos, cuanto mayor número mejor, para terminar esta primera tarea de frenar y liquidar de una vez la revolución”.
Como vemos, la conspiración “comunista” contra la ley, que según las derechas estaba en marcha, justificaría la construcción de un “Estado nuevo” que liberase a la Nación de esa “carcoma” (la del comunismo) sin que, además, la democracia representase freno alguno para sacar estos planes adelante.
Esa visión edulcorada que la derecha actual quiere dar de la derecha del 36 es tan falsa, mutatis mutandis, como la visión que tienen en la izquierda parlamentaria actual de la Segunda República, como si fuera aquello el colmo de la justicia y la armonía social, abortado y boicoteado por la “perversa” derechona, con sus espadones a su cargo. Estas visiones, maniqueas, que contemplan la Guerra Civil como una lucha cósmica, metafísica, entre el Bien y el Mal, es lo que hace que el 36 quede fijado como un hito sub specie aternitatis, en el que un contrario se impone a otro, y el otro al uno (España/AntiEspaña). El 36 es el inicio, pues, bien del Génesis (año “triunfal”), bien del Apocalipsis (muerte de “la democracia”). Una Historia sagrada desde la que los muertos no son tales, sino que son enemigos eternos de una lucha que continúa.