Un negocio familiar
Descubrir un bar es todo un acontecimiento; en mí, que soy editor, desata una euforia semejante a la que desata el hallazgo de un autor que merece la pena
Descubrir un bar es todo un acontecimiento; en mí, que soy editor, desata una euforia semejante a la que desata el hallazgo de un autor que merece la pena. La experimenté hace unos meses. Acababa de mudarme y llevaba unos días buscando sin éxito un bar en el que desayunar de vez en cuando: en algunos, el café tenía la insipidez del descafeinado de sobre; en otros las tostadas eran pírricas, casi había que mirarlas con lupa; y, en el último, más que tomate rallado, lo que servían era tomate triturado en batidora moderna y eficiente. Aquello no eran pan tumaca; ¡eran tostadas con zumo de tomate! ¡Pan bañado en tomate!
Di con Sanpas Rodríguez cuando mi ánimo flirteaba ya con la desesperanza. Me senté en su terraza receloso, augurando una calamidad con el café o con el pan o con el servicio. ¡Me había convertido en un escéptico de los bares! Le pedí el desayuno al camarero, que me respondió con una expresión en desuso, «a la orden», y una sonrisa. No era aquél el camarero prototípico, malencarado, sino uno educado, educadísimo, y podría decirse que incluso risueño. Me trajo un café que sabía a lo que tenía que saber, a café, y yo fui entregándome poco a poco al optimismo, dejando que se abriera paso entre las borrascas de mi mente la luminosa idea de que no todo está perdido en la hostelería, de que aún hay motivos para la esperanza.
Aquél era, no obstante, un optimismo matizado, uno al que subyacía un poso de pesadumbre: mi escepticismo me decía que las tostadas estarían malas y que yo, en consecuencia, seguiría huérfano de una cafetería en la que desayunar. Pero llegaron las tostadas y observé que eran buenas, intachables. El tomate estaba canónicamente rallado y el pan tenía la firmeza que le corresponde: permitía un masticar tranquilo, placentero, inconsciente; el pan es bueno cuando uno lo mastica sin reparar en que lo está masticando.
Seguí yendo a Sanpas, naturalmente; ya no era un huérfano. Y si bien cada día me atendían unos camareros distintos, todos eran argentinos. Un día le pregunté a uno de ellos por este peculiar hecho y me hizo saber que, además del vínculo de la nación, les unía el vínculo de la familia: era un negocio de hermanos, padres y cuñados. Mientras me explicaba los detalles, yo recordé la consigna, capitalista y modernísima, de que es preferible mantener a la familia al margen de los negocios, la idea de que uno no puede mezclar familia y negocio sin echar a perder ambas. Pero aquel hombre me demostraba su falsedad; parecía feliz de trabajar en un proyecto que no era sólo suyo, sino también de los suyos.
Ese día regresé a casa pensando en Chesterton, claro. Sanpas Rodríguez, negocio familiar que demuestra la viabilidad del distributismo a pequeña escala ―la única escala, por cierto, en la que el distributismo aspira a existir―, se me apareció entonces como un promontorio que se alza en el mismo centro de un mar embravecido, como una pequeña rareza surgida en un mundo, el de la hostelería, que «avanza» como todos los otros hacia la megalomanía de lo multinacional y hacia la grisácea monotonía de lo impersonal.