Difama e impera
España y democracia son incomposibles: si España existe es porque no hay suficiente democracia, y si llega la plenitud democrática será porque España haya desaparecido del mapa
Y dijo Charles Darwin: «¿Quién puede decir positivamente por qué la nación española, tan poderosa en otros tiempos, ha quedado ahora tan atrás? […] Durante el mismo período el santo oficio buscaba con afán a los hombres más independientes y ardorosos para llevarlos a la hoguera o a la cárcel. Solamente en España se eliminaron, durante un período de tres siglos, cerca de mil hombres por año, y hombres de los más útiles, a saber, los que dudaban de las cosas y discutían sobre ellas, y sin la duda es imposible el progreso» (Darwin, El Origen del hombre, p.142, ed. Edaf)
Estas opiniones, como la de Darwin, están muy extendidas por buena parte de la literatura decimonónica, bien académica bien vulgar, y se la encuentra uno, con facilidad, a la vuelta de cualquier esquina bibliográfica e historiográfica. Así, en Adam Smith, padre del capitalismo contemporáneo, o en Montesquieu, padre de la democracia parlamentaria, nos encontramos, en efecto, opiniones muy parecidas que dibujan a España como un país, en general, obsoleto, incompatible con la modernidad, y ya no digamos con la contemporaneidad. Con estos «padrinos» tiene España un pase muy difícil a su consideración de país de «progreso».
El libro de María Elvira Roca Barea, Imperiofobia y leyenda negra (ed. Siruela, 2016), que responde a esta opinión generalizada, se ha convertido en un fenómeno editorial realmente llamativo, coincidiendo además con un momento muy crítico, como cualquiera puede reconocer, del presente político español. Atravesábamos en el 2017 una de las crisis políticas, sin duda, más agudas y profundas desde la guerra civil española, con un riesgo cierto, tras el desafío separatista planteado por parte del catalanismo, de fragmentación de la nación española. Un catalanismo que sigue con la espada de Damocles separatista levantada, y que, si se ha filtrado en el cuerpo político español, en sus instituciones representativas, lo ha hecho respaldado, precisamente, por el singular fenómeno ideológico del que trata magistralmente el libro de Roca Barea.
Porque, en efecto, uno de los mecanismos ideológicos más persistentes que alimentan el separatismo y que permiten su fácil propagación (a pesar de la debilidad de sus fundamentos) es justamente esa «imperiofobia», que ha cristalizado en forma de «leyenda negra» (según la denominación que ha hecho fortuna de Julián Juderías), y que viene acompañando al nombre de España desde, por lo menos, el siglo XV.
Una leyenda negra, lo acabamos de ver, una vez más, el pasado 12 de octubre, desde la que se dibuja a España como una especie de forma histórica monstruosa, teratológica, tan vitanda y detestable que más hubiera valido que no hubiera existido nunca. La España actual, de existir, es algo así como un residuo imperialista, impositivo y tiránico (con Castilla como artífice), por cuya constitución «antidemocrática» se ha subyugado (incluso expulsado y aniquilado) a los distintos «pueblos libres» que vivían felices, arcádicamente, en la península, siendo así que, al ser incorporados como partes de España, sufrieron una integración forzosa (o forzada) que los redujo a la servidumbre. Es, en definitiva, esta identidad violenta, tiránica, negra de España lo único que justifica su unidad (lo único «español» propiamente dicho sería así «el Estado», represor, castigador, vigilante, por hablar en términos biopolítico-foucaultianos).
En este sentido, creemos, en pocos países -quizás en ninguno, ni siquiera en los EE.UU.-, el autodesprecio es tan penetrante, profundo y duradero como lo es en la sociedad española, en la que apenas existe institución, desde la escuela hasta los parlamentos reunidos en asamblea, en la que no se dé cuenta, con distorsión y tendenciosidad, de la negra identidad que España representa. Saliendo además siempre muy mal parada, en relación a su historia, al contrastarla con otras sociedades del entorno de historia similar (Gran Bretaña, Francia, Alemania). Y es que España, desde esa perspectiva negrolegendaria, queda íntegramente identificada con la España imperial, inquisitorial, católica, retrógrada, reaccionaria, franquista, etc; antidemocrática, en fin, y cuya unidad no se sostiene si no como Leviathán artificioso y horrible, como «prisión de naciones» de la que hay que huir una vez que sus barrotes se afinan y ablandan con los procesos, inevitables por lo visto, de «transición» hacia la parousia democrática.
Muchos creen, pues, desde tales presupuestos, que una vez disuelta dicha negra identidad de España, y con el advenimiento de la «democracia plena», también debiera igualmente disolverse su unidad, dejando paso a las «auténticas naciones» («Catalunya», «Euskal Herria», «Galiza»), se supone prehispanas y surgidas in illo tempore, y que el «Estado español» mantuvo secularmente oprimidas y tiranizadas hasta hoy. Y es que la afirmación nacional de estas sociedades («derecho de autodeterminación») hace del todo inviable la unidad de España.
Es por tanto llamativo, por escandaloso, solo comprensible por la asunción del relato negrolegendario, que sea sobre todo desde el interior de España desde donde con más insistencia se hable, bien directamente de la inexistencia de España, bien de una esencia tan despreciable que sería mejor que dejase de existir. Porque este es el sentido de la proposición «España no existe» predicada una y otra vez desde muchas instituciones y magistraturas españolas, una proposición que, de esta manera, se sitúa más en el plano del «deber ser» programático que en el del «ser» fáctico: no es que España no exista, es que España debe no existir, esto es, debe perecer como Nación dejando paso a la «libre determinación de los pueblos» por ella oprimidos.
Una negación anticonstitucional que va acompañada, por la propia lógica del relato negrolegendario, de la pretensión, igualmente anticonstitucional, de conseguir el reconocimiento del título de Nación para alguna de las regiones españolas, negándoselo así a España.
Como consecuencia de la fuerte implantación institucional de esta posición, digamos antinacional-española (España representa lo peor políticamente hablando, y lo mejor que se puede hacer es desentenderse de ella, si no directamente atacarla atentando contra su soberanía), ocurre un curioso fenómeno sociológico, muy generalizado en España, según el cual el que afirme lo contrario, es decir, quien afirme la existencia de España, ya no su defensa, sino su mera existencia como Nación soberana, se considerará automáticamente «españolista» o «nacionalista español», alineado con la «extrema derecha» y el «fascismo» sea como fuera que lo justifique. Y es que, se supone, quien defiende la existencia de España está comprometiéndose con su esencia, una esencia siempre sobreentendida por el separatismo y sus cómplices como antidemocrática, tiránica, «fascista», es decir, una esencia tal como es definida desde la leyenda negra.
Ocurre pues, en España, algo muy singular y anómalo, solo explicable a través de los análisis que, de un modo ejemplar, ofrece Roca Barea en su libro: la mera afirmación de la soberanía nacional española, de la cual emanan los poderes del Estado y de cuya existencia depende su propia forma democrática, representa para muchos, con asiento –insistimos- en organismos oficiales, una amenaza para la convivencia democrática porque, en seguida, refluyen esos mecanismos ideológicos negrolegendarios que sitúan a España, revival de la España imperial, en la tiranía y el despotismo («Una, grande y libre»).
En definitiva, para una buena parte de la sociedad española, España y democracia son incomposibles, dioscúricas, como el Javert y el Valjean de Los Miserables: si España existe es porque todavía no hay suficiente democracia; si llega la plenitud democrática será porque España haya, por fin, desaparecido del mapa.