Peripecia triste de la mascarilla
«Sigue habiendo ingresos hospitalarios y los fallecimientos, pero la covid-19 no es la única enfermedad que los provoca: mantener la excepcionalidad no está ya justificado»
Durante los primeros meses de la pandemia, la mascarilla simbolizó para casi todos el esfuerzo colectivo que parecía necesario realizar si se quería contener el daño derivado de un virus que entonces nos era desconocido: una pequeña molestia que equivalía a la contratación de un seguro comunitario. Recordemos que la mascarilla permitía salvar la «distancia social» que había de contribuir a reducir el número de contagios, enfermos y fallecidos; aunque no está claro que lo hiciera. En todo caso, la dificultad de los poderes públicos para modular la adopción de medidas higienizantes provocó situaciones absurdas: la distancia social se impuso durante larguísimas cuarentenas en las que ni siquiera se permitía que los niños salieran a pasear y se nos dijo que la mascarilla era obligatoria en la playa, aun cuando la transmisión del virus al aire libre se tenía por improbable fuera de las multitudes que uno se encuentra en un estadio o una manifestación. Mal que bien, los ciudadanos siguieron con ella: algunos con el miedo en el cuerpo y otros con creciente desenvoltura.
Todo cambió tras la inoculación masiva de las vacunas, que ha ido acompañada del debilitamiento gradual del propio coronavirus. Se ha cumplido con ello la previsión de que sus variaciones serían menos agresivas —para así propagarse mejor— y no lo contrario, aunque nuestras televisiones sigan llamando a epidemiólogos que advierten sobre la inminente gran mutación a la que quizá no logremos sobrevivir. Así que se puede afirmar que la pandemia ha terminado, digan lo que digan los organismos que tienen que decidir oficialmente sobre ese particular o los periódicos que alertan sobre una séptima ola: las flechas pegadas al suelo en los edificios públicos son la arqueología viva de dos años para el olvido. El silencio de las autoridades, sin embargo, tiene efectos colaterales: abundan todavía los ciudadanos que experimentan pánico ante el virus, pese a que la probabilidad de sufrir una enfermedad grave tras contagiarse nunca había sido tan reducida. Ni que decir tiene que sigue habiendo ingresos hospitalarios; tampoco faltan los fallecimientos. Pero la covid-19 no es la única enfermedad que los provoca: el mantenimiento de la excepcionalidad no está ya justificado.
«Se da la paradoja de que el nuestro es el país que más tardó en reconocer la gravedad de la pandemia y también el que más está tardando en admitir que ha concluido»
Hasta donde yo sé, en cambio, España es el único país occidental donde se mantiene la obligación de llevar mascarilla en el transporte público. Ya se ha dicho hasta la extenuación que eliminar el deber de llevar la mascarilla no es impedir que la siga usando quien así lo desee. De lo que se trata es de limitar las restricciones a la libertad del ciudadano cuando no hay razones de peso para imponerlas: que cada uno decida el grado de protección que desea procurarse. Por lo demás, no es fácil discernir la lógica del actual régimen legal, si es que la tiene: uno puede pasarse la noche en un bar atestado de sujetos vociferantes, pero si se sube a un vagón de metro semivacío sin la mascarilla será amonestado por la autoridad competente. Se da así la paradoja de que el nuestro es el país que más tardó en reconocer la gravedad de la pandemia y también el que más está tardando en admitir que la pandemia —afortunadamente— ha concluido. ¡Aunque ahora venga la gripe!
A estas alturas, por lo tanto, la mascarilla ha cambiado su significado: triste objeto que a menudo hemos olvidado en casa justo cuando lo necesitábamos para coger un autobús o comprar aspirinas en una farmacia, ha terminado por ser el ancla que nos sujeta simbólicamente a un pasado que la mayoría ha dejado ya atrás y que nuestros gobernantes —tanto nacionales como autonómicos, hipotéticos expertos mediante— insisten en mantener vivo.