La vuelta de Boris Johnson
«Sería justo que el exprimer ministro, principal responsable del hundimiento del Partido Conservador, volviera al timón para acompañarlo en su inmersión final»
Dudo si la dimisión de la señora Truss, tras 45 raquíticos días en Downing Street, es la prueba de la buena salud de la democracia del Reino Unido o una nueva demostración de su disfuncionalidad. Su sucesor será el tercer primer ministro en este año natural y no es fácil convencerse de que esta volatilidad es síntoma de algo bueno. Se puede argüir que el sistema tiene mecanismos para expulsar elementos tóxicos para el interés general, y Liz Truss no tardó en demostrar que lo era: su anuncio de una rebaja de impuestos quebró la reputación fiscal del país, hundió la libra, disparó el coste de los préstamos y obligó al Banco de Inglaterra a realizar una intervención de 65.000 millones en el mercado de bonos. Su dimisión, por lo tanto, sería un ejemplo saludable del ciclo «acción gubernamental-reacción popular» que define la realidad democrática.
Sin embargo, la impresión no es que el Ejecutivo esté sometido al sano escrutinio del Parlamento, sino que el país está a merced de las intrigas del Partido Conservador. Porque el sucesor de Truss al frente del Gobierno debe antes ser elegido líder del partido en una votación interna a la que solo pueden concurrir sus 200.000 afiliados. Entre ellos, se dice, quedan bastantes partidarios de Boris Johnson. Y esto explica que todas las encuestas pronostiquen una catástrofe torie si se celebraran nuevas elecciones. Hay una lección que los partidos nunca aprenden: el cuidado excesivo a las bases implica el descuido de los electores.
«Uno de los efectos benignos de la democracia del Reino Unido es que los parlamentarios temen a los electores»
Uno de los efectos benignos de la democracia del Reino Unido es que los parlamentarios temen a los electores: a cada circunscripción (son 650) le corresponde un único representante y estos se sienten más vigilados. Pero esto no sería posible sin otro ingrediente necesario: la capacidad de los electores de cambiar su voto. Insistimos mucho en la necesidad de que una democracia cultive instituciones fuertes y jure fidelidad a los principios de Montesquieu, pero insistimos menos en la importancia de cultivar una base electoral crítica.
Treinta puntos separan a los conservadores de los laboristas, ahora liderados por Sir Keir Starmer. Es una buena noticia, no solo porque Starmer es un tipo eurófilo y sensato, sino porque revela que los electores no han atendido impasibles al lamentable espectáculo torie que inauguró la victoria de Boris Johnson en diciembre de 2019. Un Johnson que, como les decía, puede resucitar si gana el apoyo de al menos 100 parlamentarios, el mínimo para concurrir al desempate ante los afiliados del partido. Sería una buena noticia: parece justo que Johnson, principal responsable del hundimiento del partido, volviera al timón para acompañarlo en su inmersión final.