Cosas de mi padre
«Aprendí de él que por alto que sea tu salario tienes que estar preparado para adaptarte a vivir con mucho menos en el momento en que desaparece tu trabajo»
Mi padre era ingeniero. Eligió trabajar en la empresa pública porque, al terminar sus estudios, consideró que su talento y esfuerzo debían servir al bien común (y digo eligió, porque en aquella época -los primeros 60- los ingenieros se repartían las ofertas de trabajo, pues la demanda era muy superior a la oferta).
Fue también profesor universitario primero, y posteriormente catedrático de universidad por oposición (uno de los más jóvenes de España en su momento). En los primeros años 80, los puestos de responsabilidad de las empresas públicas comenzaron a ser okupados (sí, con k) por militantes de partidos políticos, relegando a profesionales como mi padre a otros puestos o a otras empresas públicas donde el nivel de responsabilidad (especialmente la de licitar y adjudicar contratos) fuera mucho menor.
Poco después (creo recordar que en 1985) se aprobó la Ley de Incompatibilidades, que impedía a la misma persona tener dos empleos en el sector público. En el caso de mi padre, eso significó tener que elegir entre el puesto de Director General de una pequeña empresa pública y la Cátedra de Universidad que había obtenido estudiando como un mula durante meses por las noches hasta altas horas de la madrugada y en competencia con un candidato que era el claro favorito pues estaba ejerciendo de profesor titular en la misma asignatura en la misma universidad. Pese a que el sueldo de la Dirección General era tres veces más alto que el de la Cátedra, mi padre eligió quedarse con esta última. Personalmente recuerdo vivamente aquella época pues, al disminuir drásticamente los ingresos familiares, hubo que prescindir de lujos como la empleada doméstica (lo que significó que yo, que entonces tenía 15 años, tuviera que salir corriendo del colegio hacia casa a mediodía y cocinar para toda la familia). Aprendí al menos dos lecciones muy importantes aquel año: por un lado, que no es rico el que ingresa mucho dinero vía salario sino el que no necesita ingresar nada para vivir muy bien y, por otro, que siendo asalariado, por alto que sea tu salario, tienes que estar preparado para adaptarte a vivir con mucho menos en el momento en que, por cualquier razón, desaparece tu puesto de trabajo.
«Aprendí la tremenda velocidad del crecimiento exponencial y algunos trucos de cálculo mental»
La elección de mi padre, vista con perspectiva, fue muy lógica. Por un lado no quería perder lo que tanto esfuerzo le había costado conseguir y, por otro, mi padre era, ante todo y fundamentalmente un gran profesor. Aprendí muchas cosas de él (y me quedé con ganas de aprender muchas más, pues falleció cuando yo tenía 22 años). Por ejemplo, aprendí la tremenda velocidad del crecimiento exponencial, cuando me dio a elegir entre una peseta colocada en un banco al 7% de interés compuesto el día que nació Jesucristo o el valor del oro acumulado por un chorro del áureo elemento, del diámetro de la Tierra, fluyendo a la velocidad de la luz desde el día que nació Jesucristo hasta hoy (si alguien tiene curiosidad que haga los cálculos, pero le aseguro que la peseta es mucho mejor inversión).
Aprendí también algunos trucos de cálculo mental, como por ejemplo que multiplicar por 5 es igual que dividir por 2, y que dividir por 5 es igual que multiplicar por 2 (naturalmente, poniendo y quitando un cero en cada caso).
Aprendí también a hacer cálculos de servilleta (utilísimos como primera aproximación a muchos problemas). Es decir, a hacer números gordos aproximados para saber lo que pueden costar, durar o implicar determinados proyectos (algunos de mis artículos en The Objective dan buena prueba de ello).
Y, sobre todo, aprendí el concepto de orden de magnitud. Es decir, aprendí a tener una idea aproximada de los valores de múltiples cosas, y gracias a ello poder saber con rapidez si un determinado resultado en un problema ingenieril, o un titular de prensa que incluya cifras millonarias, pueden ser correctos o están necesariamente equivocados.
«Quizá algún día haga un cálculo de servilleta de lo que puede costar un kilo de hijo»
De hecho era una de las marcas de fábrica de mi padre, también en su cátedra, donde enseñaba a sus alumnos no solamente a realizar los cálculos técnicos necesarios para resolver los problemas sino, sobre todo, lo que podían costar las cosas: el metro cúbico de hormigón, un kilómetro de autovía en terreno llano o montañoso, o promedio aproximado por metro lineal de un túnel de carretera o ferroviario.
Al inicio de mi carrera profesional, cuando aún ejercía (más o menos) de ingeniero de Caminos, tuve el placer de conocer a un alumno de mi padre (en aquel momento mi cliente). Y me contó una anécdota que me hizo derramar una lágrima sonriendo. Mientras me explicaba que probablemente era el mejor profesor que había tenido en la Escuela me contó cómo, tras explicarles los costes de cosas similares a las que acabo de comentar, un día mi padre se quedó pensativo y dijo: «como veis, algunas de estas cosas son muy caras; aunque con diferencia, el kilo más caro que hay es… el kilo de hijo», lo que provocó las esperables carcajadas.
Quizá algún día haga un cálculo de servilleta de lo que puede costar un kilo de hijo. Seguramente no sea tan caro como el chorro de oro. O sí, ya veremos.
Te quiero, papá.