THE OBJECTIVE
Manuel Pimentel

Venerar lo natural, odiar lo humano

«La sociedad urbana impone sus gustos y creencias, despreciando por completo las tradiciones y modos de vida de un mundo rural que desaparece por días»

Opinión
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Venerar lo natural, odiar lo humano

Erich Gordon

La humanidad ya dejó de amarse. De hecho, al menos en parte, comienza a considerarse como parásito del planeta, como un cáncer agresivo que amenaza con corroer los delicados y complejos equilibrios de la vida en el planeta. Nos sabemos parte de la naturaleza y comenzamos a aspirar a vivir en armonía con ella. El Renacimiento nos puso en el centro y ahora, en la mayor revolución que vieron los siglos, nos auto-relegamos para comenzar a adorar a lo natural. Del Dios que todo lo ocupaba durante el medioevo, pasamos, después, al Hombre como protagonista absoluto. Ahora, cedemos el relevo a la naturaleza como objeto de culto y postración, en un regreso al panteísmo ancestral.

Quizás usted no participe de estas palabras, pero sí lo hace una mayoría de la sociedad posturbana que configuramos. Por tanto, podemos conjugar el «nos» sin riesgo a equivocarnos. No importa tanto, a efectos de esta reflexión, lo que usted o yo pensemos, lo importante es reconocer la dinámica imparable en la que la humanidad está inmersa. Que los tiempos cambian y las prioridades y sentimientos sociales también, como bien nos demuestra la historia. Y, por una causa y otra, vamos poniendo a lo natural como centro de nuestras atenciones. ¿Bueno, malo? Pues, como siempre ocurre, dependerá del grado. Como aspiración tendencial está bien, como radicalidad supondrá dolor y muerte.

Por ejemplo, algunas posturas radicales proponen severas políticas de disminución de la población mundial, sólo Dios sabe mediante qué mecanismos. Otros preferirán que el bosque avance a que las personas puedan comer. Se trata de posturas extremas con las que no podremos coincidir, porque haríamos bueno, entonces, aquello achacado a Chesterton de que, dondequiera que se adora a los animales, se sacrifica a los hombres; malo, malo. Debemos por supuesto, aspirar al equilibrio sostenible, que conllevaría amar a la naturaleza, sin llegar a odiar a la humanidad. Ni nosotros somos tan malos, ni en la naturaleza todo es paz y amor, como al modo Disney tantas veces nos pintan.

«Los lobos no son ni buenos ni malos, son simplemente grandes depredadores»

Escribo estas líneas al finalizar la lectura del ensayo La hora del lobo (Almuzara, 2022), de Lars Berge. En 2012, en el parque zoológico de Kolmarden, una manada de lobos socializados mató a Karolina, la cuidadora que los atendía y que los había criado con biberón. Después de años de concienciación ciudadana sobre la bondad del lobo y su carácter indefenso para los humanos, aquel acontecimiento conmocionó a la bienpensante sociedad urbana sueca, que había idealizado por completo a la naturaleza y a los animales salvajes que la habitaban, generando un vivo debate sobre los límites de la relación posible entre humanos y la fauna salvaje. A lo largo de la obra, el autor reitera una idea aparentemente obvia, los lobos, como otras fieras, no son ni buenos ni malos, son simplemente grandes depredadores sometidos a los impulsos genéticos y a unas leyes sociales de manada muy condicionantes. Se trata de una obra que nos hace reflexionar sobre la relación de la humanidad con la naturaleza y con los animales. También, de alguna manera, sobre el papel que los zoológicos juegan en nuestros días. Amados por unos y denostados por otros, las instituciones zoológicas han evolucionado a lo largo de décadas para centrarse en la actualidad en tareas de conservación e investigación, además de las formativas y de entretenimiento tradicionales.

Casualmente, esa misma semana acababa de visitar la Reserva Africana de Sigean, situada a 15 kilómetros al sur de Narbona. Se trata de un extenso parque natural que aprovechó unas antiguas salinas para crear grandes embalses de agua, muy concurridos por aves acuáticas, tanto permanentes, como de invernada. Creado en 1974, recoge el exitoso modelo de los extensos parques en los que se puede observar a los animales en semilibertad, en grandes espacios, desde el propio automóvil. Visita agradable, práctica y directa, en la que imponía, por ejemplo, el ver pastando a los rinocerontes blancos a escasos metros de nuestro vehículo, o la nota colorida del rosa ondulante de los flamencos en la orilla de uno de sus lagos.

Este concepto de poder ver a los animales salvajes en su «ambiente natural» fue llevado a cabo, por vez primera, por el singular zoólogo y domador de fieras alemán, Carl Hagenbeck, que, en 1896, patentó la innovación titulada «panorama de las ciencias naturales», idea que llevaría a cabo a partir de 1907 con el Tierpark de Stelligen, en las cercanías de Hamburgo, una especie de zoológico sin barrotes ni jaulas que ofrecía a los visitantes el poder observar a los animales en espacios algo más abiertos que recreaban sus ecosistemas naturales, delimitados por fosos y no por asfixiantes cercas metálicas. Aquella primera experiencia de cercanía con la fauna inspiró a los sucesivos parques zoológicos, hasta llegar a los de nuestros días, en los que se aprecia una auténtica obsesión por el bienestar animal. Ya no se pondera el valor de mostrar a las fieras enjauladas y previamente sustraídas de su entorno natural, sino que refuerzan los valores de conservación, educación, investigación y ocio responsable.

«La nueva concepción de parque natural supone un gran salto hacia fórmulas más razonables»

¿Tienen sentido los zoológicos hoy? Durante siglos, supusieron el contacto de la sociedad urbana con la fauna salvaje y exótica, bien es cierto que con el alto coste de la libertad de unos animales arrancados de su familia, manada y ecosistema para ser encerrados de por vida tras unos barrotes crueles. Su mirada ausente y melancólica mostraba el dolor que atesoraban. La nueva concepción de parque natural, más abierto y con la norma deontológica y legal de mostrar sólo animales nacidos en zoológicos y no atrapados en la naturaleza, supuso y supone un gran salto hacia fórmulas más razonables.

Recuerdo la impresión que me causó en mi infancia el visitar el muy popular en sus días Autosafari Andaluz, situado en San Roque, Cádiz. La visión de los grandes herbívoras africanos en libertad, nos hacía pegar, encantados, nuestros rostros a las ventanillas del coche. El parque cerró en 1982, pero algunos animales lograron escapar y adaptarse al ecosistema de las sierras circundantes. Especialmente llamativo fue el caso de los papiones, que durante décadas vagaron en libertad, hasta finalmente ser capturados y conducidos al zoo de Castellar. Otras iniciativas, como Selwo, tomaron el relevo de esta forma más amable de dar a conocer la fauna del mundo y que podemos encontrar en multitud de países, con éxito de crítica y público.

Dado que la sociedad está cada vez más sensibilizada por la cuestión animalista, veremos cuál será el futuro de los parques zoológicos. Asistiremos, sin duda, a vivos debates impulsados por el activismo animalista, que, salvo que haya escasez de alimento, seguirá reforzándose y acometiendo acciones más osadas y agresivas. Resultará de especial interés el cómo resolvemos el conflicto generado por los derechos que queremos otorgar a los animales con la necesidad que tenemos de sacrificarlos para alimentarnos. De naturaleza omnívoros, precisamos de la proteína animal para subsistir. Por eso, hemos cazado y hemos criado ganado, al que sacrificábamos en ritos de gran fasto y jolgorio. La carne significaba la vida y la alimentación de calidad.

Ahora, de manera muy rápida a escala histórica, vemos como florecen los vegetarianos, lo cual nos parece muy bien, siempre que se respeten las otras visiones de alimentación. Los veganos son legión y su renuncia a la carne no sólo tiene fundamentos de salud y dietéticos, sino que, sobre todo, se base en el principio de respeto a la vida. «No comemos cadáveres», afirman. «No asesinamos animales para comer», repiten. Y de la renuncia individual, comienzan a pasar al activismo colectivo, asociados, en algunos casos, con diversas corrientes animalistas. En su fracción más extrema, atacan carnicerías, mataderos y granjas, paradigma, para ellos, de la esclavitud y genocidio animal.

Ya conocimos ese furor con anterioridad, cuando se desataron intensas campañas contra los abrigos de pieles, ahora prolongadas en la guerra al cuero, lo que comienza a ocasionar graves problemas a los mataderos, que no saben qué hacer con un subproducto que antes vendían por un precio razonable. Las campañas contra la caza y los toros son una muestra más de ese animalismo novedoso, que socava tradiciones, economías y modos de vida. No entraremos en el fondo de la cuestión, lo que nos interesa es describir el volumen creciente de la marejada animalista, de la que participa, en mayor o menor medida, una parte significativa de la sociedad. El que tenga ojos, que vea.

«La sabiduría residirá en saber encontrar la justa medida entre animales, naturaleza y humanidad»

La sociedad netamente urbana de nuestros días impone sus gustos y creencias, ignorando y despreciando por completo las tradiciones y modos de vida de un mundo rural que desaparece por días. La sociedad urbana asocia directamente campo con naturaleza, por lo que le molesta cuanta actividad económica se pueda desarrollar sobre ella, ya sea agricultura, ganadería, explotación forestal, energética o minera. Al idealizar la naturaleza, detesta cualquier actividad humana, lo que condena al menguante mundo rural que aún sobrevive.

Las sucesivas leyes de bienestar animal, aprobadas con amplias mayorías, han culminado, por ahora, en la recientemente aprobada ley de Derechos Animales, enmendada a última por el grupo socialista para que los perros de caza queden excluidos de sus obligaciones. Nos parece razonable esa excepción, ya que lo contrario significaría condenar la muerte a las formas de caza más tradicionales, lo que supondría una injusticia y gran error.

¿Debemos otorgar derechos a los animales? Sin duda alguna. El asunto será encontrar el punto de equilibrio entre esos derechos animales y las necesidades humanas. Y, visto lo visto, no resulta fácil conseguirlo. Los animales, en la legislación tradicional, fueron simplemente cosas, con las que su propietario podía hacer lo que quisiese. No cabe duda de que la opinión y sentir de la mayoría de la sociedad actual se ha sensibilizado, afortunadamente, con respecto a la vida animal, tanto la doméstica, como la salvaje. La sabiduría residirá en saber encontrar la justa medida entre animales, naturaleza y humanidad, tema del todo fundamental donde nos jugamos la forma de ser y estar en el planeta. Queremos más y mejor naturaleza, sin que ello signifique odiar y castigar cuanta actividad humana precisemos para nuestro desarrollo.

Afortunadamente, el aullido del lobo vuelve a escucharse en los montes españoles. Las leyes que los protegen son necesarias y positivas para nuestros ecosistemas. Pero esta protección podría convivir con ciertos permisos para cazarlos en aquellos lugares con sobrepoblación o daños excesivos al ganado o ataques a las personas, que también llegarán, porque es ley de vida. Como siempre, la clave es encontrar el punto de equilibrio entre la necesaria protección tanto del lobo, como de los modos de vida de los ganaderos que aún pastorean sus rebaños. Pero bien está lo que está bien: tanto el lobo, como el oso, merecían la protección que le hemos otorgado. Pero, atención, no los idealicemos tampoco. No olvidemos la enseñanza del libro de La hora del lobo, anteriormente reseñado. Los lobos no son ni buenos ni malos, simplemente son grandes depredadores que harán todo lo que tengan que hacer para sobrevivir… exactamente igual que esos humanos a los que, paradójicamente, hemos comenzado a odiar.

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