La política como prolongación de la guerra
«Uno de los peligros del momento en que vivimos es que los políticos lleguen a convencerse de que sus causas se benefician del incremento de la tensión»
Buena parte del mundo que nos es más cercano parece afectada por una epidemia de polarización creciente. Naciones que han sido puestas muchas veces como ejemplo de estabilidad política, como Inglaterra o los EEUU, dan la sensación de que se dejan arrebatar por momentos por un extraño viento de ira e incomprensión. No es que sus fuerzas políticas parezcan no entenderse, sino que dan cierta sensación de que les va la vida en mostrar que sus creencias, principios y objetivos son irreductibles e inconciliables y solo pueden sobrevivir con la derrota total del adversario. Por fortuna, esa predisposición a la lucha sin cuartel no siempre acaba por prender del todo en la convivencia ciudadana, pero nunca es un buen augurio de concordia y paz social que son los requisitos imprescindibles de cualquier progreso.
A veces parece como si conservadores y progresistas viviesen en mundos distintos y ejercitasen formas incompatibles de entender la realidad. Para los primeros, las cosas son como son y no siempre son lo que parecen, están convencidos de que hay una realidad objetiva más allá de cualquier discurso, mientras que los progresistas suelen estar persuadidos, por el contrario, de que la realidad es una construcción social, que las palabras determinan lo que son y parecen las cosas y que los seres humanos, ellos, muy en especial, son la medida de todas las cosas. La pretensión de objetividad les puede parecer meritoria, pero en el fondo engañosa (como sospechaba el porquero que discrepa de Agamenón en el diálogo que se imagina Juan de Mairena), y suelen pensar, también, que están en el derecho, si no en la obligación, de imponer sus concepciones sobre los viejos prejuicios de los conservadores.
No es demasiado difícil entender las razones de las divergencias básicas entre unos y otros porque todas ellas se fundan en formas de ser que se hacen presentes en la vida humana, tanto desde el punto de vista individual como colectivo. Los seres humanos, hombres y mujeres, somos fruto de un linaje, somos sucesores, vivimos de una tradición, heredamos un lenguaje y se nos educa en una moral y en un sentido de la vida del que a nadie le resulta fácil prescindir en su madurez, aunque, desde luego, pueda hacerse. Y esa visión, imbuida o heredada, nos diferencia, sin ningún esfuerzo ni elección por nuestra parte, de un enorme número de personas educadas en condiciones distintas, a veces opuestas. Hay, por tanto, un buen número de razones por las cuales los seres humanos podemos y debemos ser conservadores y tendemos a serlo como forma de afirmar nuestra manera de ser y entender la vida hacia la cual se siente tener un derecho que nadie podría discutir salvo haciéndonos su esclavo.
«Nuestra razón nos enseña a distinguir entre lo que es real y lo que solo es habitual, y pronto nos permite comprender que el mundo en que vivimos es un mundo abierto a interpretaciones diversas»
A un tiempo, los seres humanos tenemos también una capacidad a la que se denomina razón desde los griegos, que nos permite universalizar, salir de nuestra zona de confort cultural, credencial y moral, como ahora es corriente decir, para abrirnos a formas distintas de ser y comprender. No solo eso: nuestra razón nos enseña a distinguir entre lo que es real y lo que solo es habitual, y pronto nos permite comprender que el mundo en que vivimos es un mundo abierto a interpretaciones diversas, que vivir es aprender y heredar, pero también crear, imaginar e inventar, y que el cambio no es solo una posibilidad sino, de alguna manera, una necesidad y una vocación, que nos enseña a no rendirnos ante lo que Machado llamó «el prestigio desmesurado de lo pretérito», pues al fin y a la postre, el pasado transformó el mundo natural adaptándolo a nuestro interés y conveniencia, con costes, sin duda, pero con enormes ventajas y conquistas para lograr una vida mejor para millones de personas.
La historia y la tecnología nos hacen muy conscientes de esta realidad tan peculiar, nos hacen ver que somos creadores de nuevos mundos y que por eso necesitamos inventar el futuro, anticiparlo, aunque luego se burle de nuestras previsiones, y para ello necesitamos revivir historias, viajar, cambiar, en suma. Hay, por tanto, un buen número de razones por las cuales los seres humanos podemos y debemos ser progresistas y tendemos a serlo como forma de afirmar nuestra manera de ser y entender la vida, un derecho que nadie podría discutirnos ni negarnos salvo haciéndonos esclavos.
La política entendida como modus vivendi parece que debiera contribuir a que la convivencia entre esas dos actitudes ante la realidad de las cosas, por más que puedan parecer bastante incompatibles, se traduzca en formas de entendimiento que redunden en beneficio de lo común, pero hay momentos en que a los políticos (a diestra y a siniestra) les entra el afán de romper, se dejan tentar por formas de adanismo y buscan hacer tabla rasa, empezar de nuevo. Se trata de un camino equivocado y peligroso porque, además, no hay otra forma de superar esa contraposición básica que la negociación, el acuerdo y el compromiso.
El problema está en que no hay manera de colocarse por encima de las dos visiones alternativas para decir sin temor alguno a equivocarse cuál es la correcta, qué actitud es la que está mejor fundada en la experiencia y/o en la razón y la lógica: tenemos que elegir, hemos de optar por una u otra forma de pensar y de vivir, lo que, como es lógico, facilita mezclas curiosas de actitudes diferentes en distintos terrenos; por ejemplo, se puede ser progresista en cuestiones morales y conservador en ciencia o en criterios estéticos, pero permite también cambios radicales de orientación, conversiones, digamos, a lo largo de la vida.
Lo que es, sin duda, un error, un equívoco muy de base, es pretender que las opciones de nuestra preferencia puedan imponerse mediante evidencia o mediante campañas. Una creencia que Oakeshott satirizaba afirmando que «algunos se pasan la vida tratando de vender copias del catecismo anglicano a los judíos», pero más vituperable aún resulta el intento de imponer mediante coacción legal los puntos de vista que se consideran adecuados, como han hecho los autoritarios conservadores en el pasado o pretenden hacer los progresistas woke en el presente.
Casi desde el comienzo mismo de la reflexión sobre la política quedó establecido de forma muy clara que su finalidad primordial era la preservación de la paz civil y, por ello, una atenuación tan intensa como resulte posible de las causas que azuzan la discordia. Uno de los peligros del momento en que vivimos es que los políticos lleguen a convencerse de que sus causas se benefician del incremento de la tensión y se abonen a la dialéctica de la enemistad creyendo que ahí se halla el secreto de su éxito. Por fortuna no es así, al menos no siempre es así.
El supuesto beneficio de la polarización se paga en términos muy duros por quienes han de soportarla. La polarización en política es como la inflación en economía, un mal evidente, pero también una dolencia de remedio difícil, una niebla que impide ver con claridad lo que nos pasa y, por ello, nos roba la libertad. Frente a los que agitan, mienten y confunden cualquiera que aprecie su libertad debe establecer una distancia prudente.
El problema está en que en los climas de polarización maniquea todos acusan a sus adversarios de hacer eso, mentir, manipular, agitar. Somos los ciudadanos los que tenemos que resistir los embates de la polarización por absurdos, estériles y perjudiciales para todos. Debiéramos ser más exigentes con los nuestros y reclamar mejores argumentos frente al contrario que esa permanente acusación de ser los malos de la película, bastante inútil y necia a muy poco que se piense.