Olvide su identidad
«Hace unos días Elon Musk compró Twitter por un puñado de monedas de plata y en cuestión de minutos puso a todos los usuarios de la red a bailar»
No hace muchos días que el ínclito magnate compró Twitter. Hombre del siglo XXI, desfacedor de entuertos en la modernidad presente, Elon Musk se hizo con el chiringo por un puñado de monedas de plata y en cuestión de minutos puso a todos los usuarios de la red a bailar. Entre sus nuevas medidas, la más criticada de todas: por ocho dólares uno puede conseguir la tan cacareada verificación de identidad. Esto es, que por el precio de dos paquetes de Camel usted tiene derecho a que Twitter confirme que usted es quien dice ser. Colocan para ello una marca azul en su perfil, marcándolo como a las reses en una de esas macrogranjas que estuvieron de moda, como todas las modas últimamente, apenas un par de días en el infinito.
Instaurada ya la medida, no tardó en aparecérsenos el vodevil. Un usuario anónimo se hizo pasar por una farmacéutica -previo pago de los eurillos que acarrean la certificación de identidad- para ofrecer insulina gratis. Resultado: la farmacéutica se hundió en bolsa. Si hacemos caso a lo que internet dice ahora que es real, LeBron James pidió salir de los Lakers cuanto antes mediante fogoso tweet. Un George Bush verdadero -o eso dice la marca azul- anunció que echaba de menos matar iraquíes, como en otro tiempo. Jesucristo también sacrificó unos dólares para ser real en la red. Varias empresas suplantadas se desploman viendo cómo su personalidad y sus decisiones pasan a manos del populacho. Es la democratización de la identidad, y por ende el fin de esta.
«Otra paradoja: el fin de la identidad coincide con uno de los periodos históricos donde la identidad es electoralmente más importante»
En fin, lo cierto es que este experimento identitario, espontáneo y cutre, nos coloca delante del espejo. Porque no se nos engañe, querido lector: gran parte de la identidad de uno se cocina hoy en los fuegos del ciberespacio. Los jóvenes y no tan jóvenes no consiguen trabajar si no hallan un perfil atractivo en la red. Gran parte de sus amistades oscilan entre el WiFi y el protocolo https, los juegos y el ocio están allí, no aquí. Hasta folgar es más fácil si uno tiene éxito a ese lado de la realidad. Por tanto, el hecho de que Elon Musk le haya puesto precio a la identidad de los usuarios no es más que una consecuencia de lo barata que la hemos vendido durante todos estos años cibernéticos.
Otra paradoja: el fin de la identidad coincide con uno de los periodos históricos donde la identidad es electoralmente más importante. Vivimos en un mundo donde lo que realmente marca la agenda política es la necesidad de acaparar grupos identitarios. Al ministro de turno ya sólo le interesa su medida si va dirigida al comunista de sello de correos, al facha de homenaje legionario, al indepe que no cree en la sedición, al ecoansioso, al tránsfobo, al queer, al animalista, al qué sé yo. Atrás quedaron los tiempos donde se gobernaba o se buscaba gobernar para la mayoría: elija grupo social y estará eligiendo su partido.
Por eso, algo dentro de mí se carcajea con el numerito este de las identidades tuiteras. Cada uno de nosotros se ha creado aquí, en la red, un personaje basado en rasgos de una personalidad que no existe. Y me da igual si hablamos de política, de cultura, de ciencia o de deporte: nadie podrá demostrar nunca que esos rasgos que lucimos y ese conocimiento que atesoramos son reales, ni siquiera la dichosa marca de Musk. Como quiera que esa falsa personalidad es la que va a decidir en mayor o menor medida gran parte de la política patria, sólo me queda decirles: ¡Disfruten de su gobierno virtual!