Rafael Cadenas: el reino suficiente
«La de Cadenas es una poesía tan delicada, tan leve, tan sigilosa… que corre el riesgo de parecer débil, cuando es, claro, todo lo contrario»
El Premio Cervantes jamás tuvo que afinar tanto el oído como en este 2022, pues nunca había decidido honrar una literatura tan delicada ni tan exageradamente silenciosa como la de Rafael Cadenas (Barquisemeto, Venezuela, 1930). Entre los cuarenta y ocho galardonados hasta hoy ha habido escritores de obras completas tan simbólicamente inmensas como editorialmente delgadas (José Hierro o Francisco Brines, por ejemplo), pero nunca había sido necesario aguzar tanto los sentidos para poder reconocer y distinguir una obra que, más que escrita, viene musitada. Quien haya oído recitar alguna vez a Cadenas pensará que estoy haciendo bromas con su célebre timidez, su extrema discreción, que puede parecer apocamiento, sus interminables (que no incómodos) silencios antes de pronunciar una sola palabra o responder una pregunta, pero no: no estoy hablando de su personalidad sino de su escritura, aunque por otra parte pocas veces como viendo y leyendo a Cadenas se hace evidente hasta qué punto depende una de otra, cuando la literatura se afronta con verdad.
En mayo de 2007, la editorial valenciana Pre-Textos puso en circulación el volumen titulado Obra entera. Poesía y prosa (1958-1995), un tomo imponente salvo cuando reparamos en que comprende casi cuarenta años de trabajo. Setecientas páginas, treinta y siete años… Como comprendió la jirafa de Monterroso, todo es relativo. Allí se reunía toda su poesía, sus principales ensayos y sus aforismos, prologado todo por el poeta colombiano Darío Jaramillo Agudelo. Sólo quedaron fuera sus traducciones, publicadas aparte bajo el hermoso título de El taller de al lado. Después, en 2012, se publicó Sobre abierto, y en 2016 En torno a Basho y otros asuntos, ambos en Pre-Textos, al tiempo que las editoriales Visor y Valparaíso ofrecían sendas antologías. Y lo más reciente es lo más desafortunado: el volumen titulado Contestaciones recoge una serie de respuestas «poéticas» y supuestamente ingeniosas a citas de otros ilustres escritores, pero cualquier muro de Twitter de cualquier escritor remotamente ocurrente es muy superior (no sólo en humor, sino en literatura) a ese libro, prácticamente impublicable. Publica bien y no mires a quién: los chistes en verso, sean de quien sean, nunca tienen demasiado recorrido, por mucho que te los aplaudan en los recitales quienes no tienen ni idea de lo que la poesía es, y alguien debería haber disuadido a Cadenas de publicar esa inmensa bobada. Había alguna página buena, claro («no hay libro tan malo que etcétera»), pero en fin.
«La clave de la poesía de Cadenas no es la brevedad, sino la sutileza»
Volvamos a lo bueno, y a lo que sostiene con firmeza y justifica de sobra el premio fallado el pasado jueves. La de Cadenas es una poesía tan delicada, tan leve, tan sigilosa… que corre el riesgo de parecer débil, cuando es, claro, todo lo contrario. El punto explícitamente japonés del título de su último poemario da pistas, claro, pero pistas peligrosas: la clave de la poesía de Cadenas no es la brevedad, sino la sutileza. El venezolano tiene miras amplias y, si con una mano declara sus deudas con lo oriental, con la otra ofrece una antología de un poeta tan grandioso y torrencial como Walt Whitman (Habla Walt Whitman, Pre-Textos, 2008). El propio Cadenas es autor de poemas extensos, pero no hay duda de que brilla más en la pincelada repentina, el brochazo fulgurante, la sentencia pertinente, el aforismo inesperado. «¿Qué hago / yo detrás de mis ojos?», por ejemplo, es un poema digno de obsesionar a quien se ponga a darle vueltas, pero lo cierto es que la poesía del autor, jamás angustiosa ni herida, derivó pronto de lo interrogante o lo más filosófico a lo contemplativo y lo conforme: «En tu reino / todos los días se vuelven suficientes». Hay alegría en el despojamiento, hay celebración en la pobreza del alma: «Pagar, pagar, / toda mi vida, / con creces. / Bebí / más de lo señalado. / (No sé / quién llena la copa.) / Sólo me quedan / unos jirones / del traje que me dieron». Hay una inmensa conciencia de la esencia: «Si no fueras elemental, ¿qué podrías decir».
En realidad, con Cadenas sucede con lo que otros varios poetas verdaderos: por pura coherencia, su destino es el silencio, no sólo en un sentido metafísico sino en vida, y de hecho en ese silencio está él instalado, en parte por vocación, en parte por una extraña rebeldía. Ha escrito (o al menos publicado) muy pocos poemas en los últimos veinte años, y casi todos son lacónicos, mínimos, un suspiro que no se debería interpretar (ni mucho menos infravalorar) sin conocer a conciencia el camino recorrido, sin entender de dónde viene el poeta, en todos los sentidos. Si el silencio es en Cadenas una actitud natural, la situación política de su país en los últimos lustros lo ha hecho aún más introvertido, y se diría que callar es en él un modo muy directo de protestar, de ausentarse sin tener que irse.
Pocas veces he visto a un hombre tan abatido como en un pequeño encuentro con Cadenas que Luis Muñoz organizó en 2007 para quienes por entonces éramos becarios en la Residencia de Estudiantes, en donde el poeta pasó un mes en el que, vestido siempre de claro, deambulaba como un fantasma beige por los jardines, cabizbajo y pensativo. Aquel día Hugo Chávez había cerrado no sé qué importante emisora venezolana, y Cadenas estaba totalmente aturdido, conmocionado, y nos escuchaba sin poder decir nada, con los ojos muy abiertos, reaccionando con un mutismo muy locuaz. «Reñir ya es perder», se lee en su último libro y, fuera como fuere, no dejó de ser una lección involuntaria que se respondiese con el más hondo y atento silencio a preguntas sobre poesía.
La literatura, dijo, es «la manera más entrañable de habla», y él no sólo atiende a la oriental, no sólo es Basho. Rafael Cadenas dedicó una monografía a san Juan de la Cruz y la mística, y ha dedicado poemas al liberador Spinoza, pero también ha atendido al muy corrosivo Karl Kraus. Cadenas ha demostrado que está más atento de lo que parece a un mundo que no le gusta mucho, y que conoce una Historia que, con razón, le espanta («aceptar la idea de nación es aceptar la idea de guerra»). Ensimismado, pues, pero vigilante. O, mejor, un hombre bien informado y con experiencia, y, por tanto, tendente a recogerse, amigo de apartarse. «Nuestra morada es impenetrable, y la habitamos».