THE OBJECTIVE
Antonio Elorza

El PP, Almeida y Millán Astray

«Con la subordinación de todo a las expectativas electorales por parte de Pedro Sánchez, el espíritu incivil de la contienda del 36 lleva camino de perpetuarse»

Opinión
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El PP, Almeida y Millán Astray

Erich Gordon

El líder del PP, Alberto Núñez Feijóo, está perdiendo la batalla de las palabras. Su estilo es bueno para transmitir moderación, pero bastante ineficaz para contrarrestar la lluvia de misiles que le lanza día a día el PSOE con el firme propósito de destruir su imagen. Siempre con afirmaciones rotundas sustentadas en una acusación puntual, que interpele al espectador de manera unívoca. Ante esta situación, una regla elemental debiera consistir en responder con la misma moneda, si se quiere con todas las modulaciones precisas en la forma, evitando las declaraciones ambiguas que se presten fácilmente a una lectura descalificatoria. Es lo que acaba de suceder con su intento de distanciarse de las polémicas sobre la República y la guerra civil. ¿Por qué preocuparnos por cosas que sucedieron en tiempos de nuestros abuelos? De forma suave, Feijóo está oponiéndose a la Ley de Memoria Histórica de Pedro Sánchez y sus socios, y a las consecuencias que pueden observarse hasta hoy de su entrada en escena. Solo que tal y como sugiere su oposición, omite un elemento fundamental del debate político: la necesidad de arriesgarse a exponer de modo breve y comprensible por qué considera importante opinar sobre el tema, aunque sea al desgaire. De inmediato, los portavoces del PSOE y del resto de la izquierda se han lanzado a denunciar que la actitud de Feijóo supone tomar posición con los vencedores. Por otra parte, echar balones fuera en este momento resulta ya inútil, porque el conflicto abierto está ya servido.

Y con un sesgo peligroso para el propio Partido Popular, ya que la fuga de votos desde el PSOE y el centro puede ser atenuada si los conservadores se asocian a Vox presentándose como partido neofranquista. No otra cosa ha supuesto la intervención del alcalde Almeida en la inauguración del monumento a la Legión en Madrid, al proponer la identificación de los valores positivos que el munícipe asigna a esa unidad del ejército con la figura histórica del general Millán Astray. Si el PP quiere seguir esa vía, que en sentido opuesto y con otro contenido ya inauguró el PSOE, puede hacerlo con la seguridad de que puede perder, y bien justificadamente, una porción del voto de demócratas descontentos con el Gobierno actual.

«Hay que respetar a la Legión Española de hoy, pero no son tiempos para resucitar el espíritu de ‘¡a mi la Legión!’»

De entrada, resulta obligado el respeto a una entidad militar que ciertamente desempeña hoy un importante papel en la defensa de nuestro país. Pero mirando al pasado, y el monumento mira sin reservas al pasado, hay demasiados episodios que afectan a la imagen de la Legión en España, como por otra parte afectan a su modelo, la Legión francesa: fueron unidades propias de una guerra colonial practicada a ultranza. Tanto en Marruecos como en la guerra del 36, hicieron prevalecer el objetivo de destruir al enemigo sobre las limitaciones exigibles desde cualquier otro punto de vista. Basta con leer el Diario de una bandera, que cuenta la experiencia autobiográfica de un destacado jefe de la Legión, de nombre Francisco Franco, o los episodios punitivos que narra un cronista de su confianza, El tebib arrumí -Victor Ruiz Albéniz, abuelo del exalcalde- para plantear la exigencia de una importante matización en los elogios. Hay que respetar a la Legión Española de hoy, pero no son tiempos para resucitar el espíritu de «¡a mi la Legión!» en la guerra de Marruecos, a lo que responde, estéticamente incluso, el monumento cantado por Almeida. Y el emplazamiento, justificado desde el punto de vista castrense, lleva también a un roce simbólico al instalarse en las proximidades de la Residencia de Estudiantes. Por no hablar del monumento a la Constitución. Algunos, tal vez muchos, hubiéramos preferido ver allí un monumento a don Francisco Giner de los Ríos. 

¿Qué decir del general Millán Astray? Sin duda, le hubiera ofendido la sentencia judicial que fundamentó la reposición de su nombre en una calle de Madrid al no haber sido protagonista de la represión ni de la definición política asumida por una acción permanente de exterminio de la culpable Antiespaña ¡Decir de él que su labor como jefe de propaganda de Franco fue «testimonial» y que no participó en la sublevación militar (claro, no estaba en España en julio del 36)! Una sentencia así se debe acatar, pero suscita asombro. Si llevamos las cosas a ese extremo, tampoco el general Franco se manchó personalmente las manos de sangre durante la guerra civil. Pero Almeida ha tomado ese partido de la adhesión a unos valores que debían estar enterrados para siempre.

«Sobra la puesta en circulación de un sello dedicado al PCE, que defendió la República pero que se vio implicado en crímenes contra la humanidad»

La reconciliación nacional que postuló el PCE en 1956, y que debiera ser aún hoy el objetivo a alcanzar sobre la guerra civil, supone tanto el reconocimiento de que el régimen legítimo de España, el 18 de julio, era la República, como de que el alzamiento no fue un golpe de Estado, ni en sus preparativos ni desde el primer momento, ya que adoptó una posición consciente de aniquilamiento del otro. Fue la «operación quirúrgica» cuya necesidad explicó Franco al embajador francés Jean Herbette en noviembre de 1935. Al mismo tiempo, sin embargo, a una barbarie organizada respondió otra, no a nivel del Estado, pero sí desde organizaciones y grupos de la izquierda, de la CNT y el PCE a sectores socialistas. Y esto, con la matanza de Paracuellos por emblema para todos los demócratas, tampoco puede ser olvidado. Sobra, en consecuencia, la puesta en circulación de un sello dedicado al PCE, que defendió la República pero que bajo el control de la Comintern se vio implicado en crímenes contra la humanidad. No es extraño que el vocero comunista que desde su escaño en el Congreso manda al infierno a las derechas en la memoria histórica, olvidando la responsabilidad entonces de su partido, haya sido siempre un enemigo de la transición democrática de 1978. 

Hace años que Ian Gibson advirtió que la necesaria conciliación nacional en torno al 36 -no vamos a vivir una guerra de los cien años-se basaría sobre un reconocimiento de las responsabilidades por ambas partes. No a una equiparación, sí a una ponderación. Cierra esa posibilidad la subordinación de todo a las expectativas electorales por parte de Pedro Sánchez, que además de paso construye una memoria histórica sin ETA. Así las cosas, el espíritu de la incivil contienda lleva camino de perpetuarse.

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