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El Liberal

Marineros libres

Revolución, pero de la auténtica, sin caos previo ni doctrina póstuma, revolución es el apellido del pirata

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Marineros libres

Nació en el crisol de las políticas del barroco, bajo el nombre impostado de pirata, un revolucionario que no ansiaba más que la pertenencia del fruto ganado, sin ley que dictase el aroma de su sudor ni bandera por la que seguir esgrimiendo a quien no hablase su lengua.

Antaño fueron corsarios quienes transitaron a renegados al cumplir su patente, hombres, sabios de la mar pese lo que cuente Stevenson o Salgari, que arrojados a la infamia no se postraron ante la burla o el chantaje, pues la libertad habían conquistado a base de dientes duros, y que no se nos olvide, con diligencia. Qué canalla beodo puso en jaque a los reyes del dieciocho para que sus coronas unidas le hiciesen frente. Con diez cañones por banda, qué patán capitán cebaría de temor las aguas surcadas para que cien naciones lo cercaran. Canalla, no beodo ni patán, tuvo que ser aquel marinero que en su nave, sin puerto seguro ni estiva prevista, puso en su pescuezo el índice de tantos monarcas.

Revolución, pero de la auténtica, sin caos previo ni doctrina póstuma, revolución es el apellido del pirata.

Pero, ¿cuál es el origen de este nauta?

Como decimos, en su día profesaba el corso, y cuando la patente se vio resuelta, por final de guerra o simple antojo jerárquico, acababa en la cola del paro. Para un marino de su clase descatalogada y carrera belicosa, acababa siendo un desamarre de los piélagos luchados, lo cual significaba una pérdida de derechos totales sobre las tres cosas que podría tener: oficio, tránsito y lo más interesante, cabeza sobre los hombros.

La patente de corso era una carta de empleo y una condena a los antojos reales también, puesto que sin uso los corsarios se volvían un incómodo paluego en las muelas institucionales. Sucedidos ya los designios de las naciones sajonas y arrojados a la paria, los corsarios lejos estuvieron de postrarse ante el destierro. Respondieron batallando con el mismo ímpetu que en su día les granjeó empleo, solo que ahora la corona a la que rendían pleitesía no ordenaba desde el palacio de St. James, sino tras las gavias de sus barcos.

Poco a poco estos marineros hicieron suyos bastiones que años antes hostigaron por mandato. La veteranía en el conocimiento de las cartas y la experiencia como rival menor les permitía sobrevivir pese a sus escasas facilidades. Estos lobos de mar no se satisfacían con la mera supervivencia, en su frente se les había cruzado otra deriva y la buscarían aunque les llevase a la muerte. Libertad, en el sentido más caprichoso de la palabra. No iban a temer a ninguna flota ni se inclinarían ante ningún credo que no fuese su código, y si su código les sometía, también lo quemarían.

Y así fue durante un tiempo, el suficiente para hacer temer a los ungidos déspotas que su dominio puede derrocarse y que el coraje consigue derretir la amenaza. Ilustrados quizá sea palabra mayor para quienes no quisieron ser un ariete liberto ante el resto de la raza humana, pero terrorista es pasarse de frenada. Finos y pacíficos estos personajes no lo fueron, pero en qué contienda, defensa o asedio se han resuelto las cosas con canela y seseos. El terror es la tónica de la guerra, y el mundo parecía haberle declarado una guerra a estos hombres que sin titubeos correspondieron.

Esta historia duró hasta que el interés propio y la falta de educación ante una libertad estrenada destruyó al pirata mismo, porque no lo neguemos, hasta en el uso de la libertad se requieren modos. Sobrevivir a la soberbia inglesa, a la flota española, o a las aguas bravas de las Antillas y Madagascar parecía trabajo fácil comparado con el esfuerzo que supuso orientar sus riquezas, y no nos referimos al tesoro de Kidd, sino a los derechos que habían conquistado.

En un delirante goteo, uno a uno los grandes capitanes piratas desde Hornigold a Roberts, pasando por Teach (Barbanegra) fueron abrazando su destino. Sometidos, acabando con el gaznate como un mantel de ganchillo, y en este orden con la cabeza colgando de un bauprés como premio de caza, los estandartes del Siglo de Oro de la piratería desaparecieron. Esto sucedió no por remontada de sus enemigos (las reales flotas seguían cazando ciervos con cañones de 24 libras), el resultado vino por parte de los piratas, que se vieron seducidos por la comodidad, e infectados de ego y seguridad. Tan mal le sentó al marinero las cadenas de hierro como los collares empedrados de oro. Se confiaron y desatendieron su espalda, que acabó atacada por el paciente adversario o por su propio canibalismo.

Con ellos se deshizo la dirección de un movimiento precoz que hubiese antecedido crónicamente a la Revolución de las Trece Colonias medio siglo después, o a la gala a finales de siglo. Hoy esta historia con una buena ración de chiste y otra buena cucharada de fantasía se ofrece como recurso literario o poético, una recurrente temática o un disfraz infantil. Testimonios edulcorados por sus vencedores, que con el tiempo se volvieron en mitos platónicos, en puras fábulas para satirizar la crudeza con la que un hombre puede presentar batalla en las fronteras sitiadas de su prosperidad.

Un homónimo es como si el Rey Jorge III de Inglaterra hubiese hecho un espectáculo de títeres con las caricaturas de Adams y Jefferson, o que Luis XVI vistiese a los bufones francos como los sans-culottes. Sabemos que no fue así como se escribió la historia, estos monarcas acabaron saboreando el ocre del liberalismo y del acero, platos que no llegaron a servirles los fugaces piratas del dieciocho.

Encendieron la mecha y se extinguieron con ella. Dicha para nosotros que el crepitar de su traca aún siga en flama viva y, que en el morbo que suscite seguir sus pasos, encontremos señales aún en el presente. En alguna cueva de nuestro día a día, en su profundidad suenan salomas enérgicas que cantan a lo indómito, a la bravura del alma, al abrigo de lo propio.

Ecos en nuestras entrañas que nos guían ante un horizonte inconmensurable, poniéndonos una mano delante para decirnos que el único límite ahí se encuentra, en el arrojo de nuestra decisión y en la fuerza empleada para su realización.

Por: Enrique Heras

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