Pellizcos de monja
«Nunca entendí los artículos de Marías como los de un hombre irritado -como lo descalifica Lindo-, sino como los de un hombre estupefacto ante la barbarie»
Hay una frase falsamente atribuida a Antonio Gramsci –podría haber sido de Edward Gibbon, Mommsen, Spengler, Zweig o cualquier historiador de una decadencia concreta de la civilización, pero tampoco– que dice algo así como que «el viejo mundo se muere, el nuevo tarda en aparecer y entre estas sombras surgen los monstruos». Cuando uno contempla lo que nos rodea en el mundo, piensa en lo acertado del diagnóstico, sea de quien sea. A gran y pequeña escala. La grande para los monstruos –hay donde elegir y más habrá, me temo, en un futuro cercano– y la pequeña para los tontos. Y fue precisamente el fallecido Javier Marías quien tituló uno de sus artículos «Cuando los tontos mandan».
La muerte de Javier Marías fue una muerte sentida. Por sus lectores y curiosamente por muchos que no habían leído ninguno de sus libros. Además del sentimiento, la proyección de su muerte en la sociedad española ha tenido algo de elegía por ese viejo mundo que está desapareciendo. La reacción a su alrededor ha sido unánime: había muerto el mejor de todos nosotros (y este nosotros se refiere a los escritores españoles contemporáneos). Que ha habido otros sentires también es cierto, pero el más sorprendente ha sido la descalificación ad hominem simulando que no, firmada por Elvira Lindo, con unos volatines, llamémosles estilísticos, que le habrían hecho tanta gracia a Marías, como los suyos de juventud se la hacían a Benet.
La columnista de El País empezaba desaprobando a los que habían escrito sobre Marías tras su muerte porque ella no encontró «en ninguna de las páginas que se le dedicaron, un texto a la altura del personaje» (sic). Habrá que pensar que debió hartarse de leer prensa nacional, local y extranjera –menuda faena– para llegar a tan docta conclusión. Y no satisfecha con sus titánicas labores lectoras, añadió que tampoco había reconocido a Marías «en las palabras de esos amigos que lo describían como un tipo entrañable» (sic) y supongo que aquí ya no se refería a artículos sino al homenaje que se le rindió en el Círculo de Bellas Artes una tarde de finales de septiembre. Donde, por cierto, no recuerdo que el adjetivo entrañable asomara en ningún momento. Hay que decir que la manera de descalificar a tantos de un plumazo, no deja de tener su mérito.
«Hubo un tiempo en que faltando a los que no podían hablar ni defenderse se faltaba a la educación»
Pero lo mejor estaba por llegar: la columnista trazaba un retrato del Javier Marías cronista dominical, subrayando lo siguiente: la ira, la indignación, la burla, el cabreo, el desmesurado enojo, su incapacidad para empatizar con otros seres humanos, la furia, la incapacidad para comprender el mundo en que vivía, la incapacidad para compartir el espacio común, hombre iracundo, irritación… Y si no añado (sic) detrás de cada término o expresión empleadas por Lindo es para no parecer el capitán Haddock tras la ingesta de dos o tres botellas de whisky Loch Lomond. Pero algo traspuesto sí me quedé a medida que iba leyendo ese artículo que remataba con un gesto de perdonavidas: «Cuánta irritación se queda en nada en un abrir y cerrar de ojos».
En fin: hubo un tiempo en que faltando a los que no podían hablar ni defenderse se faltaba a la educación y al civismo. Quien lo hacía quedaba retratado ante los demás. Que ahora no sea así debe ser cuestión del desorden de ese mundo que se está acabando. Pero no querría llevar a confusión: esto no es una defensa de Javier Marías -novelista, escritor o amigo, tanto da– porque ni lo necesitó en vida, ni lo necesita ahora. Es sólo una opinión más, que dejo para el final: nunca leí ni entendí sus artículos como los de un hombre irritado –o cualquiera de los adjetivos que le dedica Lindo– sino como los de un hombre bien educado, estupefacto ante la deriva tontuna y la ascensión de la barbarie y el desmantelamiento en nuestra sociedad. Repito: para mí sólo eran fruto de la buena educación. Y su escritura civil –la de los domingos en El País–, era heredera de las buenas cosas tal como fueron, en el convencimiento de que nos iría mejor si no se hubieran enviado a la papelera de las sombras, esa que todo lo engulle, deforma y tritura.