Yacer con Lady Chatterley
«Las mismas antorchas que décadas atrás perseguían la obra se encienden ahora amenazantes en la oscuridad del siglo XXI»
Pues sí, querido lector, vuelve al candelero El amante de Lady Chatterley, la novela que D. H. Lawrence convirtió en un superventas hace ya casi un siglo, y vuelve por lo mismo que nunca terminó de irse: a cuenta de la vieja, rancia y recurrente censura. Pero, antes, demos un poco de contexto, si le parece. El argumento de la obra es de sobra conocido: Connie se ha casado con un noble adinerado de cuyos privilegios disfruta tranquilamente refugiada bajo el título de Lady Chatterley. Es una existencia tranquila, conyugalmente feliz.
Todo cambia cuando el señor Chatterley es condenado a vivir postrado en una silla de ruedas por culpa de las lesiones sufridas en la Primera Guerra Mundial. Cansada de la cárcel en que se ha convertido su matrimonio, los impulsos amatorios de Connie hacen que su mirada se desvíe hacia la figura de Oliver Mellors, el culto guardabosques de la finca en la que viven. Lady Chatterley se debatirá entre la posibilidad de dar rienda a sus instintos más oscuros o continuar habitando perezosamente en la opulenta vida de su ilustre marido.
Obviamente, este mero asunto amoroso no vale por sí mismo para convertir la obra en el mito que más tarde fue. La historia de amor de Lady Chatterley le sirve a Lawrence para preparar una complicada batería de argumentos con los que disparar contra la sólida muralla de prejuicios anglosajones de la época. La mujer se libera, habla explícitamente de los placeres que le provoca el sexo. Las escenas son nítidas, la vida se presenta en la literatura como es, sin máscaras ni edulcorantes.
Además, el autor pone en tela de juicio otros convencionalismos ingleses: proclama la inutilidad del belicismo que tantas desgracias traería en aquel periodo, desafía la comodidad burguesa heredada del industrialismo decimonónico, une la cultura y el arte con el obrero a través de la figura de Mellors, etc. Amparados en la lascivia que mueve a Connie al visitar a su amante, la obra fue prohibida durante décadas en Inglaterra -también en España, dicho sea de paso-. A la pulcra sociedad inglesa no le gustaba yacer en la cama con Lady Chatterley.
Decía que la obra vuelve a la actualidad porque recientemente Netflix ha decidido adaptarla para engrosar así el catálogo de su plataforma. Quizá no se sorprenda, lector, cuando le cuente que las críticas no han cesado en redes sociales, revistas y periódicos desde que se produjo el anuncio. Numerosos usuarios piden que se retire la adaptación, protestan porque Lady Chatterley es tratada como un objeto, y no están dispuestos a tolerar esta cosificación. Las mismas antorchas que décadas atrás perseguían la obra se encienden ahora amenazantes en la oscuridad del siglo XXI.
Lo curioso es que, toda vez se hubo retirado la censura de la obra avanzado ya el siglo XX, ésta se hubo de convertir en un mito: Lady Chatterley simbolizaba la liberación feminista, la certeza de que la mujer puede tomar las riendas de su vida, escapar a las convenciones, agarrarse a su instinto para ser quien decidiera ser. Años más tarde, se le acusa de lo contrario: de promover la esclavitud de la dama en torno a su cuerpo y su feminidad.
Al fin y al cabo, simplemente hablamos de caras de una misma moneda. No molesta Chatterley, ni su desnudez, ni su lascivia, ni su adulterio, ni su desafío a las clases altas, ni su reivindicación de las bajas, ni por supuesto esa modernamente socorrida cosificación. Lo que molesta en esta obra, en el talante de su autor y en el gusto de sus lectores y espectadores es aquello que molestó y molestará siempre: su libertad.