Una democracia híbrida
«La concepción del poder en Sánchez es autoritaria y constituye la fuente de las restricciones que ha introducido en la democracia representativa de nuestro país»
En los círculos políticos e intelectuales de oposición a Pedro Sánchez se insiste cada vez más en que no solo se trata de un Gobierno cuya política puede ser desacertada, sino que la misma trae consigo un creciente deterioro del régimen democrático forjado bajo la Constitución de 1978.
El catálogo de calificación de los regímenes políticos, desde la aportación auroral de Montesquieu, se ha caracterizado por su rigidez, lo cual ha hecho necesaria la entrada en juego de nuevas categorías destinadas a acoger modificaciones sustanciales que han ido apareciendo en las formas de organización del poder político. Es lo que sucedió con la generalización de los caudillismos en la Hispanoamérica contemporánea, o con la irrupción del fascismo en la Europa del siglo XX, «el régimen reaccionario de masas» (Togliatti) y de su correlato institucional, el totalitarismo, paradójica réplica al primer modelo totalitario que construye Lenin tras la Revolución de Octubre. Innovación conceptual que sigue sometida a debate, y también a un diálogo de sordos, como muestran las obras de Emilio Gentile, Antonio Scutari y Stéphane Courtois.
Más allá de los debates teóricos, sigue en cambio sin ser aceptada la extensión lateral de la calificación de totalitarismo al que se ejerce de modo horizontal, penetrando en el interior de la sociedad. Son grupos actuantes en su seno -como los basidjis en Irán- quienes crean coactivamente una homogeneización en usos y creencias que todos deben asumir. Es lo que Robert Jay Lifton llamó «totalismo», pensando en la China de Mao, y que ahora es perfectamente aplicable a las sucesivas teocracias del mundo musulmán, desde el Irán de Jomeini y de Jamenei, al Estado islámico.
Si el reconocimiento de tales sistemas de vigilancia y represión generalizadas, la propuesta del «totalismo» no ha tenido mucha fortuna, puede decirse que la de «autoritarismo» la ha tenido en exceso, hasta convertir con frecuencia la visión politológica en un cajón de sastre. En el intento de aprehender mediante conceptos una realidad política cambiante, correspondió a Juan J. Linz la aportación de bautizar a aquellos regímenes que obviamente no eran democracias, pero tampoco totalitarios. Sus rasgos definitorios son esclarecedores: regímenes de un pluralismo limitado, más dotados de una mentalidad que de una ideología, lo cual les aleja de las movilizaciones de masas propias de los totalitarismos, y con una conciencia de sus propios límites en el recurso a la violencia y en la violación de las normas jurídicas.
«En las democracias híbridas coexisten la forma democrática con una preeminencia del Ejecutivo que erosiona el Estado de derecho»
El único problema es que semejante patrón, elaborado sobre el caso español, se adecúa perfectamente al modelo mexicano del Estado-PRI, mientras hace estallar las costuras al aplicar el traje a la dictadura de Franco, donde el pluralismo limitado carecía de protagonismo ante el caudillaje del general, vértice indiscutible del poder. En cuanto a la ideología, resultaba poco brillante, pero ahí estaba, en el corporativismo militar y en el nacionalcatolicismo, sustratos de la victoria en la guerra civil. Y si pasamos a los límites, la voluntad del dictador los sobrepasó siempre que fue necesario, desde la represión de la posguerra a las últimas ejecuciones de 1975. La tendencia a otorgar la calificación ha acabado así muchas veces en una especie de condena con atenuantes a regímenes que desbordan las fronteras establecidas por Linz, casos de la Cuba castrista o de la Rusia de Putin.
En las últimas décadas, el «cansancio de la democracia» ha sido el marco de evoluciones políticas que a partir de la democracia representativa van introduciendo rasgos autoritarios, sin llegar a la consolidación de un autoritarismo en sentido estricto. Es lo que sucede en Hungría y Polonia y que señaló el camino con el punto de llegada autoritario en la Venezuela de Hugo Chávez. De ahí la pertinencia de la calificación de democracias híbridas, ya que en ellas coexisten la forma democrática con una preeminencia del Ejecutivo que erosiona sustancialmente los fundamentos del Estado de derecho. Y que tiene por finalidad la vieja rémora antidemocrática desde la República romana: perpetuar en el poder a quien ya lo ejerce.
Esta dimensión teleológica constituye el principal factor que impulsa el tránsito de una democracia representativa a una democracia híbrida. La rigidez de los plazos que separan las sucesivas elecciones, supone un obstáculo para la consolidación de un proyecto de estabilización en el poder, sea este hoy de signo conservador o progresista. De ahí la tendencia a modificar las reglas del juego, partiendo de la división de poderes y del establecimiento de cambios legales restrictivos. Las relaciones entre los distintos agentes del sistema político son dirigidas hacia la configuración de un esquema maniqueo, en cuyo marco se desvanece la noción de interés común: el adversario pasa a ser un enemigo irreconciliable cuyo acceso al poder debe ser eliminado. Para ello se hace preciso intervenir desde el gobierno en el espacio de la libertad de expresión, con el propósito de descalificar como ilícita toda alternativa al poder vigente.
Los conceptos clásicos de isonomía (participación igualitaria de los ciudadanos en el acceso al poder) y de isegoría (transparencia en la libre expresión) resultan conculcados. Y correlativamente, la oposición replica a su puesta al margen con la ruptura del consenso en el funcionamiento de las instituciones.
La singularidad del caso español en esa deriva hacia la democracia híbrida, ofrece una variante singular. El fortalecimiento deseado del Gobierno Sánchez, su supervivencia hasta límites que por sus propias palabras van más allá de las próximas elecciones, es sin duda el motor de la visión maniquea del presidente. Gobierna en nombre de un «progresismo» que solo con su evocación legitima ya toda medida y cualquier medio para su establecimiento. Entramos en el terreno de la dimensión populista, puesta de relieve en estas páginas por Francesc de Carreras. La concepción del poder en Pedro Sánchez es, en sentido estricto, autoritaria y constituye la fuente de las sucesivas restricciones que ha ido introduciendo en la democracia representativa de nuestro país.
«Estamos ante una paradójica apuesta de Sánchez: elevarse a sí mismo, al tiempo que fragiliza el Estado»
Pero al mismo tiempo, el robustecimiento de su poder personal y la búsqueda de eternizarlo resultan compatibles con una estrategia política que no solo ignora la consolidación del Estado, sino que lleva a un riesgo de fragmentación territorial, por la dependencia en que incurre respecto de partidos antisistema y secesionistas. Estamos ante una paradójica apuesta de Pedro Sánchez: elevarse a sí mismo, al tiempo que fragiliza el Estado y le hace asumir el aspecto de un castillo de naipes. Hasta el punto de que según señala la vox populi, parece que no gobierna Sánchez sino Rufián.
El autoritarismo en la gestión política, tiene como base la absoluta sumisión del partido socialista a sus dictados. Pedro Sánchez no dirige al PSOE, ejerce el mando sobre él, en un cuadro de disciplina militar. Ejemplos: la expulsión de Leguina o la marcha atrás de Lambán. Sánchez camina sobre los hombros de militantes en silencio. El partido no es el intelectual colectivo, sino un bloque dispuesto a ejecutar sus órdenes. Semejante dominación se ejerce también con todo rigor sobre los medios televisivos y de prensa, encargados de transmitir el mensaje gubernamental y desautorizar toda crítica. Y asimismo de edulcorar las tensiones en la coalición gubernamental, reduciéndolas a litigios entre personas, sin adentrarse nunca en su contenido. Lejos de nosotros la voluntad de informar.
No es extraño que el campo de batalla se traslade al control del poder judicial, aquí con el eximente de que ya el PP actuó en idéntico sentido. Solo que ahora se trata de eliminar toda barrera a reformas legales que una tras otra, del fin de la sedición al de la malversación, golpean la letra y el espíritu de la Constitución. Por efecto del peculiar «diálogo», al modo de Sánchez y Aragonés, la ley fundamental de 1978 es sumida en la indefensión. En lo que concierne al Legislativo, gracias a la lluvia de decretos-ley se ve reducido a cámara de registro, con una mínima incidencia de los debates sobre la opinión pública. Las instituciones están ahí. La degradación de la vida democrática, también.