THE OBJECTIVE
Francesc de Carreras

¿Hacia la deconstrucción?

«Los golpes de Estado ya no son lo que eran. Ahora se trata de la constante erosión de las leyes y de los procedimientos democráticos, de ejercer el poder sin límites»

Opinión
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¿Hacia la deconstrucción?

Ilustración. | The Objective

Probablemente mañana saldremos de dudas -si es que nos queda alguna- sobre la modificación del delito de malversación que exige Junqueras. Una vez más comprobaremos la realidad de un milagro: 13 diputados de ERC dominan cuando les interesa una cámara compuesta por 350 parlamentarios. Es la fuerza de la astucia y una demostración más de la debilidad del PSOE.

Todo ello por culpa de un pecado original que este partido está pagando muy caro: haber elegido en 2017, mediante primarias, a Pedro Sánchez como secretario general porque era partidario de pactar un gobierno con populistas e independentistas y, a la primera ocasión, en concreto un año después, apoyarlo para que lo llevara a efecto mediante una moción de censura.

Este es el pecado original del PSOE. Después ha cometido muchos más. Hasta hoy: acaba de cerrar un expediente al histórico Joaquín Leguina con la propuesta de expulsión. Para que aprendan los demás aunque ya no haga falta. Cinco años después, los demás saben la lección de memoria, constituyen un rebaño perfecto dirigido por el pastor.

Como todo Gobierno, el de Sánchez ha cometido errores en políticas concretas: al tomar medidas económicas, sociales, ciertos nombramientos, en leyes de educación, etc. Pero hay algo nuevo: el rápido desgaste de las instituciones políticas. Nunca se había producido un proceso así. Aunque no es de extrañar porque es consecuencia del pecado original. Es sabido: si tu gobierno está pendiente de los votos de formaciones desleales con la Constitución (unos quieren acabar con ella y otros separarse de España) es normal que le suceda al PSOE lo que le está pasando: deslizarse hacia la destrucción del sistema constitucional, pasar sigilosamente de una democracia liberal a una democracia populista.

Por ello anteayer, el Día de la Constitución, quizás por primera vez fue una fecha triste. El Gobierno de la Generalitat catalana no cumplió con el día festivo y como cada martes celebró su consejo de Gobierno presidido por Aragonés. La Constitución no va con ellos, ya lo sabemos, pero además actúan con chulería sabiendo que mañana el Ejecutivo cumplirá su promesa: modificar el delito de malversación para que los responsables del golpe de Estado vean rebajadas sus penas. Tampoco asistieron a los actos conmemorativos los representantes de los demás partidos nacionalistas, esta vez incluido Vox. En el fondo son coherentes: ¿por qué deben conmemorar la norma que cada día incumplen o desprecian con toda desfachatez?

El desmoronamiento de las instituciones constitucionales es cada vez más visible. Pronto bastará un simple empujón para acabar con ellas.

«La idea de poder no limitado es ahora el núcleo actual de la democracia populista»

Los golpes de Estado ya no son lo que eran. Ya no son las derechas contra las izquierdas. O viceversa. Ya no son debidos a políticas concretas ni necesitan como instrumentos imprescindibles a los tanques del ejército. Ahora son más sibilinos: se trata de la constante erosión de las leyes y de los procedimientos democráticos, la falta de respeto a la Constitución, a su letra y a su espíritu, ejercer el poder sin límites.

Esto último, la idea de poder no limitado, es ahora el núcleo actual de la democracia populista y, si se quiere, pues los nombres son confusos, de la democracia iliberal. Y a la vez, es lo contrario de la democracia liberal, la que consagra nuestra Constitución y las demás constituciones europeas con tradición democrática, así como también la Unión Europea. Veamos algunos caracteres esenciales de esta democracia populista.

Primero. El Parlamento es elegido por sufragio universal, cada ciudadano un voto. Hasta ahí ninguna diferencia con una democracia liberal. Pero en este caso el Gobierno que ha sido elegido por una mayoría parlamentaria no respeta la división de poderes porque no quiere ser controlado por ellos: quiere simplemente mandar, aplastar al contrario por el hecho tener la mayoría. Por tanto, se las amaña para retorcer las leyes y nombrar a quienes deben controlarlo. Así se da la paradójica situación de que los controlados designan a sus controladores con el objetivo de no ser controlados. Todo muy sutil pero real. Piensen que los controladores son los jueces y magistrados, los funcionarios y organismos técnicos independientes, así como también la opinión pública formada básicamente desde los medios de comunicación. Piensen en todos los manejos de nuestro Gobierno en este ámbito, también en la vergonzosa actuación del PP al negarse a renovar el Consejo General del Poder Judicial y, de forma indirecta, el Tribunal Constitucional.

Segundo. Del pluralismo de partidos hemos pasado a un bloquismo (perdonen este feo palabro) como consecuencia de que la contienda política se desarrolla en el ámbito irreductible de amigos/enemigos -es decir, llegar a compromisos está vetado a menos que sean dentro de cada bloque – no en el de adversarios con los que se puede pactar y acordar, una vez con unos partidos y otra vez con otros.

Esto induce a confusión entre los electores. Por ejemplo, en el caso presente votar al PSOE es votar, a la vez, en según qué cuestiones, a ERC y al Bildu, así como votar al PP puede ser votar a Vox, aunque esto último, a nivel nacional, aún no se ha experimentado.

Tercero. El Parlamento no es el ámbito del debate ni de la deliberación, menos aún el control del Gobierno. En definitiva, ¿para qué? Si no se quiere llegar a pactos entre partidos de distintos bloques, lo mejor es acordar dentro de los mismos, sin publicidad ninguna, las resoluciones a tomar. Todo se aprueba con rapidez, sin poder reflexionar ni alegar argumentos que puedan desembocar en pactos.

«En las próximas elecciones generales nos jugamos mucho, quizás la pervivencia de la Constitución»

En definitiva, es el fin del parlamentarismo entendido en el sentido clásico de deliberar para llegar a acuerdos.

Por ejemplo, si se pacta mañana modificar el delito de malversación para los fines particulares que todos sabemos, no para solucionar intereses generales, ¿dónde se ha acordado eso que hasta anteayer se rumoreaba pero se negaba? El Parlamento se convierte así en una institución donde se toman decisiones sin explicar y debatir los argumentos en las que esas decisiones se basan o, como últimamente está de moda, argumentar con derecho comparado, ves a saber lo que es esto.

La deriva hacia la que nos deslizamos es más que peligrosa. Mucho más que cualquiera de las que afectan a políticas concretas. Quizás de esta crisis institucional no se habla en el metro, como dijo una imprudente ministra. Pero a la larga, incluso a la media y a la corta, es una grave amenaza para la democracia que aventura conflictos de gran calado. Más todavía cuando otros países europeos andan por el mismo camino.

Construir una democracia es una tarea lenta y difícil; deconstruirla no es fácil, hay instituciones que aún funcionan, aún quedan contrapesos, pero a veces las cosas se precipitan y la rapidez de los acontecimientos rebasa todo lo esperable. En las próximas elecciones generales nos jugamos mucho, quizás la pervivencia de la Constitución que anteayer celebramos con tanta melancolía.

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