THE OBJECTIVE
Javier Benegas

Lo que cuenta es el quién, no el qué

«El drama nacional desborda la confrontación convencional entre izquierda y derecha. Lo que está en juego es la supervivencia del orden democrático»

Opinión
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Lo que cuenta es el quién, no el qué

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez y la vicepresidenta segunda del Gobierno y ministra de Trabajo y Economía Social, Yolanda Díaz. | Europa Press

Si no media algún milagro o suceso inverosímil, es muy posible que Pedro Sánchez pase a la historia, no por exhumar los huesos de Franco, sino por enterrar la Transición y con ella esta democracia que, aunque bastante imperfecta, es mucho mejor que lo que viene a continuación. 

Desde el momento en que rozó con los labios el cáliz del poder, Sánchez se volvió imparable. Como apuntaba en otro post, se transformó en un autómata del poder. Una máquina sin más sentimiento que su propia ambición. Pero, cuidado, el poder no le ha cambiado, como ha sucedido con otros personajes que, en origen, tuvieron sus virtudes. La afección de Sánchez siempre ha estado ahí, latente, como un virus que solo necesitaba el estímulo oportuno para activarse. En su caso, el vector desencadenante ha sido ocupar La Moncloa. Sin embargo, la revelación más inquietante es que Sánchez no porta ningún virus. En realidad, el virus es él.

Soy de la opinión de que tenemos a este personaje instalado en el Gobierno porque el camino recorrido desde 2004 en adelante solo podía desembocar en un Sánchez presidente. Es decir, tenemos a Sánchez porque antes tuvimos a Zapatero y después a Rajoy. Incluso, yendo más atrás en el tiempo, Zapatero no fue el fruto de aquel fatídico 11 de marzo —si acaso, maduró en la desgracia—. Fue engendrado por un felipismo falto de talante democrático, incapaz de digerir la mayoría absoluta de la derecha en el 2000. 

Quienes hoy constituyen el núcleo de duro del PSOE no pusieron en marcha la temible máquina de la polarización, aunque la usen con fruición. La máquina ya estaba funcionando. Fueron los ilustres y moderados socialistas de entonces los que agitaron los demonios de la izquierda tras la mayoría absoluta del PP de Aznar. Propagaron la especie de que un gobierno de la derecha era una peligrosa anomalía, que la democracia o era socialista o nunca sería democracia. 

«Estamos a expensas de que el actual orden constitucional sea removido por un personaje cuya única ideología es la ambición de poder»

El pasado no tiene remedio. No es posible viajar en el tiempo. Lo importante es que aquí estamos, a expensas de que los restos del actual orden constitucional sean removidos por un personaje cuya única virtud, y también ideología, es la ambición de poder. El drama nacional, que amenaza con convertirse en una tragedia en varios actos, desborda los márgenes de la confrontación política convencional entre izquierda y derecha o, dicho de forma más elegante, entre progresismo y conservadurismo. Lo que está en juego es la supervivencia del orden democrático que, con todas sus carencias y contraindicaciones, alumbró la Transición y que nos ha permitido cambiar de forma pacífica a unos gobernantes por otros, aunque no con demasiada fortuna. Así pues, lo que ahora importa no es nuestra posición en el eje izquierda-derecha, sino permanecer dentro o fuera de las coordenadas de la democracia. Esto es lo que debemos dirimir. 

Evidentemente, para los socios del Gobierno y para el propio Sánchez es justo al revés. No les preocupa la democracia, sino mantenerse en el poder. Sánchez, porque, como digo, es un autómata del poder; sus socios secesionistas, porque desmontar el andamiaje constitucional es condición necesaria para cumplir sus anhelos: convertir Cataluña y el País Vasco en feudos que expoliar y someter con total impunidad; y Podemos, porque la rentabilidad de su negocio es directamente proporcional a la intensidad del caos. Pero, para todos los demás, sean más o menos progresistas o conservadores, salvar esta Constitución, por deficiente que parezca, es el ser o no ser. 

Cómo salvarla es la gran cuestión. Los mecanismos de control y contrapoder están en trance de ser completamente desactivados. El reloj de Sánchez avanza a tal velocidad y con tanta determinación que, si esperamos a las elecciones generales, podría ser demasiado tarde. Para entonces ya estaríamos de facto en una democracia orgánica, donde el presidente y sus socios harán su santa voluntad. 

De la desesperación surge de nuevo la opción de la moción de censura. Pero la aritmética no da, según advierten en el PP. Y tienen razón. Sin embargo, argumentan otros, este recurso, usado como un potente altavoz, permitiría lanzar una señal de alarma que resonara por todo el país y su eco llegaría hasta Bruselas. Así, por un lado, se lograría concienciar a la opinión pública y, por otro, la Unión Europea no tendría más remedio que darse por enterada.

El problema es que esta iniciativa proviene de Vox. Y en el PP no están por la labor de que el adversario capitalice la moción. La respuesta de los de Abascal a este lógico recelo ha sido inmediata: que la capitalice un candidato de consenso. Es más, que tal candidato sea un antiguo socialista. De esta forma, además de poner contra la pared al PP, Sánchez ya no se enfrentaría a la derecha y a la extrema derecha (así suelen aludir en el PSOE a Vox, no es cosa mía), sino a todo el espectro político, descontando, claro está, a él mismo y a los secesionistas y a la extrema izquierda, que son sus aliados. 

Frente a esta demostración de altruismo, en Génova no han tenido más remedio que variar su posición, pero solo lo imprescindible para no ser señalados como el principal problema de España, junto con el PSOE. Si la moción de censura se lleva adelante, el PP no votará en contra, pero tampoco a favor. Se limitaría a abstenerse. Al fin y al cabo, por más generoso que se muestre Vox, el mérito de la iniciativa es suyo. Lo saben los de Abascal y lo saben los de Feijóo. Así pues, el PP formalmente no se opone, pero informalmente sí. 

«El celo europeo mostrado frente a las díscolas Hungría y Polonia contrasta con la tolerancia hacia Sánchez»

Ante esta falta de consenso, ¿algún viejo socialista se atreverá a recoger el guante? Si el PP no da su brazo a torcer, será bastante más que difícil. La España política tiene una ley no escrita tan simple como insuperable: para estar contra unos necesitas el amparo de los otros. Ir por libre es una temeridad. Lo hemos visto a menudo. Las vacas sagradas del progresismo que se han enfrentado al PSOE solo lo han hecho cuando han tenido el amparo tácito del PP. Como los espías en la Guerra Fría, en la izquierda solo se atreven a desertar cuando saben que al otro lado tienen asegurado el asilo.    

En cuanto la reacción de la UE, por obra y gracia de la moción de censura, diría que lo que allí cuenta no es el qué sino el quién. Esta sospecha no es un antojo. El celo mostrado frente a las díscolas Hungría y Polonia contrasta con la tolerancia, y casi diría devoción, hacia Sánchez. También llama la atención el pánico moral que suscita en Bruselas el Twitter de Elon Musk en comparación con el vejo Twitter dirigido por una tropa de sectarios y encarnizados enemigos de la libertad de expresión.    

En buena medida, también en España importa el quién y no el qué. El centro derecha y el liberalismo castizo, donde casi todos son funcionarios, profesores o de alguna forma asalariados de la Administración, parecen haber interiorizado que un gobierno conservador, por moderado que sea, resulta poco aseado. Nuestra democracia debe cuidar las apariencias, aunque el cielo se desplome sobre nuestras cabezas.

Suponiendo que todos estos interruptores pudieran ser pulsados en la secuencia correcta, quedaría por resolver la cuestión fundamental. Una moción de censura que aritméticamente está perdida solo tiene un sentido: infundir ánimo en la opinión pública, no solo emergencias y críticas. Ha de convencer a Juan Español de que es posible otra forma de hacer política, que nada está escrito y que aún tenemos una oportunidad. 

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