THE OBJECTIVE
Jorge Vilches

La dictadura que merecemos

«La verdad es que otra vez el odio al adversario es más fuerte que el amor a la democracia. He aquí ese campo abonado donde nace la mala hierba de la tiranía»

Opinión
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La dictadura que merecemos

Imagen del Tribunal Constitucional. | THE OBJECTIVE

Tenemos un país bastante singular. Entre los bisoños que se sorprenden de la fuerza autoritaria que puede desarrollar una mayoría parlamentaria, y los tiranos que sustituyen la ley por su voluntad, nos está quedando una democracia para emigrar. 

La ingenuidad de unos y la perversión de otros son dignas de estudio. A este respecto escribía Claude Lefort que la tiranía no es algo que caiga del cielo, sino que crece como un arbusto. Para que surja tiene que haber alguien que siembre y riegue, a veces de forma inconsciente o mirando hacia otro lado, pero siempre hay uno que acaba recogiendo el fruto maduro. 

En nuestro país hemos cultivado las condiciones perfectas para un crecimiento óptimo de una dictadura blanda, o de eso que se llama «democracia iliberal». Hemos fomentado un Estado de las autonomías disgregador, alimentando unas oligarquías locales egoístas y chantajistas que han inoculado su relato victimista y totalitario en los partidos nacionales. Y lo hemos dejado crecer.

No pusimos freno a los rupturistas, como han hecho en Alemania o Portugal. En este caso no hay homologación que valga. Los que siempre despreciaron la democracia liberal de la Constitución de 1978 aumentaron su presencia de forma desmesurada con las instituciones locales en su poder, con la financiación y la aquiescencia de los grandes partidos. Colaboraron con el sistema, sí, pero solo para dinamitarlo desde dentro

«Esas izquierdas supremacistas han encontrado en el populismo el estilo más adecuado para su ansia autoritaria»

Esta conllevancia estúpida con los rupturistas ha llegado a su máxima expresión con el Gobierno de Pedro Sánchez. No solo son quienes mandan en España marcando la agenda legislativa y los tiempos, sino que su relato es hegemónico. Ahora son presentados como los únicos y verdaderos luchadores por la libertad y la democracia. Su triunfo es total porque la siembra estaba bien hecha, y, además, porque han encontrado al petimetre arrogante y ambicioso ideal para desarticular el sistema de 1978. 

En la izquierda, por otro lado, tienen a los totalitarios perfectos. Comparten con ellos la obsesión por el poder y la ingeniería social. No hay más que ver las caras de Irene Montero y su cuchipanda cuando aprueban sus leyes. Les importa más la potestad para ordenar que el resultado de la norma

Esas izquierdas supremacistas, desde el PSOE a Podemos pasando por los grupúsculos errejonistas y compañía, han encontrado en el populismo el estilo más adecuado para satisfacer su ansia autoritaria. 

Los populistas saben cómo apartar a la oposición y doblegar a las instituciones que controlan al Ejecutivo. No tienen más que desautorizarlas, deslegitimarlas, señalarlas como enemigas del pueblo, de la democracia y de la libertad que ellos y solo ellos representan. 

La situación es el paroxismo del «sí se puede». No cabe el respeto a la ley ni a los pilares democráticos, como la separación de poderes. Ni siquiera es aceptable la ciencia. Es el triunfo de la voluntad, como en cualquier totalitarismo. Lo hemos visto esta semana: si el protocolo democrático y las leyes no se ajustan a la ambición del César, el César tiene una mayoría parlamentaria para cambiar las normas y cumplir su destino. 

«Sostienen estas izquierdas que una elección ordinaria les otorga un poder constituyente»

Luego lo envuelven en fraseología populista, como Errejón, que dice que la soberanía popular está por encima de la ley. Es la misma idea que han repetido todos los tiranos del siglo XXI, en especial en Hispanoamérica, desde Argentina a Nicaragua, pasando por Venezuela, Bolivia, Perú y Ecuador. 

Sostienen estas izquierdas, ya españolas también, que una elección ordinaria les otorga un poder constituyente. El motivo es que para esta gente toda convocatoria electoral es un plebiscito sobre el modelo de sociedad. Por eso insisten en que las instituciones, incluso las que tienen que controlar al Ejecutivo, deben responder a la sensibilidad de la «mayoría progresista». A partir de ahí, cambian el régimen. 

Bien. ¿Y qué hacemos el resto? Pues nos marcamos un Stefan Zweig. Escribimos sobre el dolor que nos produce la pérdida de la democracia, de la dignidad y de la concordia. Añoramos los tiempos del aburrimiento en los que se podía entablar una conversación culta sin referirse a la enésima tropelía gubernamental, o cuando la política no rompía amistades ni familias. Luego nos quedamos bloqueados, señalando frustrados el ascenso imparable de la tiranía destructora y el fin del mundo de ayer. 

Sí, pero, ¿y los otros? ¿Y el resto de españoles? ¿Los socialdemócratas y regionalistas moderados? ¿Aplauden los manejos de esta nueva casta y su ingeniería sin fin? ¿Se sienten representados por estos mesías políticos, como diría Talmon, que construyen con desvergüenza una democracia totalitaria? La verdad es que da la sensación de que otra vez el odio al adversario es más fuerte que el amor a la democracia. He aquí ese campo abonado donde nace la mala hierba de la tiranía.

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