THE OBJECTIVE
Carlos Mayoral

No haga caso a los tontos

«Qué hermoso era aquel mundo inconsciente, donde el cariño superaba con creces al rencor, y la realidad dependía casi únicamente de una mirada siempre afectuosa»

Opinión
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No haga caso a los tontos

No haga caso a los tontos.

No pretendo pisar un lugar demasiado común si aludo a la memoria como garante de la Navidad. El que aquí les escribe está respirando en estos momentos el aroma de la leña quemada en cualquier pueblo de Castilla, con la nieve espesando en las cunetas o en los imaginarios, y puede percibir perfectamente cómo pervive a su lado el hombre que lleva siglos vigilando aquella tierra, como diría Azorín, y que bien mirado podría ser uno mismo. En fin, que la memoria necesita hitos para establecer sus imágenes, así que no cabe duda de que estas fechas marcan el funcionamiento del pasado como pequeñas balizas en la niebla. En el puente de diciembre desembalo las cajas con adornos, guirnaldas, bolas para el árbol y otros cachivaches, se ilumina entonces esa retentiva adormilada, y a la manera proustiana se despiertan en mí olores y sabores que creí olvidados durante los once meses restantes.

Puedo ver perfectamente a mi abuela, las manos lentas, el pan amasado para la noche, y esos ojos que amenazan con cerrar los párpados a cada instante. Veo también a mi abuelo, la cerviz inclinada, el hacha en lo alto, las maderas chascando apenas unos minutos más tarde en el interior de la estufa. Por la ventana, varias columnas de humo abandonan los tejados para perderse en algún punto del recuerdo. Y el sabor del mazapán casero, que al masticar ofrece notable resistencia contra las mandíbulas. Sé que se trata de un sabor que nunca volveré a disfrutar, pese a disfrutarlo cada diciembre. Y el cascanueces de madera, un prodigio de ingeniería a ojos de aquel niño. Y el mantel de fiesta, doblado con mimo esperando su momento. Veo a mis tíos con la botella de pacharán casero, que pasa de mano en mano hasta llegar al mayor, que se decanta por Chinchón semidulce. Y percibo las risas, los abrazos, el brindis después de la cena, los buenos deseos, la felicidad.

Desde el mismo lugar en que respiro ese aroma crepitante, leo también que un grupo nutrido de tontos aboga por felicitar las fiestas en lugar de la Navidad. Veo también que niegan cualquier representación en forma de belén, por tratarse de una expresión cristiana, como si la mayoría de las costumbres que profesamos ateos y creyentes no estuviesen sustentadas sobre las bases de una moral religiosa. Leo a otros que piden retirar a la mula y al buey del nacimiento por respeto a los animales. Alguien responde que, de paso, retiremos el musgo, ya que se halla en peligro de extinción. En otro foro se pide acabar con las luces callejeras por el despilfarro energético que supone. E incluso uno, que no descarto que sea el príncipe de los idiotas, afirma que a su hijo no le permite creer en los Reyes Magos porque no quiere que viva engañado.

En entonces cuando pienso que, si hubiera que vivir la vida en presente, sin el asidero de la memoria, probablemente no merecería la pena existir. Al albur al que nos condenan estos majaderos, al dictado de estos bobos, vaya usted a saber, querido lector, cómo acabaría la cosa. Por suerte, afuera sigue la nieve amontonada en las lindes de los caminos, y puedo introducir las manos en ella como hacía aquel crío treinta años antes, y se levanta la misma sensación de entonces, cuando ese mismo crío descubría la existencia de la escarcha entre sus dedos. Qué hermoso era aquel mundo inconsciente, donde el cariño superaba con creces al rencor, y la realidad dependía casi únicamente de una mirada siempre afectuosa. Mientras quede memoria, no todo está perdido, querido lector. No todo está perdido.

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