Los Borgia y el origen catalán de la leyenda negra en Italia
«La familiaridad con que Roma acoge a los españoles, sobre todo en Navidad, tiene una profunda raíz histórica que cualquier visitante que se encuentre paseando por la ciudad del Tíber puede notar»
«Cuando el valenciano Calixto III [Borgia] es elegido Papa, por toda Italia se oye un grito de indignación: ‘¡Un Papa bárbaro y catalán! Advertid a qué grado de abyección hemos llegado los italianos. Por todas partes dominan los catalanes y Dios sabe hasta qué punto son insoportables con su dominio’» (B. Croce, ‘España en la vida italiana’, págs. 39-40, ed. Renacimiento)
La familiaridad con que Roma acoge a los españoles, sobre todo en Navidad, tiene una profunda raíz histórica, sucediendo que cualquier visitante que se encuentre paseando por la ciudad del Tíber la puede notar. La plaza de España, la embajada española ante la Santa Sede (primera embajada permanente del mundo), la vía de los Spagnoli, el entorno, en general, de la piazza Navona y el Campi di Fiori, etc., son áreas que tienen un trasfondo hispano reconocible más allá de los propios nombres de estas localizaciones urbanas, y que tiene mucho que ver, en su origen, con la familia valenciana de los Borja.
Sobreponiéndose a la oposición, muchas veces hostil, de las familias italianas rivales (Orsini, Colonna, Sforza, Farnesio, De la Rovere), los Borja (Borgia, italianizado) van a lograr desde su aparición en Italia como cortesanos de Alfonso el Magnánimo de Aragón –tío de Fernando el Católico y conquistador de Nápoles en 1442–, y a pesar de esta su condición extranjera, que dos de sus miembros sean elevados al solio pontificio: Alonso de Borja, convertido en el papa Calixto III (1455-1458), y su sobrino Rodrigo Borja, llamado Alejandro VI, a partir de cuya ascendencia a la cátedra de San Pedro en 1492 se iniciará el período de los Borgia por excelencia. Tras la muerte de Alejandro en 1503, y con la caída en desgracia de su hijo César, duque de Valentinois (muerto en 1507 de la mano de otro español, Gonzalo Fernández de Córdoba), finalizaría uno de los períodos más brillantes e influyentes de la historia de los papas.
Preocupado, es más, celoso de guardar, e incluso ampliar, los intereses de su familia en Italia, Rodrigo Borgia trabajó en favor del establecimiento de vínculos dinásticos con las principales familias italianas y así formar parte del tejido cultural y social que rodeaba a la ciudad en la que la Cristiandad tenía, y sigue teniendo, su centro. Roma, una vez que los Borgia dejen huella en ella, iba a quedar, tal era el plan, definitivamente comprometida con esta dinastía. De hecho, cuando el agustino Lutero visite la ciudad percibirá esa influencia, y ello será el fundamento para su disidencia y el cisma ulterior que aún persiste.
Con ello también, en el contexto de esas rivalidades dinásticas de toma y daca, se va a consagrar una mala fama que ha quedado asociada a esta familia (al fin y al cabo, extranjera en Italia), y que está, y es aquí a donde queríamos ir a parar, en el origen de la leyenda negra antiespañola.
Es más, sus adversarios van a aprovechar su condición de españoles para atribuirles marranismo, acusación general dirigida a los españoles en Italia, de tal manera que los Borgia no van a aparecer sólo como unos ambiciosos extraños a los intereses de Italia, sino también como judaizantes extraños a los intereses de la Cristiandad. «Esta inmigración judaica contribuyó a formar una opinión pésima de los españoles en general, motejados desde entonces como «judíos» y como «marranos». «Marrano», «circunciso» y catalán llamaba Juliano de la Rovere, que fue luego Julio II, al odiado papa Alejandro», apuntará Croce, a propósito de este asunto, en su magnífica España en la vida italiana (ed. Renacimiento, p. 85).
Así que, sea como fuera, la historia de los Borgia, un verdadero drama, comienza en 1492 y finaliza en 1503. 1503 es el mismo año en el que tienen lugar las victorias de Ceriñola y Garellano por las que, de la mano de Gonzalo Fernández de Córdoba, ejecutor, insisto, de la caída de César Borgia, los Reyes Católicos se hacen por fin con el Reino de Nápoles, una vez aplastado el ejército francés en sendas victorias ganadas por el Gran Capitán, produciéndose así la consolidación de la influencia española sobre el sur de Italia (y que cristalizará diplomáticamente a partir del Tratado de Blois, en 1505, por el que Luis XII renuncia a Nápoles).
El dominio aragonés sobre Nápoles y los Borgia en Roma serán los dos pilares sobre los que se asiente la hegemonía española sobre Italia, una hegemonía que, si bien en un principio no es bien recibida, en la medida en que se asocia a los españoles con la barbarie (frente a la sofisticación de la «cultura» italiana), terminará por prevalecer e imponerse durante dos siglos. Es más los giros de la política papal durante esos dos siglos, balanceándose entre Francia y España, ponen de manifiesto, según la gran obra de Thomas Dandelet (La Roma española (1500-1700), Editorial Crítica 2002), una política imperialista de España hacia Italia, en contraste con la francesa, claramente benefactora: “Puede concluirse que en el extremo oriental de sus territorios [Italia, sobre todo en Roma], el imperio español se caracterizó no por ser un conquistador de mano dura sino por ser un patrono generoso”, afirmará Dandalet.
Sin embargo, cierta historiografía decimonónica ha querido dibujar la presencia española en Italia como la acción de un bárbaro sobre la civilización, como si fuera un elefante entrando en una cacharrería: la «cultura del Renacimiento en Italia» se ve arrasada (1527, el saco de Roma, etc) y vampirizada por el Imperio español, sin que España ofrezca nada a cambio: esta es la tesis de la historiografía decimonónica, sobre todo, alemana. Esta idea se debe a un nombre, el de Jacob Burckhardt, cuya Cultura del Renacimiento en Italia (1860) marcó, y sigue marcando, profundamente la historiografía posterior. Dice Burckhardt: «hechos como este [devastación de Piacenza en 1447 por Sforza] resultan pálidos comparados con el horror que más tarde trajeron a Italia las tropas extranjeras. Se señalaron en esto aquellos españoles en los cuales tal vez un injerto de sangre no occidental, o quizás el hábito de los espectáculos inquisitoriales, habían desencadenado el lado diabólico de la naturaleza humana. A quien conozca sus atrocidades en Prato, Roma, &c. le costará trabajo después interesarse en un alto sentido, por Fernando El Católico y Carlos V. Ellos conocían a sus hordas y las dejaron, no obstante, obrar libremente. La profusión de documentos de sus Gabinetes, que va saliendo poco a poco a la luz, podrá resultar una fuente de datos importantísimos… pero nadie buscará ya en los escritos de tales príncipes el estímulo de un pensamiento político fecundo» (La cultura del Renacimiento en Italia, p. 77, Vol. I, Ed. Iberia).
Vemos aquí el eco antimarrano del siglo XV reproducirse en el XIX, pero ya como farsa antisemita, mediando el supremacismo racial ario decimonónico que late en Burckhardt como explicación del horror que produjeron los españoles en la «culta» Italia del siglo XVI. Omite el historiador alemán, entre otras muchas cosas, que buena parte de las tropas que constituían las fuerzas del Condestable de Borbón cuando en 1527, con la muerte de este, se desencadenó el llamado «Saco de Roma», eran lansquenettes alemanes, y además protestantes (Benvenutto Cellini, por cierto, confiesa en su biografía, que fue él quien acabó con la vida del Borbón de un cañonazo lanzado desde el castillo de Sant`Ángelo). Pero lo más curioso de este modo oscurantista y racista de proceder es que, reconociendo no haber consultado los documentos de los “Gabinetes” de Fernando el Católico y de Carlos V, ya sabe que no se podrá encontrar en ellos “un pensamiento político fecundo”. Curiosa la práctica de la “ciencia histórica” por parte de un autor que se sigue mencionando como insigne figura de la historiografía.
Sverker Arnoldsson, en nota al pie de su estudio sobre el origen de la leyenda negra en Italia (recientemente reeditado con prólogo de la gran Elvira Roca Barea), dice, a propósito de las opiniones de Burckhardt, “en la gran obra de Jacob Burckhardt, Die Kultur der Renaissance in Italien, se dan en varias conexiones [¿?] noticias sobre la supuesta barbarie de los españoles y su influencia generalmente inféliz sobre la vida cultural de Italia. En ciertos casos se alegan opiniones italianas del Renacimiento, pero por lo general las declaraciones de Burckhardt sobre la conducta y la fama de los españoles se pueden considerar como una versión especial de la Leyenda Negra, influenciada por el liberalismo del siglo XIX” (Los orígenes de la leyenda Negra española, ed. El Paseo, 2018, p. 11).
Creo, sin embargo, que dicha influencia, más que proceder de un indefinido “liberalismo”, viene del romanticismo teutómano (en expresión de Losurdo) que cultiva, a su modo, Burckhardt (antes que Treitschke, y otros, hasta Sombart), y que tendrá en la antropología francesa (Gobineau) y en la frenología, el darwinismo social, etc, las bases de la explicación acerca de las “desigualdades de las razas humanas” y su influencia en el terreno político. Estas ideas, que sucumben catastróficamente en 1945 (por lo menos políticamente hablando), van a resistir y persistir, sin embargo, en otros órdenes de la realidad, por ejemplo, en la historiografía, manteniendo una influencia extraordinaria en ella, de tal modo que la acción española en Italia se seguirá viendo más bien como un lastre, por su carácter destructivo, rapaz, que, como una acción protectora, conservadora de esa “cultura”.
Lo más llamativo es que estas ideas antisemitas, que hacen a los “marranos” catalanes responsables de los destrozos sobre la exquisita cultura italiana, van a arraigar, paradójicamente, en el catalanismo político decimonónico para reafirmarse, mutatis mutandis, como cultura aria, según los ideólogos de la Lliga (Prat de la Riba, Pompeu Gener, B. Robert, etc), y lo hará frente al “semitismo hispano” representado, según considera actualmente el catalanismo político, por la población inmigrante (neomarrana) procedente de otras partes de España, que será vista desde este racialismo como un auténtico lastre para Cataluña.
Es decir, ese romanticismo irracionalista teutómano, que ponía en el marranismo catalán (Borgia) la razón de la actuación “bárbara” de los españoles en Italia, va a convertir, en su versión regionalista, al catalán en un ario no dispuesto a dejarse arrastrar por esas “bestias semitas” españolas que alejarían a Cataluña de su condición aria y, por tanto, de su tan “merecida” prosperidad europea.