Referéndum y pedagogía
«¿Olvidamos que los independentistas quieren rebajar la edad electoral a los 16 porque saben que esa generación creada en la escuela pública come de su mano?»
Pere Aragonès es el heraldo que Sánchez nunca quiso tener. Da las noticias que el presidente oculta, y siempre en el peor momento para Moncloa. Lo mismo hace Gabriel Rufián, que suelta lo que ERC necesita, y siempre como forma de presión a Moncloa porque sabe que la verdad hace daño al PSOE.
Sánchez quería aparecer como un político altruista que reparte los fondos que previamente nos había quitado, y va Pere Aragonés y abre la boca. Esas cosas que rompen la soberanía nacional, como un referéndum, no se anuncian con un año de antelación. Se pactan en mesas bilaterales secretas. Y solo cuando todo está bien atado, con sus magistrados en el Tribunal Constitucional, se suelta.
Así, Sánchez ha tenido que improvisar una declaración incómoda el día de la devolución del dinero que previamente nos ha quitado. «Hoy la Constitución se cumple», ha dicho. «Mañana, ya veremos», cabría añadir.
El sanchismo quiere enterrar el procés cuando ha sido el Gobierno quien le ha insuflado vida con los indultos, la eliminación de la sedición y la rebaja de la malversación. Los promotores del procés están otra vez en la calle, y lo volverán a hacer. Ya lo dijo Jordi Cuixart, líder de Ómnium Cultural: «Lo volveremos a hacer. Lo haremos juntos. Y lo haremos mejor».
Sánchez y sus secuaces están convencidos de que nos pueden endilgar la historia de que el referéndum de autodeterminación que va a tener lugar en Cataluña es una consulta de otra cosa. De lo que sea. Un Estatuto nuevo o una pregunta sobre bienestar identitario. Algo así como «¿Está Vd. satisfecho con la relación entre Cataluña y España?». Vale, pero para los independentistas será parte del procés.
«La izquierda ve con buenos ojos algún tipo de consulta»
Sánchez cree que esto, sin embargo, le permite sobrevivir. Una buena parte de los catalanes está convencida de que no hace daño a nadie el realizar una pregunta de nada. La izquierda, por otro lado, como escribimos aquí la semana pasada, ve con buenos ojos algún tipo de consulta. Incluso aceptaría que los catalanes pudieran decidir «su futuro».
Sí, ya sé que eso supondría una ruptura del Artículo 2º de la Constitución, pero es que el texto de 1978 les da igual. Ya dijimos que la mayoría de los izquierdistas piensan que la Carta Magna es letra vieja, enmohecida y chunga. Son votantes que están más cómodos con Rufián y Otegi, que con Feijóo y Arrimadas.
Llegados a este punto todo es posible. Sin embargo, hay algo que no falla en esta querida España nuestra. Me refiero al conocido recurso a la «pedagogía».
En toda conversación sobre la situación política que nos acongoja siempre hay alguien que acaba diciendo que el problema es que en las escuelas no se enseña la Constitución ni la importancia de la Unión Europea. Esto lo suele rematar su interlocutor soltando eso tan arrogante de «¡Hace falta pedagogía!».
La escena se completa si hay un tercero que media en el debate y suelta la ocurrencia definitiva: «Los políticos deberían hacer esa pedagogía». En fin.
A ver. No solo tenemos políticos que no saben hacer la ‘o’ con un canuto, sino que no tienen profesión fuera de la política. La mayoría hizo su carrera con el vasallaje al mando de turno y el apuñalamiento al compañero. A la política no van los mejores. Es hora de reconocerlo. Las instituciones se llenan con tropa de partido que está muy lejos de estar capacitada para explicar el funcionamiento de una democracia liberal.
Lo hemos visto hace nada, cuando los diputados de la coalición Frankenstein dijeron a los cuatro vientos que la soberanía popular está por encima de la ley. O a Patxi López, portavoz del Grupo Parlamentario socialista, que a duras penas enlaza dos palabras que no vulneren el Estado de Derecho. ¿En serio vamos a dejar a estos políticos que hagan «pedagogía»?
«Los profesores universitarios nos encontramos con alumnos que no saben el significado de las siglas URSS»
La idea de la «pedagogía» es no tener los pies en la realidad. Al fondo de todo esto se encuentra el mito de la educación pública que sufrimos desde la Ilustración. Pensamos que todo se arregla yendo a la escuela pública, desde el racismo al cuidado del medio ambiente, la inmersión lingüística en el idioma local, o la defensa de la democracia.
¿Es que olvidamos que los independentistas quieren rebajar la edad electoral a los 16 porque saben que esa generación creada en la escuela pública come de su mano? Pues nunca falta el intelectual o el periodista, incluso el académico, que quiere descargar sobre la educación pública la supervivencia del sistema.
Los profesores universitarios nos encontramos con alumnos de 1º que no saben qué fue la Guerra Fría, o el significado de las siglas URSS, o de palabras del español corriente. Muchos cometen faltas de ortografía más allá de lo normal a su edad, no saben redactar ni estructurar una idea, no conocen la alta cultura, ni entienden un cuadro estadístico.
A esta generación se les ha robado el futuro. Fueron a la escuela buscando formación y encontraron adoctrinamiento. Salieron de las aulas pensando que estaban bien formados porque sabían distinguir un gesto racista, un acto machista, la contaminación o la maldad infinita del capitalismo.
Incluso creyeron que eran libres porque les dijeron que lo importante era la autodeterminación sexual. Y eso por no hablar de los que recibieron inmersión nacionalista. ¡Cuántas horas de clase malgastadas! ¡Qué juventud perdida!
Hoy no hablaré del cuerpo docente español, al que algunos toman como el Ejército de Salvación Democrático Nacional para manejarlo a su capricho de partido. Otro día.