Un misterio político catalán
«Cataluña tiene, por encima de otras muchas, una cualidad peculiar que se cifra en la voluntad de ser diferente de una manera diferente»
Un misterio es algo que se nos oculta o que, tal vez por nuestras carencias, no alcanzamos a entender. Los misterios se refieren a cosas que tienen encanto y/o rareza, no solemos encontrarlos en lo trivial sino en lo que nos causa paradoja. Pues todo lo de Cataluña y su política tiene algo de misterioso para los que no somos de esa tierra y, por lo que sé, también para algunos catalanes a los que puede que ocurra un fenómeno, en cierto modo, contrario como el de aquel pez que preguntó, ¿y, por cierto, que es el agua de la que tanto habláis?
Los misterios no pueden explicarse, pero pueden ser objeto de preguntas de interés, aunque también puedan prestar apoyo a las tontadas, y el riesgo de caer del lado malo al dedicarle unas escasa líneas no es nada pequeño. Cataluña tiene, por encima de otras muchas, una cualidad peculiar que se cifra en la voluntad de ser diferente de una manera diferente. Diferentes somos todos, unos más que otros, pues todos somos únicos, singulares. Muchos catalanes, más que Cataluña misma si es que existe algo como eso, han hecho acopio de esa poderosa inclinación a diferir, a disentir, a dar la nota. Claro es que para ellos eso es algo natural y se extrañan, con motivo, cuando alguien les hace ver que su diversidad tal vez no sea para tanto.
Las diferencias entre Cataluña y el resto de las regiones españolas no son desdeñables, pero tampoco lo son las del resto entre sí, que nunca se han convertido en un tema tan polémico, aunque el caso catalán haya tenido bastante de contagioso. Pese a que la tensión sobre este punto ha estallado con motivo del procés, sería un error que tratásemos de reducir el asunto al malhadado proceso, que pensemos que nació de la nada o que va a terminar a un ritmo coherente con su fracaso inmediato.
Una clave del misterio político catalán, tal vez la que lo haga más paradójico, está en que, después de la primera transición, una parte muy importante de la burguesía catalana decidió encomendar su representación política al PSC, un partido que, en sus inicios, se nutría del voto obrerista/emigrante pero que, por una decisión muy discutible de Felipe González, se puso en mano de un grupo de jóvenes nacionalistas, más burgueses que proletarios, con abundantes antecedentes familiares en la derecha y el franquismo, como demostró el excelente libro de César Alonso de los Ríos.
Esa operación ha hecho que el PSC haya desempeñado papeles muy contradictorios en la historia reciente de Cataluña, desde su intento de superar al pujolismo a base de impulsar un Estatut que nadie reclamaba, hasta llegar a convertirse, ahora mismo, en una especie de refugio del voto españolista, en una barrera que se ofrece como la más fiable contra la posibilidad de que se repita el empeño de los más soberanistas en volver a tropezar con el muro de lo imposible.
La Cataluña civil, burguesa e industriosa que protesta, no sin cierta razón, contra el maltrato fiscal, la Cataluña que se queja de pagar con sus impuestos los excesos de las administraciones públicas que llegan a emplear a un tercio de la población activa, ha confiado sus votos al mismo partido que protagoniza en el resto de España las políticas públicas que contribuyen de manera decisiva al exceso de gasto, el desequilibrio fiscal y el crecimiento desmesurado del déficit y la deuda pública.
La inventiva catalana al inventar el barroquismo del derecho a decidir, que no ha dejado de ser un ingenioso McGuffin, ha tenido como sostén social el descontento fiscal azuzado con la interesada leyenda de que “España nos roba”. No se puede negar que hay mucho de paradójico en encomendar al mismo grupo una tarea y su contraria, ni que el PSC/PSOE ha interpretado con gran soltura ese comprometido papel de bombero pirómano.
En 2023 vamos a comprobar hasta qué punto sigue vigente ese encantamiento de buena parte de la burguesía catalana con los planes políticos del líder del PSC que, ahora mismo, no es otro que Pedro Sánchez. Tras el 155 y el juicio del Supremo ha vuelto a aparecer la política de apaciguamiento con la reescritura de la historia a base de artículos del Código Penal. Puede que la burguesía catalana crea que las cucamonas con los fantoches de la declaración unilateral de independencia, que no deja de ser otro invento lírico sin los píes en el suelo, se pueden convalidar como afecto a Cataluña, aunque, por si acaso, Sánchez se ha preocupado de que los miles de millones del presupuesto se dediquen a hacer verosímil el cariño y el buen trato.
Es proverbial la respuesta del Gran Capitán al intento del Rey Católico para que rindiese cuentas, “picos, palas y azadones, mil millones”, pues bien, solo una contabilidad barullona puede hacer que parezca rentable para los catalanes el conjunto de sucesos que han marcado estos años con frustración, desconcierto y destrucción de bienestar y riqueza para Cataluña. Hace falta ser muy malévolo para pensar que lo que en realidad perseguían los independentistas era ese aumento de gasto en los presupuestos y muy necio para suponer que males del sentimiento se curan con propinas.
«La buena política consiste en evitar lo que lleva al desastre sin ocasionar estragos mayores en el intento»
Tal vez el verdadero misterio de la política catalana, lo que debiera llevar a una manera inteligente de estar en España, que no es solo Madrid, y en Europa, consista en que los políticos catalanes no han estado a la altura del equilibrio necesario entre el sentimiento y cualquier política realista. Cuando Miguel Roca llevaba con mano maestra los temas catalanes en Madrid es fama que Alfonso Guerra le llamaba “el mercader”, una expresión que se supone despectiva, pero que solo expresa una ignorancia profunda de lo que es la buena política, negociación, diplomacia y superación de los conflictos.
Por mucho que Cataluña tenga a bien su singularidad, y es poco inteligente negar que tal cosa exista en verdad, siempre será frustrante defender su derecho a existir y progresar en ignorancia del mundo en que vivimos. Puede que dentro de mil años exista un mundo en nada parecido al que ahora tenemos, tan distinto como lo fue el mundo de las cruzadas del nuestro, pero ahora mismo Cataluña no tiene otra alternativa que la de convertirse de nuevo en punta de lanza en una España mejor en una Europa que sigue siendo envidiable, o atormentarse con quimeras que la llevarían a la división civil, al malestar económico y a algo que se parecerá mucho a una dictadura con aires folklóricos y paternalistas.
La historia política está llena de sorpresas, sucesos volcánicos y rutinas idiotas. La buena política consiste en evitar lo que lleva al desastre sin ocasionar estragos mayores en el intento. Es cosa de paciencia y reflexión y el sentimiento no es siempre el mejor de los consejeros. Si es que subsiste algún misterio en Cataluña dejará de ser un motivo de extravío cuando el buen sentido y la reflexión acabe por reconocer que siempre existe un camino entre el derrotismo y la utopía, el camino del buen sentido del que nunca ha solido haber escasez en el universo catalán. ¿Cabe pensar que el PSC pueda volver a ser “el buen camino”, como rezaba el eslogan de Felipe González en 1986? Tal vez sí, pero no estaría mal que pudiesen existir otras fórmulas ni tampoco que otros partidos dejen de ver a Cataluña como una ínsula a encomendar a cualquier condotiero sin destino.