THE OBJECTIVE
José Luis González Quirós

Los justamente vencidos y los injustamente vencedores

«Con las cosas así, bien podría suceder que las elecciones de 2023 nos lleven a una reflexión similar a la del filósofo respecto al desenlace de la guerra civil: Los justamente vencidos; los injustamente vencedores»

Opinión
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Los justamente vencidos y los injustamente vencedores

Los justamente vencidos y los injustamente vencedores.

Con esta frase lapidaria resumía Julián Marías su opinión sobre el resultado de la guerra civil española de 1936, un largo período de enfrentamiento trágico y cruel del que pensaba que bien podría haber sido evitado: «Contra lo que se ha dicho con insistencia, [nuestra guerra] no fue necesaria, no fue inevitable… había más de una salida a una situación sin duda difícil y peligrosa». El filósofo se preguntó muchas veces sobre las causas de aquel desastre y sostenía que casi ningún español la quiso, pero muchos quisieron lo que acabó por resultar una guerra civil, es decir que no querían la guerra (no todos, al menos), pero no supieron evitar una división civil radical, una lucha entre el Bien y el Mal que condujo a la guerra.

Cabe discutir o matizar el diagnóstico de Marías, pero es difícil negarle una seria intención de ecuanimidad, un exhorto moral que advierte de la necesidad de evitar errores políticos que puedan conllevar consecuencias funestas. La historia pasada es ya inevitable, e inmodificable de forma que no tiene sentido imitar a Confusio, el genial personaje galdosiano al que el Marqués de Beramendi, en la cuarta serie de los Episodios Nacionales, encomienda escribir una Historia lógico-natural de España, una narración de cómo hubiese debido ser nuestro pasado para que los españoles pudiésemos tener menores traumas, menos divisiones y guerras, algo muy deseable en un momento en el que la carlistada estaba destrozando España. 

No hay ninguna necesidad de ejemplarizar el pasado, ni tampoco de aplicarle nuestros criterios, aunque sigan abundando los que quieren confundir la historia para sacar ventaja futura, pero hay que tratar de asumir de manera inteligente lo ocurrido para no repetir, ni hoy ni mañana, errores que nos llevarían a provocar calamidades, sean como tragedia sean como farsa.

Es necesario asumir que la división, el conflicto, constituye el nervio mismo de la política, que no habría que hacer ninguna política si en lugar de hombres fuésemos ángeles, como ironizaba Madison (o Hamilton, The Federalist, 51) puesto que no necesitaríamos ningún gobierno, ni tampoco preocuparnos por sus excesos. Pero la división, que es el punto de partida de cualquier política en una sociedad libre, no puede ser su objetivo porque lo que hay que buscar es hacer posible la convivencia, que el progreso y no el retroceso sean los frutos de la política.  Cuando se acrecienta y acidifica la división, la sociedad se ve sometida a tensiones innecesarias, a sobresaltos y temores y podría ocurrir que se llegase a preferir la violencia y la guerra aduciendo que la conversación resulta imposible con los réprobos de cada momento y de cada facción. 

La España de 2022 tiene muchos problemas de todo tipo, crisis económica, un desempleo juvenil insoportable, tensiones territoriales, deslealtad constitucional, extremismos políticos, pero nadie con un mínimo de sentido común entendería que estamos en riesgo de guerra civil. Son muchas y muy sólidas las razones que lo hacen inverosímil, un alto nivel medio de bienestar económico, pese a las bolsas de pobreza, el carácter pacífico de la sociedad española, cuyos índices de todo tipo de delincuencias son, en general, envidiables, la elevada edad media de la población y la ya probada solidez de unas instituciones públicas, la monarquía, los jueces, los ejércitos y las fuerzas de seguridad, etc. que prestan su solidez y garantía al ejercicio pacífico de la vida ciudadana.

«Con todo mi respeto a la persona del Presidente del Gobierno, me parece patético que haya cifrado parte de la gloria que le pueda deparar la historia venidera, en haber sacado a Franco de su tumba en Cuelgamuros, cuatro años de gobierno a justificar con un espantajo»

Frente a esta voluntad de convivencia pacífica y de respeto a la diversidad, resulta, como mínimo, desconcertante, el empeño de numerosos actores políticos en atizar el enfrentamiento, en acusar a sus adversarios de vicios nefandos (promover la cultura de la violación, o desear la tiranía y violar la Constitución son reproches recientes), buscando convertir la política en una lucha sin cuartel sobre objetivos idealizados y contradictorios, como el pasado luminoso de la República del que habló hace poco Pedro Sánchez. Esta apuesta por la agresividad no se limita al uso de la palabra en el Parlamento o en los discursos públicos, asunto en el que se han alcanzado niveles notables de grosería, sino que se completa con el empeño en romper cualquier clase de puentes que pudieran suponer el acuerdo entre unos y otros, lo que se hace, incluso, llevando la contraria a mandatos expresos y bien claros de la Constitución.

No gastaré ni una línea en precisar quiénes son los culpables o los iniciadores de esta política de albañal, algo que, incluso con la mejor intención, podría servir para empeorarla, pero creo que puede ser suficiente con indicar que, conforme al viejo dicho castellano, entre tanta polvareda perdimos a don Beltrán, porque España lleva ya casi un par de décadas con su renta per cápita estancada en el valor de 2004, al tiempo que nuestra deuda pública ha pasado de suponer algo más del 40% del PIB hasta situarse por encima del 115%, datos que tomo del excelente volumen España en perspectiva, El Estado real de la Nación, publicado a finales de 2011 por el Foro de la Sociedad civil y basados en las fuentes públicas más solventes. 

Tanto enfrentamiento verbal, tanto radicalismo partidista, no es una amenaza inmediata que pudiera llevarnos a la guerra, cierto, pero parece evidente que nos está haciendo perder el tiempo, es decir oportunidades de progreso y bienestar. Los extremismos verbales son un intento de ocultar la esterilidad política, la falta de resultados tangibles no sirve para rectificar las políticas, sino que se emplea como munición para culpar al adversario. Con todo mi respeto a la persona del Presidente del Gobierno, me parece patético que haya cifrado parte de la gloria que le pueda deparar la historia venidera, en haber sacado a Franco de su tumba en Cuelgamuros, cuatro años de gobierno a justificar con un espantajo.

Con todo mi respeto a la actual oposición, entiendo muy lamentable que no parezca mostrar el menor interés en entender las causas de fondo por las que, tras más de cuatro años de Sánchez en la Moncloa, un período que ellos juzgan de la manera más dura, las encuestas sigan registrando algo que se parece mucho más a un empate que a una victoria sobre el Frankenstein refurbished que aspira a continuar una gobernación, a su entender, gloriosa (véase al respecto la entrevista a José Pablo Ferrándiz publicada en The Objective). Y entiendo menos todavía que no trate de hacer nada para corregirse, que siga confiando en que una improbable necesidad histórica le resuelva la ecuación sin necesidad de mayor esfuerzo. Que no sepa, en suma, que necesita ofrecer algo distinto a una mera oposición, que no entienda que no puede parecerle normal lo que ocurre, y asuma un quietismo político que solo sería explicable si todo dependiera de los hados.

Con las cosas así, bien podría suceder que las elecciones de 2023 nos lleven a una reflexión similar a la del filósofo respecto al desenlace de la guerra civil: «Los justamente vencidos; los injustamente vencedores». 

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