La democracia: el mayor enemigo del planeta
«En vez de insistir en que los recursos naturales van a agotarse, los ideólogos del decrecimiento le han puesto fecha al fin del mundo para que dejen de explotarse»
En 1900 el mundo alcanzó los 1.600 millones de habitantes. En 1960 esta cifra prácticamente se duplicó hasta alcanzar los 3.000 millones. A mediados de 1999 ascendió a los 6.000 millones. Y se estima que en noviembre de 2022 el número de seres humanos que habita el planeta Tierra superó los 8.000 millones. Es decir, en poco más de un siglo la población mundial se ha quintuplicado.
Desde una perspectiva cuantitativa y dejando al margen otros cambios tanto o más espectaculares en el devenir de la humanidad, es muy fácil interpretar este crecimiento no como un fenómeno positivo, al fin y al cabo, pone de relieve un aumento de la prosperidad y la esperanza de vida a nivel global sin precedentes, sino como una tendencia muy peligrosa.
Los seres humanos no solo seríamos una carga demasiado pesada para el planeta sino que nuestra natural aspiración a tener una vida cada vez más confortable añadiría una sobrepresión insostenible. Debemos, pues, no ya renunciar a los motores de explosión, sino idealmente a los vehículos privados, sean eléctricos o troncomóviles, como los de la vieja serie de dibujos animados Los Picapiedra. Debemos también renunciar a comer carne, a los viajes low cost, a poner la calefacción en invierno y el aire acondicionado en verano y, por supuesto, a tener hijos. Todas estas renuncias son innegociables, si se quiere evitar el apocalipsis. La única cuestión a dilucidar es quiénes serán los ungidos para planificar y llevar a cabo un proceso de ingeniería social sin precedentes.
En las sociedades democráticas, lo lógico sería que cambiar de forma radical nuestro estilo de vida fuera sometido a discusión pública. Es más, la propia premisa sobre la que se establece esta supuesta necesidad tendría que poder ser discutida porque, como advierto al principio, prescinde de hechos cruciales. Por ejemplo, que los avances tecnológicos nos permiten ser cada vez más eficientes y hacer mucho más con muchos menos recursos.
«Los particulares constituyen una masa egoísta que, cegada por sus intereses, amenaza la supervivencia del planeta»
Sin embargo, de alguna manera se ha impuesto la idea de que es mejor dejar al común al margen porque, lejos de saber lo que le conviene, tiende a tomar decisiones peligrosas. Los particulares, de forma agregada, constituyen una masa egoísta que, cegada por sus intereses, amenaza la supervivencia del planeta. Así, lo que hasta ayer era la forma de gobierno indiscutible para cualquier sociedad desarrollada que se precie, esto es, la democracia, ha devenido en el mayor enemigo del planeta. ¿Cómo sortear el irritante escollo del beneplácito de la multitud? Muy sencillo, trasladando el poder de los votantes a una élite convenientemente acreditada.
La selección de esta élite se realizaría no ya a través de las instituciones formales, sino mediante otras informales no sometidas al escrutinio público ni al control democrático. Organismos que proyectan una equívoca imagen de solvencia con la que se arrogan cierta legitimidad pero que, en realidad, son clubes privados en el que los ciudadanos no tienen voz ni voto.
El desplazamiento de las decisiones políticas hacia estos organismos poco o nada democráticos permite proyectar directrices al margen del más elemental control democrático. Hay quien reduce este complejo proceso a una conspiración perfectamente orquestada. No voy a entrar en este debate. Simplemente voy a poner de relieve que esta deriva no necesita de un plan primorosamente urdido.
Los individuos no necesitamos compartir determinadas visiones del mundo para que decidamos integrarnos en sus entornos relacionales: nos basta percibir que es más rentable sumarnos a ellas que quedarnos al margen o confrontarlas. Cuando se trata de elegir entre nuestros intereses y convicciones, a menudo acabamos haciendo lo contrario de lo que predicamos.
En el caso de los políticos sucede lo mismo. No es necesario que crean en la emergencia climática para que acaben incorporando el decrecimiento económico a sus agendas. Pueden opinar lo contrario y, sin embargo, decidir que sale más a cuenta participar de ella que, en coherencia con sus ideas, oponerse.
La confluencia de intereses funciona como un círculo vicioso que se retroalimenta. Cuanto más prometedora se percibe, más agentes intentarán sumarse. Y cuantos más se sumen, más poderosa se volverá esa confluencia. Como la bola de nieve que provoca una simple piedra que alguien echó a rodar por la ladera de una montaña, ésta crecerá y se hará cada vez más poderosa.
Así, lo que permite a estos grupos imponer políticas globales no es tanto su visión del mundo como la búsqueda de ventajas y beneficios… y, he aquí el quid del asunto, su disposición a hacerlos extensivos a quienes cooperen con ellos. La ideología quizá sea la causa original, pero la promesa de una mejora sustancial de la posición personal es su incentivo más poderoso. Ser admitido en su grey, con todos los beneficios que conlleva, es irresistible.
Solo así se explica por qué los ciudadanos están huérfanos de representantes que se opongan a disparates como la transición energética que, de consumarse, generará pobres por millones y, con toda seguridad, infinidad de muertes.
«Se previó que el petróleo se acabaría en 1970, después se retrasó a 1980 y más tarde a 1990»
No es necesario enumerar exhaustivamente los pronósticos erróneos que, desde estos organismos y a lo largo de décadas, se han hecho con el fin de imponer el decrecimiento económico y demográfico. Basta recordar solo algunos. Por ejemplo, que el petróleo se agotaría a principios de la década de los 70 del pasado siglo, y que el estaño, el zinc, el plomo, el oro y la plata lo harían en la década siguiente. Fechas que, según se demostraban equivocadas, se actualizaban convenientemente. Así, se previó que el petróleo se acabaría en 1970, después se retrasó a 1980 y más tarde a 1990.
En general, todos los recursos naturales, incluido el gas, deberían haberse agotado antes del cambio de siglo. Pero esto no ha sucedido, ni mucho menos. Así que los ideólogos del decrecimiento han cambiado de estrategia: en vez de insistir en que los recursos naturales están a punto de agotarse, le han puesto fecha al fin del mundo para que dejen de explotarse. Vistos los antecedentes, lo más seguro es que se equivoquen de plano, pero, como es costumbre, actualizarán sus vaticinios tantas veces como sea necesario.
En la novela satírica The Rise of the Meritocracy (El ascenso de la meritocracia), el sociólogo británico Michael Young describe una sociedad futura, estamental y distópica donde el mérito tecnocrático ha sustituido a la vieja división en clases sociales, alumbrando una sociedad elitista que se articula en dos categorías fundamentales: una élite auto acreditada, que accede al poder, y una subclase desprovista de derechos.
Al final, en la fábula de Young, los excesos de la élite propician su caída. Los perdedores de este sistema, consumidos por el resentimiento, se constituyen en una extraña «alianza populista» —cito literalmente a Young… en 1958— y, para bien o para mal, la sublevación triunfa. Evidentemente, se trata de una fábula. Pero no estaría de más que estos aprendices de brujo, los millonarios aburridos que tratan de darle un nuevo sentido a su vida o, tal vez, tranquilizar sus conciencias, los activistas que apenas han conocido el mundo y ya aspiran a cambiarlo, la gente sin valía que usa la política para hacer carrera, los chupatintas con ínfulas y demás ungidos, dejaran de jugar con fuego.